El rey coleccionista
Vel¨¢zquez fue su pintor; Calder¨®n, su dramaturgo, y en su reinado, Cervantes public¨® el 'Quijote'. Una exposici¨®n en el Museo del Prado celebra el cuarto centenario del nacimiento de Felipe IV (1605-1665), el monarca coleccionista y mecenas al que comparaban con el Sol.
El a?o en que muere Felipe IV, 1665, el dramaturgo Pedro Calder¨®n de la Barca hab¨ªa escrito su auto sacramental El vi¨¢tico cordero. La escena inicial est¨¢ protagonizada por una custodia en forma de Sol, de la que irradian las Horas, que van marcando la vuelta al mundo a manos de la Geograf¨ªa. Llevan unas grandes letras que, al unirse, permiten leer la frase "La fe pide ser tuya". En realidad es un criptograma, y para descifrarlo tendr¨¢n que disponerse en otro orden, el que les va a ir marcando el giro terr¨¢queo. Al final, cuando recorren aquellos dominios donde no se pone el sol, las letras se han recombinado, componiendo la leyenda "Felipe de Austria".
Era un homenaje a quien sus s¨²bditos llamaban el Rey Planeta, que en el lenguaje actual deber¨ªa entenderse como Astro Rey o Rey Sol, sobrenombre adoptado m¨¢s tarde por su sobrino y yerno Luis XIV de Francia. Pues en aquella ¨¦poca se atribu¨ªa al sol el cuarto puesto en la jerarqu¨ªa celeste, en paralelismo con el lugar ocupado por Felipe IV en el uso de su nombre dentro de la monarqu¨ªa hispana.
No todos compartieron entonces estos paneg¨ªricos cortesanos, de Quevedo para abajo. Bien conocido era el chiste con que se celebraba otro de sus apelativos, el de Felipe el Grande, compar¨¢ndolo con un pozo, tanto m¨¢s grande cuanta m¨¢s tierra le quitaban.
Incluso ahora, cuando se cumple el cuarto centenario de su nacimiento, no resulta f¨¢cil reducir a un escueto perfil su reinado. Demasiada historia para digerir, en esos 44 a?os que median entre su subida al trono, en 1621, y su muerte, en 1665. Demasiadas contradicciones en la personalidad de un monarca tan inseguro como inteligente, dotado de un refinad¨ªsimo gusto art¨ªstico, y cultivador ¨¦l mismo de la pintura, la literatura y la m¨²sica.
Fue un estricto observador de la r¨ªgida etiqueta palaciega, y profundamente religioso, pero su car¨¢cter sensual le convirti¨® en pecador impenitente. Mantuvo incontables relaciones fuera del matrimonio, y numerosos bastardos, aunque s¨®lo reconoci¨® a Juan Jos¨¦ de Austria, fruto de sus relaciones con La Calderona, la actriz m¨¢s c¨¦lebre de los corrales de comedias madrile?os. Carcomido por la mala conciencia, terminar¨ªa atribuyendo a sus devaneos los males del pa¨ªs: "Soy yo el que ha pecado, y no mis vasallos", escribir¨¢ a su confidente religiosa, la monja Mar¨ªa Jes¨²s de ?greda.
Verdad es que sus dos matrimonios fueron de inevitable conveniencia. El primero, para mantener las alianzas con Francia, le llev¨® a casarse con Isabel de Borb¨®n, cuando ¨¦l s¨®lo ten¨ªa 10 a?os y ella 12. Qued¨® viudo en 1644, y el fallecimiento al a?o siguiente del pr¨ªncipe heredero Baltasar Carlos le condujo a un nuevo enlace en busca de descendencia leg¨ªtima. As¨ª fue como se despos¨® poco despu¨¦s con Mariana de Austria, que era sobrina suya, y la antigua prometida de su difunto hijo. Le llevaba casi 30 a?os, y de su uni¨®n nacer¨ªa el futuro Carlos II.
El resto tampoco ser¨¢ un lecho de rosas. Cuando Felipe IV accede al trono es hu¨¦rfano de padre y madre. Apenas ha cumplido los 16, y ya se ve al frente de un conglomerado de reinos de complej¨ªsima gobernabilidad. Esas circunstancias y su cr¨®nica inseguridad le llevan a apoyarse en alguien de mayor experiencia. Algo habitual en la Europa de la ¨¦poca, con privados que desempe?aban el papel de primeros ministros: en Francia, los cardenales Richelieu y Mazarino; en Inglaterra, Buckingham y Strafford.
En el caso de Felipe IV, durante la primera mitad de su reinado ese valido ser¨¢ el poderoso don Gaspar de Guzm¨¢n, conde duque de Olivares. Pero esta asistencia no significa que el rey descuidase sus responsabilidades hasta el punto que en ocasiones se ha pretendido. Ni que Olivares fuera tan corrupto como las camarillas del duque de Lerma y familia, que hab¨ªan campado a sus anchas con Felipe III. Los problemas derivaron de los intentos de preservar una hegemon¨ªa que el pa¨ªs no pod¨ªa permitirse, con sus ocho millones y medio de habitantes, apenas la mitad de los que poblaban Francia. Sin embargo, hubo de enfrentarse a este pa¨ªs, adem¨¢s de a Inglaterra y Holanda, y se vio envuelto en la Guerra de los Treinta A?os.
El rey brit¨¢nico Carlos I nunca perdon¨® el desaire sufrido en 1623, cuando -siendo todav¨ªa pr¨ªncipe de Gales- se aventur¨® de inc¨®gnito hasta Madrid en compa?¨ªa del duque de Buckingham para reclamar la mano de la infanta Mar¨ªa, hermana de Felipe IV, que le fue negada. Los neerlandeses se independizaron en 1648. Y Francia sobrellevaba en torno suyo demasiados enclaves de la casa de Austria. De manera que, una vez estabilizados sus conflictos internos, Richelieu no tard¨® en saltarse los compromisos matrimoniales para iniciar una agresiva pol¨ªtica que, a trav¨¦s de la ocupaci¨®n de los territorios catalanes, le llev¨® a penetrar en la propia Pen¨ªnsula. Y el pa¨ªs vecino termin¨® alz¨¢ndose con el papel arbitral, hasta imponer sus condiciones en la Paz de los Pirineos de 1659, que consagraba de hecho el relevo como potencia hegem¨®nica. Tanto que, tras el reinado de Carlos II, el siguiente Felipe en subir al trono, el quinto, ya no ser¨¢ un Austria, sino un Borb¨®n.
No menos complejo fue el frente interno, como pudo comprobar en sus propias carnes el conde duque de Olivares. Un hombre ambicioso, de excepcional capacidad de trabajo. Y muy preparado. No en vano hab¨ªa nacido en 1587 en la Embajada espa?ola en Roma, donde creci¨® rodeado de aquella "gran libertad de Italia" por la que tanto suspirar¨ªa Cervantes. Tuvo luego una educaci¨®n esmerada en una universidad de ¨¦lite, la de Salamanca, donde se instal¨® como estudiante con m¨¢s de 30 criados a su servicio, y de la que lleg¨® a ser rector. All¨ª aprendi¨® los recovecos de la jurisprudencia. Y esta etapa preparatoria a¨²n fue apuntalada con su estancia durante ocho a?os en la muy cosmopolita Sevilla, que, con sus 150.000 habitantes, era la ciudad m¨¢s poblada de la Pen¨ªnsula, despu¨¦s de Lisboa.
De manera que cuando Felipe IV sube al trono, Olivares ya ha trazado sus planes. As¨ª se explica la celeridad de los cambios que acomete, las mudanzas de 1621 que, desde la perspectiva actual, podr¨ªan definirse como "regeneracionistas". En sus memoriales, el conde duque propondr¨¢ reformas que buscan "reducir los espa?oles a mercaderes" y modificar los estatutos de limpieza de sangre para integrar a los jud¨ªos conversos, de los que ¨¦l mismo descend¨ªa. Tambi¨¦n trata de impulsar medidas educativas para crear unas ¨¦lites capaces de modernizar el pa¨ªs. Y otros proyectos que le llevaron a internarse en terrenos peligrosos, como la Uni¨®n de Armas, un ej¨¦rcito permanente de 140.000 hombres que deb¨ªa distribuir entre los diversos reinos la pesada carga de la defensa com¨²n. No calibr¨® bien las feroces resistencias que iba a provocar en los distintos reg¨ªmenes forales.
Por ejemplo, Catalu?a, con un deterioro de las relaciones que desembocan en 1640 en los levantamientos del Corpus de Sangre, as¨ª llamado por ser esa festividad la fecha en que se contrataban los temporeros para la siega, y que dio pie a los sucesos que todav¨ªa se evocan en el himno Els segadors. Por si esto fuera poco, en el otro extremo de la Pen¨ªnsula se alza Portugal. Y en 1641 tambi¨¦n hay motines en Andaluc¨ªa, Arag¨®n, N¨¢poles y Sicilia. Es m¨¢s de lo que puede soportar la instituci¨®n mon¨¢rquica, y Felipe IV ha de hacerse cargo directamente del gobierno: "Yo tomo el remo", dir¨¢ en 1643, tras 22 a?os de Olivares.
Con la ca¨ªda del conde duque, la impert¨¦rrita Espa?a de las oligarqu¨ªas volver¨¢ a campar m¨¢s a sus anchas. Pero no todo su programa caer¨¢ en saco roto. Uno de los ejes de su pol¨ªtica hab¨ªa sido la integraci¨®n de los distintos reinos peninsulares que los Reyes Cat¨®licos hab¨ªan enhebrado en torno a sus personas de un modo casi provisional. Para ello necesitaba reforzar la imagen de Felipe IV. Y ¨¦se fue el papel encomendado al palacio del Buen Retiro, que acometi¨® en la d¨¦cada de 1630.
Hasta entonces, los reyes se alojaban en el destartalado y trist¨®n Alc¨¢zar madrile?o. Un anodino edificio de origen ¨¢rabe, asentado sobre la colina que se asomaba al r¨ªo Manzanares, como lo hace hoy -con mucha mayor prestancia- su heredero, el palacio de Oriente. Felipe II se hab¨ªa desentendido de tan disformes arquitecturas para volcarse en El Escorial. Y aunque sus dos sucesores en el trono hab¨ªan intentado remozar el vetusto Alc¨¢zar, aquello no ten¨ªa demasiado arreglo. De modo que el palacio del Buen Retiro, de nueva planta, estaba destinado a cumplir un relevante papel. Es cierto que se levant¨® con prisas, la acreditada chapuza hispana. Pero al menos era espacioso. Y, sobre todo, se prestaba a la puesta en escena que necesitaba Olivares para exaltar a Felipe IV, aquella escenograf¨ªa del poder al frente de la cual se hallaban talentos tan de primer orden como Calder¨®n de la Barca o Vel¨¢zquez. No es casual que ambos coincidiesen en la propaganda de El sitio de Breda, el uno a trav¨¦s de una obra de teatro con este t¨ªtulo, y el otro con su lienzo hom¨®nimo, tambi¨¦n conocido como Las lanzas.
Porque el Buen Retiro contaba con un Coliseo de Comedias, un teatro subvencionado y de alcurnia, mejor dotado de medios que los populares corrales, que en esencia eran patios de casas aprovechados como lugar de espect¨¢culo. Gracias a ese Coliseo pudo desplegar Calder¨®n complejas alegor¨ªas esc¨¦nicas como la aludida de El vi¨¢tico cordero, con sus copiosas andanadas de endecas¨ªlabos y redondillas, sus arduas cuestiones teol¨®gicas, ortop¨¦dicos andamiajes conceptuales y aparatosas tramoyas.
La literatura y el teatro espa?oles gozaban por aquel entonces de gran predicamento, tanto en el interior como fuera de sus fronteras. Tanto, que llega a producirse la parad¨®jica situaci¨®n de que un Par¨ªs amenazado en 1635 por las tropas hispanas acude al teatro donde se representa con enorme ¨¦xito El Cid, de Corneille. Por otro lado, mientras en Francia un comedi¨®grafo de la talla de Moli¨¨re es enterrado de modo casi clandestino, de noche y fuera de tierra sagrada, todo Madrid acompa?a el sepelio de Lope de Vega. Y eso que era de dominio p¨²blico su nada edificante vida amorosa, antes y despu¨¦s de ser ordenado sacerdote.
Por extra?o que parezca desde la perspectiva actual, la literatura espa?ola labra su prestigio internacional mucho antes que su pintura. El Quijote es aclamado por doquier, al igual que la novela picaresca, pronto convertida en semillero del g¨¦nero costumbrista en media Europa. Incluso escritores de tan laboriosa traducci¨®n como Calder¨®n o Graci¨¢n se beneficiar¨¢n de mayor reconocimiento fuera de Espa?a que dentro de ella. En cambio -dejando aparte a Murillo-, pintores del calado de Vel¨¢zquez o El Greco tardar¨¢n siglos en ser descubiertos con la relevancia que hoy ocupan. Ello se debe en buena medida a la vasta recopilaci¨®n de cuadros llevada a cabo para decorar el palacio del Buen Retiro, que al cabo de dos siglos culmina con su exposici¨®n p¨²blica en el Museo del Prado, tras su fundaci¨®n en 1819. Pues el n¨²cleo m¨¢s valioso de ¨¦ste procede de la colecci¨®n de pintura de Felipe IV, que era una de las mejores del mundo y rondaba el millar y medio de lienzos.
Sin el refinado gusto del monarca, dif¨ªcilmente hubiese hecho carrera alguien tan innovador como Vel¨¢zquez, cuyo trabajo no habr¨ªa sido admitido en otras cortes menos entendidas en cuestiones art¨ªsticas. Y ning¨²n conjunto traduce mejor esa complicidad entre el rey y su pintor que el Sal¨®n de Reinos del palacio del Buen Retiro. Se trataba del aposento de gala, el de mayor rango protocolario, y deb¨ªa su nombre a los escudos de los 24 reinos vinculados a la monarqu¨ªa espa?ola, que decoraban la parte superior de sus muros. Todav¨ªa hoy esa estancia resulta reconocible, transformada en una de las salas del Museo del Ej¨¦rcito. Se trata de un amplio recinto rectangular, irrelevante desde el punto de vista arquitect¨®nico. El verdadero inter¨¦s del Sal¨®n de Reinos derivaba de sus pinturas, buena parte de las cuales ha llegado hasta nosotros en perfecto estado de conservaci¨®n.
?stas se divid¨ªan en tres grupos, articulando en otros tantos planos la iconograf¨ªa del poder. Por un lado, el mitol¨®gico, con la representaci¨®n de 10 de los 12 trabajos de H¨¦rcules, a cargo de Zurbar¨¢n. Por otro, el plano hist¨®rico, con 12 escenas de victorias conseguidas durante el reinado del Felipe IV, en las que participaron algunos de los m¨¢s conservadores y chusqueros pintores cortesanos, junto con sus disc¨ªpulos. Pero tambi¨¦n el profesor de pintura del rey, fray Juan Bautista Maino, quien se ocup¨® de La recuperaci¨®n de Bah¨ªa. O Zurbar¨¢n, con La defensa de C¨¢diz. Y, por supuesto, la celeb¨¦rrima Rendici¨®n de Breda de Vel¨¢zquez, el cuadro de mayor tama?o salido de sus manos. El tercer conjunto estaba compuesto por los cinco retratos ecuestres de las reales personas: Felipe III y Margarita de Austria, Felipe IV e Isabel de Borb¨®n y, en medio de ¨¦stos, el pr¨ªncipe heredero, Baltasar Carlos.
Estos cinco corrieron todos ellos a cargo de Vel¨¢zquez, pues ¨¦l era el responsable ¨²ltimo de la imagen de la monarqu¨ªa, y entre sus cometidos se contaba la inspecci¨®n de los retratos del rey, que abundaban por aquel entonces. Se vend¨ªan en los talleres de los pintores, e incluso en plena calle. Y una de las obligaciones de Vel¨¢zquez era examinarlos y aprobar su adecuaci¨®n y decoro, de modo que la figura regia no sufriera menoscabo en esas reproducciones, que a menudo eran copias de copias, apenas reconocibles por el sucesivo maltrato de los pinceles.
Despu¨¦s del Buen Retiro, el pintor seguir¨¢ su propio camino, hasta esa gloriosa etapa final que culmina con Las hilanderas o Las meninas. Pero nunca volver¨ªa a producirse una coincidencia tan afortunada entre un rey que alcanza su madurez, un valido todav¨ªa en la cima de su poder y un pintor en plenitud de facultades. Gracias a la excelencia del trabajo realizado, lograr¨¢n un objetivo de muy largo alcance. Al cabo de cuatro siglos, tras innumerables avatares y cat¨¢strofes, hoy puede reconstruirse casi ¨ªntegro el conjunto pict¨®rico que adornaba el Sal¨®n de Reinos. Y los visitantes de la exposici¨®n conmemorativa que se ha preparado en el Museo del Prado podr¨¢n admirarlo tal y como lo hac¨ªan los asombrados cortesanos del siglo XVII.
'El palacio del Rey Planeta', la exposici¨®n con la que el Museo del Prado celebra el IV centenario del nacimiento de Felipe IV, recrea la disposici¨®n de las pinturas que adornaban el Sal¨®n de Reinos del Buen Retiro. Del 6 de julio al 27 de noviembre.
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