Bolivia herida
Hambre, desigualdad y ansias autonomistas. Este c¨®ctel explosivo ha llevado a Bolivia a un punto ¨¢lgido de tensi¨®n y protestas populares por parte de los ind¨ªgenas que podr¨ªan conducir al pa¨ªs a la desintegraci¨®n o a un gran conflicto. As¨ª es la vida hoy en este lugar del mundo.
"Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez?", rezaba una proclama insurreccional en la ciudad de La Paz (Bolivia) en julio de 1809. Dos siglos m¨¢s tarde de esta declaraci¨®n, las cifras oficiales de la pobreza de Bolivia de 2001 hablan de que el 58,6% de la poblaci¨®n boliviana (4.695.464) es pobre, pero no tan callada como anta?o. Y es que para los rostros del hambre del pa¨ªs m¨¢s pobre de Latinoam¨¦rica; las manos sin u?as de raspar la tierra en busca de minerales para convertir en pan; los hombres y mujeres que mascan coca para aguantar la altura, la debilidad y distraer el hambre, sus vidas distan mucho de las riquezas que justificaron la expresi¨®n de aquel "vale un Potos¨ª" con el que Don Quijote explicaba las riquezas de una ciudad que en 1573, 28 a?os despu¨¦s de haber sido creada, contaba con la misma poblaci¨®n que Madrid o Londres y era una de las urbes m¨¢s ricas del mundo. Hoy, esa misma ciudad que hace d¨¦cadas enterr¨® la vaca de oro que supuso la plata en los tiempos de la conquista, en un cerro a casi 5.000 metros de altura, atormentada por la miseria y el fr¨ªo, es una de las m¨¢s pobres de Bolivia, con un 79,7% de la poblaci¨®n en situaci¨®n de pobreza, seg¨²n el censo de 2001 elaborado por el Instituto Nacional de Estad¨ªstica de Bolivia, un pa¨ªs rico en recursos y roto por una desigualdad que lleva siglos coci¨¦ndose.
Las patatas calientes: la secular exclusi¨®n pol¨ªtica, social, cultural y ling¨¹¨ªstica de un pa¨ªs ind¨ªgena donde conviven aimaras y quechuas, que representan casi al 65% de la poblaci¨®n y la pobreza.
El drama es que el silencio se ha roto varias veces, pero sin grandes resultados; lo viene haciendo continuamente en la historia reciente de Bolivia en forma de decenas de golpes de Estado en un siglo y m¨¢s de 6.081 acciones (paros, cercos, cortes de carreteras y manifestaciones) del pueblo m¨¢s pobre contrario a una rica oligarqu¨ªa blanca y poderosa.
Cuenta Tom¨¤s Abella, el fotoperiodista que recorri¨® el pa¨ªs con sus c¨¢maras durante casi dos a?os, que sobrevivir en la puna, el altiplano andino, a 4.000 metros sobre el nivel del mar no es f¨¢cil. All¨ª, en uno de los techos del mundo, un sol de castigo quema las pieles, que se tornan r¨¢pidamente viejas y duras, como los cueros, y se venga cuando se va, con un fr¨ªo que hace oscilar el term¨®metro en m¨¢s de 40 grados de diferencia entre la noche y el d¨ªa. Sus habitantes viven en pobres casas de adobe y suelos de tierra prensada, y comen patata, papa, como alimento b¨¢sico. Los m¨¢s afortunados cuentan con un peque?o reba?o de llamas, su banco, que sacrifican por necesidad para ir convirti¨¦ndolo en fideos, arroz o medicamentos. La jornada comienza a eso de las cuatro de la madrugada, cuando las mujeres se levantan para preparar algo caliente, una sopa de quinua, un cereal aut¨®ctono con el que calentar el est¨®mago. Sus ingresos provienen de la cosecha anual, si la sequ¨ªa se lo permite, y de la venta de leche de alguna cabra o burra, los que la tienen. Se calcula que, en las regiones m¨¢s aisladas, la renta anual de estas familias oscila entre los 70 y los 100 d¨®lares. Es casi la misma pel¨ªcula, la misma imagen que hace cinco siglos: un desayuno escaso y pobre, su forma de calentar el agua -con le?a- y los paseos diarios de las mujeres a los pozos de la comunidad a por agua seg¨²n se levanta el d¨ªa. Luego ellas, casi siempre descalzas, lavan la ropa, van a por le?a, tejen sus trajes, sacan a pastar a las llamas, cuidan a los viejos, cardan la lana y si les queda tiempo ayudan en el campo, siempre con sus trenzas, s¨ªmbolo de feminidad, y su bomb¨ªn, convertido en elemento de dignidad. Las armas para sacarle frutos a las tierras del duro altiplano, las mismas que antes de que llegaran los espa?oles.
Los quechuas siguen labrando las tierras con el mismo arado de pie que sus antecesores precolombinos, un palo de madera con el que baten la descuartizada tierra (chakitaqlla, en su idioma). Los horarios y condiciones laborales tambi¨¦n se repiten: trabajan de sol a sol todos los d¨ªas del a?o, y no hay edad de jubilaci¨®n. Esa gente es la que ahora paraliza el pa¨ªs con Evo Morales, simpatizante seg¨²n ¨¦l de Fidel Castro y Hugo Ch¨¢vez, y a los otros l¨ªderes, como Felipe Quispe, aimara nacido en mitad del altiplano, m¨¢s radical en su discurso, que apunta que el problema de Bolivia no es un tema de clases, sino una lucha de naciones por la que justifica hasta el uso de la fuerza. Abel Mamani, caudillo de las comunidades de vecinos de El Alto, y el jefe de la Central Obrera Boliviana (COB) se unieron tambi¨¦n a las reivindicaciones de los varios y complicados problemas a los que se enfrenta la compleja Bolivia.
La crispaci¨®n es tal que se habla de que si no se llega a un pacto entre los dos pa¨ªses que son hoy Bolivia, el de los ricos de Santa Cruz y el de los pobres del altiplano y el resto del pa¨ªs, se podr¨ªa llegar a la desintegraci¨®n del Estado, a una guerra civil. Los frentes abiertos son muchos, y se enfrentan los m¨¢s pobres de los pobres procedentes de las minas y el campo contra los tambi¨¦n pobres de la ciudad; el rico y nacionalista oriente contra el paup¨¦rrimo e ind¨ªgena altiplano y varios partidos que no terminan de poner la pobreza como el asunto prioritario de la agenda nacional, se?ala Juan Carlos Rocha, director del diario La Raz¨®n, de la ciudad de La Paz. Y a ese c¨®ctel de fuerzas hay que a?adirle el de un ej¨¦rcito de pasado golpista y una serie de nuevos movimientos populares que no siempre suman. Para Francisco Sancho, experto en cooperaci¨®n internacional y en Bolivia, donde ha vivido m¨¢s de diez a?os, estas revueltas son unos movimientos imprescindibles por el car¨¢cter de sus reivindicaciones, y porque si no se ofrece ya una soluci¨®n a esa falta de representatividad entre el Gobierno boliviano y sus ciudadanos, la violencia volver¨¢ una y otra vez a Bolivia. Pero Sancho tambi¨¦n advierte del peligro de una radicalizaci¨®n del enfrentamiento entre unos y otros y de la falta de propuestas reales por parte de algunos de ellos.
Pero la herida se abre m¨¢s cuando se recuerda que Bolivia es la segunda reserva de gas de Am¨¦rica del Sur, con m¨¢s de 25 multinacionales en su territorio que tienen en sus manos los m¨¢s de 100.000 millones de d¨®lares en que se estima el valor de las reservas bolivianas; y el tercer productor mundial de coca, cultivo vetado por el Gobierno para as¨ª intentar controlar el tr¨¢fico mundial y parte y rito de su cultura ind¨ªgena, y cultivo de subsistencia ante la inviabilidad de vivir de productos como el caf¨¦, la pi?a o el t¨¦. La base de la coca la van a buscar, las frutas aut¨®ctonas se pudren sin salida en sus plantaciones.
El fuego lo ponen el debate sobre la nacionalizaci¨®n de los recursos energ¨¦ticos, la defensa del cultivo de la hoja de coca -motivo de la anterior revuelta de los campesinos, dirigidos por el indigenista Evo Morales, l¨ªder del Movimiento Al Socialismo (MAS)- y una reforma agraria para dar suelos a los que la cultivan. Con esos ingredientes bien caldeados, las revueltas populares han derrocado ya a dos presidentes en menos de a?o y medio, y han terminado por poner a un tercero, Eduardo Rodr¨ªguez, de forma transitoria hasta que se celebren, antes de que se acabe el a?o y de manera anticipada, unas nuevas elecciones. "Nosotros somos soldados de los movimientos populares, de los pueblos ind¨ªgenas, campesinos y originarios. En este tiempo de Gobierno transitorio estaremos vigilantes para que se cumplan las demandas del pueblo", advierte Evo Morales, l¨ªder indigenista. Y sus proclamas son viejas: tierra y que los recursos energ¨¦ticos del pa¨ªs sean para los bolivianos.
Fue tambi¨¦n Evo Morales, el primer ind¨ªgena de la historia del pa¨ªs con posibilidades de convertirse en presidente de la Rep¨²blica, quien capitaliz¨® el descontento social de las anteriores revueltas, en octubre de 2003, que obligaron a dimitir al entonces presidente de la Rep¨²blica de Bolivia, Gonzalo S¨¢nchez de Lozada. Y esos mismos campesinos fueron tambi¨¦n los responsables de cercar la ciudad de La Paz como medida de presi¨®n a primeros de junio, para pedir un nuevo cambio presidencial. Su medida provoc¨® la salida de Carlos Mesa, el presidente hasta entonces.
"El problema que se extiende por Am¨¦rica Latina, y tambi¨¦n en Bolivia, despu¨¦s de sus historias de dictaduras, es que se han generado unas estructuras que empiezan como partidos pol¨ªticos, pero que acaban siendo un reducto excluyente de unas ¨¦lites econ¨®micas e intelectuales. La democracia se va construyendo poco a poco, y los partidos no se han dado cuenta de que tienen que mejorar para incorporar al conjunto de la sociedad. Bolivia no lo ha hecho, no ha sido permeable a las demandas de la sociedad", apunta Francisco Sancho.
En otro punto del altiplano, en Potos¨ª, nombre que significa "truena, revienta, hace explosi¨®n" -como la realidad de hoy de Bolivia-, la situaci¨®n en las minas tampoco ha cambiado mucho desde los tiempos de la colonia. Conocerlas, bajar a ellas demuestra que all¨ª s¨®lo se puede entrar por dos motivos: hambre o subsistencia. Lo cuentan las caras de los que suben.
El ya m¨ªtico cerro de Potos¨ª est¨¢ a casi 5.000 metros de un lugar que roba el ox¨ªgeno a cada paso y en el que avanzar un metro resulta una proeza por la falta del mismo. Las ratoneras donde se introducen los hombres para buscar lo que les niega la tierra est¨¢n en una monta?a ya medio exhausta que una vez dej¨® de dar plata, dio esta?o. El cerro est¨¢ agujereado por 5.000 t¨²neles, y todos los d¨ªas vomita hombres que al final del d¨ªa, si han tenido suerte y encontrado mineral, descender¨¢n de ese infierno que casi toca los cielos con su mita, el jornal de la mina, como se conoce a la paga desde el tiempo de los incas.
De entre todas las minas, Siglo XX, en la regi¨®n de Potos¨ª, con 7.000 mineros asociados a sus cuatro cooperativas, con las que opera, es la que mejor ejemplariza el devenir de la miner¨ªa andina. "Sus obreros han sufrido las condiciones de trabajo inhumanas impuestas por Pati?o (amo durante muchos a?os de la miner¨ªa boliviana); los salarios de hambre de la miner¨ªa nacionalizada y cinco masacres perpetradas por diferentes dictaduras intentaron acallar su voz", explica Tom¨¤s Abella. El trabajo empieza a las siete de la ma?ana. Antes de entrar en ellas, los hombres compran en los puestos cercanos una espesa sopa de cacahuete que les sirve de energ¨ªa para las 10 horas que pasan enterrados bajo tierra, sin seguridad f¨ªsica y, lo peor, sin la certeza de cobrar: si no hay esta?o, no hay jornal. De ah¨ª uno de los ¨²ltimos problemas entre ellos: los robos por el mineral que arrancan casi con las manos de la madre tierra iluminados con l¨¢mparas de carburo. A la mina entran en cuadrillas y acompa?ados siempre de una bolsa con coca para mascar, imprescindible para el minero porque mitiga el cansancio, el mal de altura (soroche), el hambre y la sed. Quita hasta las penas, dicen. Pero magias aparte, las bolas de coca (el akulliku, en quechua) que mastican durante horas expulsan un jugo que poco a poco, y tras una lenta ingesti¨®n, adormece la mejilla y la lengua. Pero adem¨¢s de distraer el hambre, esta compa?era de todos los habitantes pobres de las alturas de Bolivia tiene tambi¨¦n un car¨¢cter sagrado imprescindible en los rituales religiosos y sociales. De ah¨ª otro de los conflictos entre las instituciones y los ciudadanos, entre ese divorcio entre la pol¨ªtica y el pueblo cuando el Gobierno quiso erradicar el cultivo de coca, ancestral, parte de la historia ind¨ªgena de los bolivianos.
Los mineros cargan tambi¨¦n con dinamita, para reventar las vetas de mineral, y con un martillo, sus l¨¢mparas y un cincel. El ¨²nico vestigio de modernidad de Siglo XX es un montacargas que desciende hasta 720 metros. Ah¨ª, en ese infernal centro de la Tierra a m¨¢s de 50 grados, se est¨¢ m¨¢s cerca de cobrar la paga de los lugares ricos en mineral, los m¨¢s inaccesibles. La excursi¨®n por el pan no acaba ah¨ª. Desde ese punto hay que arrastrarse unos 200 metros m¨¢s por t¨²neles de 60 cent¨ªmetros de di¨¢metro. Salen exhaustos, vomitando miedo en sus miradas, desfigurados, cubiertos de polvo: el mismo que taladra sus pulmones, el responsable de la silicosis que acaba mat¨¢ndoles. ?sa es Bolivia en 2005, muy parecida a la que retrataba Eduardo Galeano en 1971, en Las venas abiertas de Am¨¦rica Latina: "Aspirando aquel aire espeso -humedad, gases, polvo, humo-, uno pod¨ªa comprender por qu¨¦ los mineros pierden en pocos a?os los sentidos del olfato y el sabor. Todos masticaban, mientras trabajaban, hojas de coca con ceniza, y esto tambi¨¦n formaba parte de la obra de aniquilaci¨®n, porque la coca, como se sabe, al adormecer el hambre y enmascarar la fatiga, va apagando el sistema de alarmas con que cuenta el organismo para estar vivo. Pero lo peor era el polvo". Treinta y cinco a?os m¨¢s tarde, y a pesar de las revueltas populares, la situaci¨®n es similar, y las estad¨ªsticas cuentan que a los 10 a?os de trabajo continuado empiezan a enfermar y que la esperanza de vida de un minero boliviano es de 40 a?os.
Otra figura m¨ªtica cercana a las minas son las palliris, las mujeres, las viudas de los muertos bajo la tierra a las que les conceden el privilegio de poder mantenerse recogiendo las rocas que los hombres desechan una vez salen de los t¨²neles del submundo andino. Es la ley de la mina, que, entre otras normas, reconoce el m¨¦rito del minero muerto concediendo el derecho a ejercer este oficio. Cargadas tambi¨¦n con sus bolsas de hojas de coca para echarse a la boca y con el ni?o a la espalda, constantemente agachadas, soportan el fr¨ªo, el calor y la altura a la intemperie, seis d¨ªas a la semana, 10 horas diarias. Su trabajo: escarbar entre las rocas, desmenuzar las piedras con sus manos y alg¨²n martillo tambi¨¦n desmenuzado en busca de minerales. Ellas no pueden entrar a la mina: est¨¢ prohibido; a ellas s¨®lo se les permite rastrear las faldas de la monta?a. No deben entrar porque cuentan que dan mala suerte.
El origen de este mito viene del T¨ªo, un dios de la mina que representa al diablo al que los mineros profesan absoluta devoci¨®n. Este demonio -con cuernos, un enorme pene erecto, y bigote y barba (en honor a los colonizadores que llegaron a Potos¨ª en busca de la plata; los ind¨ªgenas son barbilampi?os)- esconde lo mejor de la tierra, sus ricos minerales, de las mujeres. Por eso en la mina no las quieren ver y tratan de contentar a su dios con fiestas y alboroto. Y para que el esp¨ªritu del T¨ªo no decaiga, todos los martes y el ¨²ltimo viernes de cada mes, los hombres celebran con ¨¦l una fiesta a base de cigarros, alcohol y hojas de coca. No es m¨¢s que un rito, una leyenda valorada y practicada por una mayor¨ªa, y menospreciada por otros, los poderosos y blancos de occidente, los ricos de la ciudad de Santa Cruz, ajenos al mundo ind¨ªgena.
"Tradicionalmente, lo ind¨ªgena se ha considerado como un s¨ªmbolo del retraso, de un pasado arcaico e irracional que hab¨ªa que cambiar y modernizar. Por eso se rechazaba, y porque adem¨¢s representaba a lo pobre, a un mundo contrario al progreso", afirma Daniel Oliva, profesor de la Universidad Carlos III y asesor jur¨ªdico del Programa Ind¨ªgena de la Agencia Espa?ola de Cooperaci¨®n Internacional. Y en este punto surge otra de las fricciones de Bolivia, el de las dos miradas y dos mundos: el de los ind¨ªgenas y su visi¨®n del mundo, y el de la oligarqu¨ªa de cultura occidental de clara econom¨ªa de mercado que reclama tambi¨¦n su hecho diferencial.
Y si son diferentes en lo ¨¦tnico y cultural, tambi¨¦n lo son en lo econ¨®mico. La brecha, seg¨²n el Instituto Nacional de Estad¨ªstica de Bolivia, entre los departamentos con mayor y menor pobreza (Potos¨ª y Santa Cruz, respectivamente), es de 41,7 puntos porcentuales. En la rica ciudad, s¨®lo el 38% de sus habitantes son pobres, seg¨²n rezan las cifras.
"En los ¨²ltimos 20 a?os, los ind¨ªgenas han tomado conciencia de que el Estado les ha dado la espalda desde su fundaci¨®n. Ya no son los ind¨ªgenas sometidos; ahora est¨¢n organizados, y son conscientes de que no basta con que el Estado se reconozca como multicultural y multi¨¦tnico: piden la refundaci¨®n de un Estado que no les de la espalda y, contagiados por los efectos de la globalizaci¨®n, piden reformas pol¨ªticas, sociales y culturales. Y es que, adem¨¢s, en Bolivia son mayor¨ªa", recalca Daniel Oliva.
Hoy el pueblo ind¨ªgena exige que sus derechos colectivos se hagan realidad; reclaman unos derechos territoriales hist¨®ricos que, de aplicarse, tropezar¨ªan con el propio concepto de Estado, ya que, como primer problema, se encontrar¨ªa con la limitaci¨®n geogr¨¢fica de Bolivia -la salida al mar, por ejemplo-. Plantean tambi¨¦n los derechos del suelo y se preguntan por la propiedad de la riqueza del subsuelo. Hablan tambi¨¦n de autogobierno y autodesarrollo, conceptos en clara contradicci¨®n con el sistema establecido y motivo muchas veces de la demonizaci¨®n de estos movimientos.
Y de nuevo, ese choque entre esos dos mundos puede hacer sangrar a Bolivia. "Algunos cruce?os [ciudadanos de Santa Cruz] llegan a decir que si los indios controlan el pa¨ªs ir¨ªan a la segregaci¨®n: no lo admitir¨ªan", apunta Manuel G¨®mez Gal¨¢n, director de Cideal, una ONG que lleva trabajando en Bolivia m¨¢s de diez a?os. Para G¨®mez Gal¨¢n, el problema es la colisi¨®n del altiplano ind¨ªgena, reivindicativo y estatalista -y su forma de ver el mundo, con su pachamana, su madre naturaleza, en el centro de su universo-, contra una burgues¨ªa dominante deseando ser parte de la globalizaci¨®n econ¨®mica que no entiende ni sabe de ind¨ªgenas.
Esa falta de entendimiento explica, por ejemplo, el malestar de los bolivianos con la pol¨ªtica exterior y con sus gobernantes, que han llevado a que desde fuera se dicte cu¨¢nta coca puede producir el pa¨ªs. Porque la coca en Bolivia es un cultivo netamente ind¨ªgena y parte de su cultura, un rito muy anterior e independiente al surgimiento de uno de los negocios m¨¢s lucrativos del mundo, el del comercio y producci¨®n de la coca¨ªna.
Pero lo cierto es que hoy, empujados por el hambre, parte de los desheredados de Bolivia ha abandonado el subsuelo boliviano para pasar al submundo del narcotr¨¢fico. La nueva mina est¨¢ en la selv¨¢tica regi¨®n de Chapare, que a partir de la d¨¦cada de los ochenta empez¨® a recibir a campesinos pobres de Chuquisaca, Oruro y Potos¨ª, y a dar trabajo a miles de campesinos. Los planes gubernamentales para incentivar los cultivos l¨ªcitos y alternativos han fracasado: la hoja de coca sale en aviones desde cualquier punto y no sufre las fluctuaciones de precios internacionales del caf¨¦ o el t¨¦. En su contra, los cultivos legales no cuentan con esas ventajas.
La c¨¢rcel de San Antonio, en Cochabamba, la ciudad m¨¢s pr¨®xima a El Chapare, ten¨ªa originalmente capacidad para 70 reclusos, pero en ella viven unos 350 presos, casi todos campesinos, casi todos encerrados por delitos de narcotr¨¢fico en un pa¨ªs que castiga la producci¨®n excedentaria de la hoja de coca (permite un uso interno). Son desertores del arado y la mina que trabajan como jornaleros en el proceso de transformaci¨®n de la hoja de coca en pasta base. La sever¨ªsima legislaci¨®n boliviana contra las drogas, la Ley 1.008, deja al arbitrio de los organismos represivos la confiscaci¨®n de la hoja de coca, presumiendo la culpabilidad de sus productores y comercializadores. "La Ley 1.008 conculca los derechos fundamentales de los bolivianos reconocidos en la Constituci¨®n; el principio de la presunci¨®n de inocencia, base fundamental de un Estado de derecho, se ignora t¨¢citamente. Cualquier boliviano es susceptible de ser acusado de narcotraficante hasta que se demuestre lo contrario". Son palabras del propio juez de vigilancia de Cochabamba.
Chocan las formas de ver la vida, las formas de solucionarla. El tema de las drogas es una muestra. As¨ª, mientras el Gobierno presentaba el a?o pasado su Estrategia de Lucha contra el Tr¨¢fico Il¨ªcito de Drogas (2004-2008), con un presupuesto de 969.438.000 d¨®lares, los campesinos se rebelaban contra el mismo. Frente a la estrategia estatal, los productores de coca expresaban su total rechazo a lo que ellos denominaban una "maniobra manipuladora y chantajista" que condiciona el gasto p¨²blico -que, de manera obligatoria, el Gobierno deber¨ªa hacer en la zona invirtiendo en caminos, salud, educaci¨®n?- a la eliminaci¨®n de cocales y divid¨ªa a la organizaci¨®n campesina.
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