Carr o la historia como arte
En abril de 1975, Raymond Carr comentaba en The Times Literary Supplement que, si se paseaba por las Ramblas de Barcelona, "en todos los puestos de libros veremos obras de historia contempor¨¢nea, especialmente sobre la II Rep¨²blica y la Guerra Civil". Algunas le parec¨ªan oportunistas; otras, meros "ejercicios en subcultura marxista", pero otras eran obras serias, inconcebibles antes de la apertura de los a?os sesenta. Carr pensaba que la historia contempor¨¢nea se hab¨ªa convertido en una obsesi¨®n y que un aluvi¨®n de libros ven¨ªa a colmar el vac¨ªo de tantos a?os en los que asomarse a los siglos XIX y XX estaba excluido entre los historiadores espa?oles. Espa?a, escribir¨¢ a prop¨®sito de La cultura bajo el franquismo, editado en 1977 por Josep M. Castellet, experimenta "un proceso de autoexamen, obsesivo en su intensidad, que se manifiesta en una pl¨¦tora de encuestas de opini¨®n y en una avalancha de libros".
EL ROSTRO CAMBIANTE DE CL?O. ESPA?A, GRAN BRETA?A
Raymond Carr
Traducci¨®n de Eva R. Halffter
Biblioteca Nueva y Fundaci¨®n Jos¨¦ Ortega y Gasset
Madrid, 2005
894 p¨¢ginas. 48 euros
De buena parte de ¨¦sa y de las sucesivas avalanchas se ocupa Raymond Carr en esta, por todos los conceptos, excepcional recopilaci¨®n de cr¨ªticas de libros y ensayos breves sobre historia de Espa?a, pero tambi¨¦n sobre los m¨¢s diversos temas relacionados con la historia de Gran Breta?a y de Am¨¦rica Latina y, no menos importante, sus historiadores y literatos preferidos. Admirable por la amplitud y rica diversidad de los temas que caen bajo su mirada, no lo es menos por la agudeza de la cr¨ªtica, el gusto por el detalle, el ingenio del trazo, la directa manifestaci¨®n de las discrepancias, y la intromisi¨®n personal que le permite dar cuenta del libro, retratar al autor y revivir detalles de su propia biograf¨ªa en la misma pieza. Maestro del relato hist¨®rico, Carr se muestra aqu¨ª, para disfrute de sus lectores, como artista consumado de un tipo de cr¨ªtica que instruye a la par que divierte.
Instruir deleitando: tal es la lecci¨®n de los historiadores por los que Carr siente mayor atracci¨®n. Enemigo declarado de aquellos a los que Edmund Burke tach¨® de "sofistas, economistas y calculadores", a Carr le horrorizan las terribles simplificaciones que plagan la psicohistoria y no puede soportar la sociolog¨ªa retrospectiva. Desde?oso de marcos conceptuales, sean funcionalistas, sean "marxistas residuales que han enunciado el descubrimiento de estructuras", lamenta dos de los principales legados de la escuela francesa de Annales: el menoscabo de la historia narrativa y la tentaci¨®n de convertir la historia en una acumulaci¨®n de temas de moda. Por todo eso, cada vez que la ocasi¨®n se presenta, se manifiesta en estos ensayos como ap¨®stol del retorno a los maestros que consideran la historia como un arte, inmune a la tentaci¨®n de las "frusler¨ªas sobre que sea una ciencia social". Para ¨¦l, la historia es la respuesta po¨¦tica al pasado macerada en un juicio certero.
Con esa visi¨®n de la historia pod¨ªa haber incurrido en el conocido sesgo del viajero rom¨¢ntico, perdurable entre brit¨¢nicos. Ten¨ªa quiz¨¢ todas las papeletas para haber sido un nuevo Gerald Brenan o un Richard Ford redivivo, no porque Espa?a se situara dentro del c¨¦lebre tour, sino porque, como ellos, se sinti¨® fuertemente atra¨ªdo por el singular car¨¢cter de los espa?oles con los que entr¨® en contacto all¨¢ por 1950, cuando viaj¨® a Espa?a como historiador reci¨¦n casado.
Pero algo instintivo le hac¨ªa repugnante lo que en los dem¨¢s era motivo de entusiasmo: Carr nunca comprendi¨® que alguien alabara la pobreza como condici¨®n de la vitalidad; o que considerara que la felicidad consist¨ªa en mantenerse aislado de los adelantos propios de la modernidad. Espa?a pobre, hambrienta, aislada, no se le apareci¨® entonces como algo excepcional sino como v¨ªctima de un atraso. La tesis de la excepcionalidad, de raigambre rom¨¢ntica, cedi¨® ante la visi¨®n f¨ªsica del atraso: un pa¨ªs como los dem¨¢s, era sin embargo mucho m¨¢s pobre, con un Estado sin Hacienda.
El Estado: esa es la cuesti¨®n. En el momento en que Espa?a pudiera dotarse de un Estado, la presunta excepcionalidad de los espa?oles se deshar¨ªa como un azucarillo. De esa convicci¨®n surgi¨® su dedicaci¨®n al estudio de la pol¨ªtica espa?ola, tan originalmente interpretada en su cl¨¢sico Spain, 1808-1936, un libro varias veces reeditado y que todav¨ªa hoy cumple los dos requisitos para elevar a su autor a la categor¨ªa de sus admirados maestros: instruye y entretiene. ?se es, por as¨ª decir, el Raymond Carr que nos resulta m¨¢s familiar, el m¨¢s conocido y visitado, el impulsor de una de las m¨¢s definidas y productivas escuelas de historiadores, la que se form¨® a su vera en el Oxford de los a?os sesenta y setenta y de la que ha salido una nueva visi¨®n, hoy ya consolidada, de la pol¨ªtica espa?ola desde la revoluci¨®n liberal a la Guerra Civil.
Pero hay otro Carr, no tan conocido del lector espa?ol, el autor de decenas de cr¨ªticas de libros en The Spectator, The New York Review of Books o The Times Literary Suplement. Es en ellas donde brilla el curioso insaciable, el lector de Mart¨ª y de Fitzgerald, el amigo de Nicholas Mosley -que tuvo serios problemas de tartamudez debidos, seg¨²n cre¨ªa, a haber sido amamantado por un ama de leche muy aficionada a la ginebra- y de A. J. P. Taylor -que le retir¨® el saludo despu¨¦s de gritar en un homenaje: nuestro m¨¢ximo historiador, cuando Carr se refer¨ªa a ¨¦l como nuestro gran historiador-; es tambi¨¦n el cr¨ªtico de Harold Bloom -como historiador dedicado a la reconstrucci¨®n imaginativa del pasado, la sublimidad no es lo m¨ªo, le dice- o de Hugh Thomas -escritor brillante, si bien en ocasiones descaminado en sus juicios-.
Un Raymond Carr, en fin, que ha destapado en estas rese?as y ensayos sobre lo divino y lo humano el tarro de sus esencias para mostrarse en toda su brillantez, reconstruyendo imaginativamente su propia biograf¨ªa con el prop¨®sito de instruir deleitando.
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