Una ciudad propia
Hace unas semanas viaj¨¦ a Mosc¨² y bat¨ª un r¨¦cord mundial: en s¨®lo cuatro d¨ªas me robaron dos veces. Nunca me hab¨ªan robado, as¨ª que pronto llegu¨¦ a la conclusi¨®n de que me hallaba bajo el influjo de un maleficio; tambi¨¦n me acord¨¦ de Pablo Neruda -quien aseguraba que una de las condiciones necesarias para sentir como propia una ciudad ajena es que te roben en ella-, y no pude evitar sentir como propia la ajena ciudad de Mosc¨².
Todo empez¨® en el aeropuerto de Sherem¨¦tievo, mientras mis anfitriones -Tatiana Pigariova y V¨ªctor Andresco- me conduc¨ªan por la carretera de Leningrado hacia el hotel Rusia, en el centro de la ciudad, frente al Kremlin y la catedral de San Basilio, donde iba a alojarme. Con el cerebro saturado de historias sobre la mafia rusa, les pregunt¨¦ si Mosc¨² es una ciudad segura. "Claro", se rieron al un¨ªsono. "Es la ciudad m¨¢s segura de Europa". A la ma?ana siguiente me robaron por primera vez. Fue en el cementerio de Novodi¨¦vichi, adonde Tatiana -autora de un libro indispensable para cualquiera que visite la ciudad: Autobiograf¨ªa de Mosc¨²- me llev¨® para contarme la historia de Rusia a trav¨¦s de la historia de los hombres ilustres que est¨¢n enterrados all¨ª, una historia tan absorbente que ni siquiera me di cuenta de que un ratero me met¨ªa la mano en la chaqueta y se llevaba mi cartera. De golpe me vi sin dinero, sin tarjetas de cr¨¦dito, sin documentos; de golpe me sent¨ª feliz. Al cabo de dos d¨ªas volvieron a atracarme. En esta ocasi¨®n no se trat¨® de una simple sustracci¨®n: se trat¨® de una obra maestra del arte del robo. Todo ocurri¨® a una velocidad de v¨¦rtigo. Bajaba yo desde la plaza Roja hacia el hotel Rusia con esa cara de atontados que se nos pone cuando somos felices en una ciudad extra?a; delante de m¨ª caminaba un hombre; m¨¢s adelante, otro. A este ¨²ltimo, de improviso, se le cay¨® al suelo algo: era un fajo exagerado de d¨®lares. El hombre que iba ante m¨ª recogi¨® el fajo, llam¨® al otro hombre; ¨¦ste se dio la vuelta y, descompuesto y sudoroso, volvi¨® sobre sus pasos, cogi¨® el fajo, nos dio las gracias a los dos -como si yo tambi¨¦n le hubiera devuelto su dinero- y sigui¨® su camino. Ah¨ª est¨¢, pens¨¦; pens¨¦ que una cantidad de dinero as¨ª, en efectivo, s¨®lo pod¨ªa llevarla encima un mafioso; pens¨¦ que al tipo le aguardaba don Vito Corleone, y que, si aparec¨ªa sin el dinero, don Vito le iba a convertir en hamburguesas; comprend¨ª el tama?o de su gratitud. En ese momento, el tipo volvi¨® a darse la vuelta, volvi¨® otra vez hacia nosotros y, m¨¢s descompuesto y m¨¢s sudoroso que antes, nos grit¨® en ingl¨¦s que le faltaba dinero. Sin duda imaginando que en cualquier momento el mafioso pod¨ªa sacar un arma, el hombre que le hab¨ªa devuelto el dinero le entreg¨® su cartera, para que se cerciorara de que no le hab¨ªa robado; por mi parte, yo le entregu¨¦ el fajo de billetes que llevaba encima, producto de un sablazo infligido a mis anfitriones. Cuando hubo comprobado que no le hab¨ªamos quitado su dinero, el mafioso nos devolvi¨® la cartera y el dinero y se march¨®, y mi compa?ero y yo nos separamos despu¨¦s de comentar entre risas la desgracia del mafioso. Horas m¨¢s tarde advert¨ª que me faltaban casi todos los billetes del fajo que le hab¨ªa entregado al mafioso y comprend¨ª que los dos hombres estaban conchabados en el timo; pens¨¦ que ¨¦ste hab¨ªa sido un prodigio de sincronizaci¨®n y puesta en escena s¨®lo atribuible a dos grandes actores en paro del teatro Bolsh¨®i; pens¨¦ que se hab¨ªan ganado con creces el bot¨ªn y, a solas, en la habitaci¨®n del hotel, me puse a aplaudir.
Eso no fue todo. Omito que en mis cuatro d¨ªas moscovitas corr¨ª un serio riesgo de perecer cuando un taxista improvisado -un jovencito imberbe que conduc¨ªa ebrio y sin permiso de circulaci¨®n un coche antediluviano- a punto estuvo de embestir una ambulancia conmigo como pasajero; tambi¨¦n omito que en el taxi de vuelta a Sherem¨¦tievo, el ¨²ltimo d¨ªa de mi estancia en la ciudad, tuve la certeza absoluta de que el taxista me estaba secuestrando cuando se desvi¨® de la carretera de Leningrado y, para evitar el atasco matutino, se intern¨® por una estrecha carretera de monta?a excavada de baches y asfixiada entre bosques frondosos. No omito que fue en el aeropuerto donde lo entend¨ª todo. All¨ª, entristecido por el final del viaje, le¨ª en Autobiograf¨ªa de Mosc¨² que el hotel Rusia, gigantesco adalid de los hoteles sovi¨¦ticos, es un lugar maldito: desde 1967, a?o en que fue inaugurado, se han declarado en ¨¦l cuatro incendios, en uno de los cuales murieron 42 personas; la incurable superstici¨®n de los moscovitas atribuye este rosario de cat¨¢strofes -que en 1997 llevaron a los propietarios a distribuir iconos por todas las dependencias del hotel- al hecho de que bajo los cimientos de ¨¦ste desapareci¨® un barrio entero del Mosc¨² medieval, en el que se hallaba la iglesia de Nicol¨¢s Mojado, santo protector contra el fuego? As¨ª que mientras esperaba el avi¨®n de vuelta a casa di gracias al cielo por no haber provocado ning¨²n incendio, y me acord¨¦ de Neruda, y pens¨¦ que el maleficio del hotel Rusia se hab¨ªa trocado para m¨ª en un beneficio, porque hab¨ªa convertido Mosc¨² -la ciudad m¨¢s extrema y chiflada de Europa, y una de las m¨¢s hermosas- en una casa para siempre.
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