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[15] MALOS DE LA HISTORIA

El amante en serie

Don Juan, tenorio y burlador de Sevilla, que por estos apellidos se le conoce, naci¨® de la pluma de Tirso de Molina, pero su fama de malvado traspas¨® fronteras. Seductor de mujeres, mentiroso, vil, la figura de este personaje libresco y genuinamente espa?ol provoca admiraci¨®n y rechazo a partes iguales.

Vicente Molina Foix

Don Juan es el ¨²nico malo de la historia al que los hombres no recriminan, aunque en ocasiones le manden al infierno. Como otros grandes personajes de ficci¨®n cuya realidad prevalece sobre el tiempo carnal de los humanos, Don Juan ha producido no s¨®lo numerosas secuelas, sino la gloria de un sustantivo propio, acompa?ado de la correspondiente bater¨ªa de calificativos y verbos. En esa nomenclatura, es muy distinto ser un quijote que un rastignac, una celestina que un otelo, y tampoco tienen la misma resonancia moral el bovarismo, la duda hamletiana y la fijaci¨®n ed¨ªpica. Ser un donju¨¢n es deleznable y dulce, peligroso, escabroso, morboso, y ning¨²n individuo, por firme que sea su monogamia o r¨ªgida su conciencia, escapa al menos a la tentaci¨®n de so?arse un conquistador infinito. ?Y las mujeres? ?Le odian todas por su incumplimiento sentimental, por sus atropellos y embustes, o hay en muchas de las que han sido v¨ªctimas del donjuanismo una secreta delicia, un v¨¦rtigo arrebatador ante la llegada a su alcoba de un hombre tan potente, tan sol¨ªcito, tan experimentado? Luego hablaremos de los posibles s¨ªndromes de Estocolmo generados por este fenomenal raptor, de las Do?a Elvira y las Do?a In¨¦s, y de la trascendencia de un personaje cuyo constante ¨¦xito de p¨²blico en todas las taquillas y prensas y cavilaciones se basa en el hecho de que seduce f¨ªsicamente a las mujeres, pero mentalmente atrae a los hombres. Antes, un poco de historia y de patria.

Como el Doctor Fausto, como Medea, como El idiota de Dostoievski, Don Juan nunca tuvo una biograf¨ªa precisa antes de su existencia literaria, si bien el mundo sigue produciendo faustos, medeas, michkins e inagotables donjuanes. Lo curioso es que el personaje de Don Juan sea tan originalmente espa?ol. Hace cien a?os, el asunto de su denominaci¨®n de origen a¨²n despertaba recelos y consum¨ªa muchas energ¨ªas entre los fil¨®logos europeos, siendo el escritor y erudito gallego V¨ªctor Said Armesto quien con m¨¢s convicci¨®n neg¨® la existencia de un supuesto precedente italiano a la obra de Tirso de Molina; desde entonces parece indiscutible que el burlador fundacional es el Don Juan Tenorio convertido por Tirso en protagonista de su drama tr¨¢gico ?Tan largo me lo fi¨¢is? y de su posterior (y muy superior) remake El burlador de Sevilla y convidado de piedra (escrito en torno a 1620 y estrenado por la compa?¨ªa de Roque de Figueroa). Fue el mismo Said Armesto quien recogi¨® en su libro La leyenda de Don Juan una amplia colecci¨®n de romances populares que, junto a otras f¨¢bulas y relatos inmemoriales, habr¨ªan sido la inspiraci¨®n directa de Tirso de Molina y, por consiguiente, de todos los escritores que a ¨¦l le copiaron. De esos romances de tradici¨®n oral, tal vez el m¨¢s hermoso es el que Juan Men¨¦ndez Pidal, hermano mayor de don Ram¨®n, tom¨®, a¨²n vivo en la segunda mitad del siglo XIX, de una anciana del pueblo leon¨¦s de Riello, y que comienza as¨ª:

Pa misa diba un gal¨¢n, caminito de la iglesia;

no diba por o¨ªr misa ni pa estar atento a ella,

que diba por ver las damas, las que van guapas y frescas.

En el medio del camino encontr¨® una calavera,

mir¨¢bala muy mirada, y un gran puntapi¨¦ le diera;

arrega?aba los dientes como si ella se riera.

-Calavera, yo te brindo esta noche a la mi fiesta.

-No hagas burla, caballero; mi palabra doy por prenda.

Aparecen, como se ve, en la copla leonesa los motivos del buscador de guapas mujeres, el desaf¨ªo al esqueleto y la invitaci¨®n a cenar aceptada por el muerto, aunque Tirso (bas¨¢ndose seguramente en escenas similares de Lope de Vega y otros dramaturgos espa?oles del XVII) transforma la calavera parlante en estatua sepulcral. Sin embargo, la mayor¨ªa de tales romances hisp¨¢nicos y otros del mismo tema diseminados por el resto de Europa son de final feliz, tienen un reducido trasiego er¨®tico y un arrepentimiento del galanteador que evita el castigo mortal. ?Acentu¨® nuestro fraile mercedario el cinismo y la depredaci¨®n de su tenorio ("el mayor / gusto que en m¨ª puede haber / es burlar una mujer / y dejalla sin honor") no s¨®lo para hacer m¨¢s edificante y dogm¨¢tico el escarmiento, sino tambi¨¦n por vengar al g¨¦nero femenino? Las comedias y dramas de Tirso ofrecen una galer¨ªa de protagonistas intr¨¦pidas, independientes y desenvueltas incomparable en el Siglo de Oro, y la leyenda (tambi¨¦n las hay en la historiograf¨ªa literaria) dice que esta llamativa caracterizaci¨®n protofeminista del autor se deb¨ªa a la experiencia de escuchar en el confesionario a tantas mujeres maltrechas por los hombres y decepcionadas.

Lo cual nos devuelve al asunto del espa?olismo del tenorio. Tirso cre¨® la estirpe de Don Juan, bautiz¨¢ndolo literalmente ("?Qui¨¦n soy? Un hombre sin nombre", contesta el burlador a la burlada Isabela en uno de los primeros versos del drama), pero el personaje nunca ha dejado de obsesionar antropol¨®gicamente a nuestros escritores, tanto a los que tratan de desactivarlo por medio de la l¨ªrica, la cr¨ªtica o el sarcasmo (Azor¨ªn, Ramiro de Maeztu, Torrente Ballester) como a quienes se suman con fogoso talento a la leyenda: en particular Zorrilla y Espronceda. Habr¨ªa que pasar del romanticismo a la edad moderna para que el conquistador sin escr¨²pulos deje de rendir con su vida el tributo a sus desmanes. Pero siempre se advierte, entre las acusaciones de psicopat¨ªa y los anatemas morales, un mal disimulado enorgullecimiento patri¨®tico, una adhesi¨®n viril al gran desalmado. "Tiene que es de nuestra tierra / el tipo tradicional", escribi¨® Zorrilla en unas chispeantes redondillas incluidas en sus memorias, incluy¨¦ndose ¨¦l entre los c¨®mplices: "Pues todos los espa?oles / nos la echamos de tenorios".

Con menos descaro, m¨¢s floridamente, tambi¨¦n el citado Said Armesto refleja esa corriente de ¨ªntima solidaridad cuando, despu¨¦s de preguntarse si es que hay alg¨²n bebedizo peculiar que produzca en el alma espa?ola la simpat¨ªa por el burlador, responde ¨¦l mismo: "Es innegable que esta airosa figura, que lleva en sus fascinadores ojos brasas y ponzo?as del infierno y en sus labios malignos sonrisas y florescencias de mayo, se presenta ante nosotros como la expresi¨®n individual de toda una ¨¦poca, como s¨ªmbolo y cifra de una generaci¨®n emprendedora, de instintos bullangueros y d¨ªscolos, de orgullo ind¨®mito, de potentes arrestos para la acci¨®n, para la guerra, para el libertinaje, h¨¢bil en urdir las tramas del galanteo y eternamente ¨¢vida de apurar los encantos de la vida con esa hermos¨ªsima demencia de la juventud".

La diablura y la juerga inacabable. El requiebro, la chuler¨ªa, la hermosa y loca juventud creadora. ?Una tipolog¨ªa del espa?ol eterno? Menos mal que tambi¨¦n tenemos la voz cient¨ªfica, el doctor Mara?¨®n y el doctor Lafora, dos aguafiestas de la vanidad nacional. Las argumentaciones de Mara?¨®n son muy conocidas, y han sentado, por as¨ª decirlo, jurisprudencia sociocultural; Don Juan (que el m¨¦dico y pol¨ªgrafo personifica destacadamente en el conde de Villamediana, un malo genial y bien real) esconde en su vertiginoso af¨¢n de seducci¨®n una indeterminaci¨®n adolescente, tal vez propia de un temperamento homosexual: "Ama a las mujeres, pero es incapaz de amar a la mujer". Ahora bien, sentencia Mara?¨®n, el famoso burlador de Sevilla, "nacido al mundo de la leyenda en Espa?a, apenas tiene nada de espa?ol", aunque lo sea el resplandor que rodea a su figura, ligado al t¨®pico de las noches andaluzas, las callejuelas angostas, las rejas, las macetas, los caballeros embozados y ese "Dios, irritado o misericordioso, que se aparece, con naturalidad milagrosa, ante los ojos de los espa?oles, inaccesibles al asombro de lo sobrenatural". Para el doctor Mara?¨®n, el personaje donjuanesco no tiene arraigo en la psicolog¨ªa del hombre espa?ol, definido, si hubiera que buscar un rasgo caracter¨ªstico, por la primac¨ªa del honor; El m¨¦dico de su honra, de Calder¨®n de la Barca, ser¨ªa nuestro prototipo racial.

No tan difundidas como las de Mara?¨®n, pero no por ello menos agudas, son las reflexiones del doctor Gonzalo R. Lafora, un eminente sabio republicano, disc¨ªpulo de Ram¨®n y Cajal y fundador, junto a Ortega y Gasset y Jos¨¦ Mar¨ªa Sacrist¨¢n, de la revista Archivos de Neurobiolog¨ªa. Lafora sit¨²a a Don Juan en un cuadro de an¨¢lisis neuropsiqui¨¢trico: infantiloide (desea todos los juguetes y de todos se cansa), hist¨¦rico en la variabilidad de sus pulsiones, trashumante y perpetuamente insatisfecho, su hipererotismo pol¨ªgamo hace de ¨¦l -m¨¢s que un hombre dotado de ¨®rgano sexual- un ¨®rgano sexual conductor de un hombre. Esos rasgos patol¨®gicos, aun identificados y sufridos, no siempre producir¨ªan rechazo; hay mujeres comprensiblemente atra¨ªdas por el extraordinario dinamismo sexual de Don Juan, por su fama de amante, una mala fama que anuncia momentos de ¨¦xtasis y escalofr¨ªo.

Car¨¢cter masculino universal antes que emanaci¨®n del inveterado machismo hisp¨¢nico, el tenorio abre una corriente de afirmaci¨®n amoral que desborda el cauce de la mera guerra entre los dos sexos. De ah¨ª las preguntas inmediatas: ?es tan vil Don Juan? ?Pretende con su c¨ªnica perversidad hacer da?o a las seducidas, o se trata m¨¢s bien de un desestabilizador de las emociones, las certezas, las instituciones, el orden establecido? Don Juan, seg¨²n lo veo yo, es un hombre sin capacidad alguna de expresi¨®n sentimental, un coleccionista de arrebatos, un deconstructor de mujeres, colocadas como trofeos fugaces en la vitrina de su prodigiosa fisiolog¨ªa; tambi¨¦n un gran mentiroso que utiliza constantemente el disfraz y la falsificaci¨®n. Todo ello puede sintetizarse en un concepto, el de la infidelidad militante. Don Juan Tenorio se deleita especialmente en las mujeres casadas, las noches de bodas ajenas y las doncellas prometidas en matrimonio, no ya a un novio formal, sino al mism¨ªsimo Esposo M¨ªstico. El donjuanismo ha tenido siempre un matiz antisacramental, irreligioso, y de ah¨ª que el personaje titular alcance el paroxismo del gozo saltando las tapias de los conventos, deslizando mensajes de amor por una torna o arrebatando a caballo a las novicias ilusas.

Por encima de esta radical poligamia y odio al compromiso matrimonial y paternal (?se imagina alguien al tenorio acunado por una madre tierna, o acunando ¨¦l a un beb¨¦ en sus brazos?), su infidelidad es m¨¢s general y profunda. Por tal raz¨®n, no por su hipererotismo (capaz de despertar, ya lo hemos dicho, nuestra envidia, nuestra curiosidad o nuestro perd¨®n), s¨ª estamos ante un personaje de innegable vileza. Don Juan es el hombre que no se casa con nadie, al margen del sentido nupcial de la frase; alguien que no se compromete con nadie, que no es fiel a nadie, que no cumple ninguna promesa, que no respeta ninguna amistad o lealtad, que no atiende a ning¨²n v¨ªnculo, y cuya propia esencia es la negaci¨®n de los principios mediante los que los seres humanos nos entendemos y soportamos unos a otros.

Tanteada la naturaleza, la conducta y el lugar de nacimiento del burlador, y teniendo en cuenta a Corpus Barga, que dijo que Don Juan no es un hombre natural, sino "un prejuicio literario", es el momento de detenerse en algunas de las encarnaciones del personaje, consider¨¢ndolo en sus actos y sus palabras como persona que hubiera pasado por este mundo o al menos pudo existir. Aunque la competencia es dura (Goldoni, Byron, Hoffmann, Pushkin, P¨¦rez de Ayala, Max Frisch), mis donjuanes predilectos son los de Espronceda y Zorrilla, el de Da Ponte con Mozart, y tres franceses, los de Moli¨¨re, Baudelaire y M¨¦rim¨¦e, aunque tanto este ¨²ltimo como Espronceda le den otro nombre a su protagonista y superpongan a la de Don Juan otras leyendas tradicionales del mismo cu?o.

Mi primer acercamiento y devoci¨®n a El estudiante de Salamanca se lo debo a Jaime Gil de Biedma, que public¨® en uno de los tempranos libros de bolsillo de Alianza Editorial una antolog¨ªa comentada de Espronceda, poeta que por entonces (estoy hablando del a?o 1966) no figuraba entre las atracciones de la moderna feria literaria. Seg¨²n Gil de Biedma, El estudiante de Salamanca es "la obra m¨¢s perfecta del romanticismo espa?ol", y su protagonista, Don F¨¦lix de Montemar, la "almendra espa?ol¨ªsima de todos los donjuanes", si bien en esa ¨²ltima afirmaci¨®n el ant¨®logo citaba como autoridad para blindar sus intempestivas afirmaciones nada menos que a don Antonio Machado. La figura del estudiante disoluto de Espronceda procede de una recopilaci¨®n de cuentos, ¨¦sta s¨ª anterior a la obra de Tirso de Molina (Jard¨ªn de flores curiosas, de Antonio Torquemada, impresa por vez primera en 1570), donde se recoge la historia -posteriormente asociada con la de Don Juan- del joven que, para conseguir los favores de una monja, entra de noche en el convento y observa espantado c¨®mo en el interior de la iglesia se est¨¢n celebrando sus propios funerales. Espronceda cambia algunos detalles de fondo y enriquece el habitual tri¨¢ngulo dram¨¢tico (burlador, burlada, pariente vengador), pone el emblem¨¢tico nombre de Do?a Elvira, usado antes por Moli¨¨re y Mozart, a la mujer violentada, y no esconde la deuda con el primer tenorio de Tirso, pues llama a su Don F¨¦lix "Segundo Don Juan Tenorio" en los versos de presentaci¨®n del personaje, que traen ecos de El burlador de Sevilla y convidado de piedra: "Coraz¨®n gastado, mofa / De la mujer que corteja / Y hoy despreci¨¢ndola deja / La que ayer se le rindi¨®".

La po¨¦tica de ultratumba y el ¨¢mbito nocturno, f¨²nebre, tan inherentes al romanticismo, marcan el desenlace del largo poema narrativo de Espronceda. Una sombra persecutoria envuelta en blancas ropas se apodera al fin de Don F¨¦lix, revel¨¢ndose como el "cariado, l¨ªvido esqueleto" de Do?a Elvira, que busca con su cavernosa boca la de su burlador, restriega su ¨¢rida mejilla con el rostro de ¨¦l y, estruj¨¢ndole entre sus brazos descarnados, le lleva a la muerte. Pero este donju¨¢n no pide la absoluci¨®n (como la pide el de Tirso, en vano), y tampoco se arrepiente ni se salva, al contrario que el del c¨¦lebre drama de Zorrilla, escrito seg¨²n la baladronada legendaria "en veinti¨²n d¨ªas" y estrenado poco despu¨¦s de la muerte prematura de Espronceda.

El Don Juan espa?ol ama -yo dir¨ªa que tanto como a las mujeres- los ripios, que Espronceda y sobre todo Zorrilla elevaron a una categor¨ªa dram¨¢tica irresistible. No hay ning¨²n personaje en toda la historia de la literatura espa?ola -despu¨¦s, claro est¨¢, de Don Quijote y Sancho y el Segismundo de La vida es sue?o- que se exprese con palabras tan memorables, tan memorizadas hasta por quienes no leen, como las del Don Juan Tenorio de Zorrilla. La portentosa facilidad versificadora del autor vallisoletano refleja y mimetiza la abundancia amatoria del burlador. Don Juan no s¨®lo tiene encanto f¨ªsico, desparpajo. Su arma de conquista es la labia, y su seducci¨®n se consuma gracias al rico despliegue de su lengua, del mismo modo que Zorrilla nos seduce a nosotros, constante p¨²blico de espectadores y lectores, con el derroche de sus rimas, tan resonantes, tan simplistas a veces, tan efectivas siempre. Es muy f¨¢cil rendirse, sobre todo si se es monja joven, a tiradas como ¨¦sta:

C¨¢lmate, pues, vida m¨ªa;

reposa aqu¨ª, y un momento

olvida de tu convento

la triste c¨¢rcel sombr¨ªa.

?Ah! ?No es cierto, ¨¢ngel de amor,

que en esta apartada orilla

m¨¢s pura la luna brilla

y se respira mejor?

Pero tampoco es dif¨ªcil dejarse hechizar por la sonoridad de una proclama en la que los alardes del burlador siguen un ritmo as¨ª de cadencioso:

Por dondequiera que fui

la raz¨®n atropell¨¦,

la virtud escarnec¨ª,

a la justicia burl¨¦,

y a las mujeres vend¨ª.

Yo a las caba?as baj¨¦,

yo a los palacios sub¨ª,

yo los claustros escal¨¦

y en todas partes dej¨¦

memoria amarga de m¨ª.

Si la palabra rimada con tal grado de artima?a convence a las mujeres y embauca los o¨ªdos de todos, la m¨²sica a¨²n puede producir mayor arrobo. El veneciano Lorenzo da Ponte, ex jud¨ªo, ex sacerdote, libertino permanente, compinche de Casanova en muchas francachelas, y tan aventurero como buen escritor, le sirvi¨® a Mozart (inspir¨¢ndose en otro anterior escrito por Giovanni Bertati y puesto en m¨²sica por Gazzaniga para su ¨®pera Don Giovanni o sia Il Convitato di pietra) un libreto que est¨¢ entre las obras maestras de este subg¨¦nero literario. Del Don Giovanni de Mozart / Da Ponte (Don Giovanni ossia Il dissoluto punito es el t¨ªtulo completo de la ¨®pera, estrenada en Praga en octubre de 1787) cuesta trabajo ensalzar un momento musical o un conjunto por encima de otros, siendo la obra, y no descubro nada, uno de los t¨ªtulos m¨¢s sostenidamente inspirados del repertorio oper¨ªstico universal. Quiero detenerme tan s¨®lo en la sutil¨ªsima caracterizaci¨®n de los personajes, que tiene su primer rasgo de genio en la elecci¨®n por Mozart de las voces graves para sus dos taimados protagonistas, Don Giovanni (bar¨ªtono) y el criado Leporello (bajo bufo), mientras que encomienda a un tenor l¨ªrico el rol menor (pero int¨¦rprete de dos de las m¨¢s grandes arias del canon mozartiano, Dalla sua pace e Il mio tesoro intanto) de Don Ottavio, el d¨®cil, casi ang¨¦lico prometido de Donna Elvira.

Ella es, sin embargo, la figura femenina de mayor calado psicol¨®gico en toda la galer¨ªa de mujeres burladas por los distintos donjuanes, y la que representa con mayor refinamiento el s¨ªndrome de Estocolmo antes mencionado. Donna Elvira, la "abandonada dama de Burgos", irrumpe como una furia amargada en el acto primero, advirtiendo a la campesina Zerlina, la ¨²ltima v¨ªctima potencial de Don Giovanni, del "labio mentidor" y el "falaz semblante" del apuesto caballero. Y mientras la ¨®pera ofrece nuevos lances del cat¨¢logo amoroso de su se?or que el sirviente Leporello, en celeb¨¦rrima aria, enumera (las 640 italianas seducidas, las 1.003 espa?olas), Donna Elvira va expresando ante los personajes del drama musical (y ante nosotros, su p¨²blico) la pugna de sus sentimientos, resumida conmovedoramente en su ¨²ltima aria, Mi trad¨¬ quell'alma ingrata, donde las hermosas alturas de su coloratura vocal reflejan la l¨ªnea de sus atormentadas palabras: los suspiros y ansiedades que le sigue provocando la imagen del hombre que la burl¨®, y la contradicci¨®n irresuelta entre el deseo de venganza y el p¨¢lpito amoroso todav¨ªa sentido al ver en peligro de muerte a Don Giovanni.

Cierro mi galer¨ªa de retratos con los donjuanes franceses, que, sin dejar de mostrar su espa?olidad b¨¢sica, adquieren ese retorcido grado de perfidia propio de las culturas m¨¢s distinguidas. Baudelaire, en un solo poema de 20 versos, Don Juan en los infiernos, plasma las im¨¢genes esenciales del mito: "Pagado ya a Caronte el ¨®bolo supremo", Don Juan avanza por las aguas subterr¨¢neas entre el mugido del "gran reba?o de v¨ªctimas por ¨¦l sacrificadas", las acusaciones paternas de Don Luis, la burlona queja del criado por los atrasos que su se?or le adeuda, y los requerimientos de una figura doliente:

La casta y flaca Elvira, temblorosa en su luto,

frente al esposo p¨¦rfido, su amante de un momento,

parec¨ªa buscar en su dios absoluto

la exquisita dulzura del primer juramento.

[Traducci¨®n de Eduardo Marquina].

Pero ya sabemos que Don Juan nunca da una segunda oportunidad; la Do?a Elvira de Baudelaire persigue in¨²tilmente a un "hombre de piedra", ese "h¨¦roe calmo" que, acaba as¨ª el poeta, "contemplaba la estela, sin dignarse ver nada".

Prosper M¨¦rim¨¦e, en su estupenda novela corta Las ¨¢nimas del purgatorio, funde dos renombrados antih¨¦roes sevillanos, Don Juan Tenorio y Don Miguel de Ma?ara (buen conocedor del castellano, M¨¦rim¨¦e lo llama Don Juan de Mara?a, tal vez con segundas), desarrollando -o seg¨²n algunos, fantaseando- los episodios m¨¢s truculentos de la vida del segundo, el hist¨®rico don Miguel de Ma?ara Vicentelo de Leca, nacido en Sevilla en 1627, miembro de la Orden de Calatrava y caballero en su juventud muy dado al adulterio sistem¨¢tico y las pendencias de sangre, hasta que la visi¨®n de sus propias honras f¨²nebres hizo de ¨¦l un arrepentido y gran benefactor de los pobres. Aunque M¨¦rim¨¦e tal vez se dejase llevar por la fantas¨ªa en el relato de las atroces aventuras como estudiante y militar en Flandes de su Don Juan de Mara?a (instigado y acompa?ado siempre por un cr¨¢pula salmantino de coraz¨®n todav¨ªa m¨¢s cruel, don Garc¨ªa Navarro), el trepidante desenlace de Las ¨¢nimas del purgatorio arrastra al lector al p¨®rtico de entrada del sevillano hospital de la Caridad, donde a d¨ªa de hoy sigue colocada la modesta l¨¢pida con la que el aut¨¦ntico Miguel de Ma?ara quiso purgar pecados y ganar la indulgencia de los siglos venideros, haciendo grabar en ella la frase: "Aqu¨ª yacen los huesos y cenizas del peor hombre que ha habido en el mundo".

Con todo, el donju¨¢n m¨¢s acendrado, m¨¢s imp¨ªo y demoledor, el que m¨¢s plenamente adquiere carta de naturaleza como serial lover, es el creado por Moli¨¨re en una de las piezas m¨¢s extraordinarias de toda la literatura esc¨¦nica, Dom Juan ou le festin de pierre. Entre Tirso (del que toma diversos elementos argumentales) y Wolfgang Amadeus (Don Giovanni se inspira fundamentalmente, quiz¨¢ por v¨ªa interpuesta, en el drama franc¨¦s), Moli¨¨re lleva al l¨ªmite el retrato del libertino en una obra, bell¨ªsimamente escrita en prosa, cuya cruda franqueza al exponer los actos y motivaciones de Dom Juan la hizo objeto de esc¨¢ndalo y censuras desde el momento de su estreno. Y es que este Dom Juan franc¨¦s no s¨®lo seduce, goza y desde?a en serie, con una prisa humillante, a sus elegidas; lo hace convencido de la justicia sensual de tales haza?as, que dar¨¢ a muchas mujeres la posibilidad de satisfacer un placer deseado en lo m¨¢s hondo. Para ¨¦l, ¨²nicamente la pasi¨®n es hermosa y estimulante; la tranquilidad del amor, por el contrario, atonta.

Pero el Dom Juan de Moli¨¨re traspasa las fronteras de la afrenta y la deshonra femenina, exhibiendo una voluntad de trasgresi¨®n social, de quebrantamiento de las normas. Como dice de ¨¦l en la primera escena de la obra el criado Sganarelle (otra magistral figura dram¨¢tica), su amo "es un hereje, no cree ni en el Cielo, ni en los santos, ni en Dios, ni en los esp¨ªritus malignos" (los "hombres-lobo", dice exactamente Sganarelle). Se trata, pues, de un individuo que asocia la obtenci¨®n de su placer con la violaci¨®n de los grandes tab¨²es instituidos: el contrato nupcial, la conyugalidad, la fe religiosa, los ritos mortuorios. Y el respeto a la tradici¨®n de la virtud, ridiculizada elocuentemente en su ¨²ltimo parlamento contra el "hombre de bien", personaje representativo del vicio de la hipocres¨ªa, que, dice Dom Juan, como "todos los vicios de moda se consideran virtudes".

Si grande es la importancia en la mayor¨ªa de figuraciones donjuanescas del Convidado de Piedra, padre vilipendiado que sale de la tumba para reclamar mortalmente el sometimiento del burlador a la convenci¨®n humana y al orden divino, en la de Moli¨¨re su papel se hace gen¨¦rico y trascendental. M¨¢s que padre de una v¨ªctima nominada, el Convidado de Piedra es aqu¨ª el Padre, el Superior, la sagrada voz de la Autoridad, y, en correspondencia, la confrontaci¨®n de ese eterno Hijo d¨ªscolo que es Dom Juan se radicaliza: hace en el ¨²ltimo acto una burla c¨¢ustica de su propio padre, Don Luis y, a continuaci¨®n, se prepara para mofarse de la supremac¨ªa paterno-moral, invitando a cenar al difunto Comendador que ¨¦l mismo asesin¨® en una fechor¨ªa lejana.

Por mucho que el donju¨¢n inmortal consiga escabullirse -cuando menos en la ficci¨®n y los sue?os- de la condena de Dios y el olvido de los hombres, Dom Juan perece; ning¨²n otro desenlace era posible en un escenario cortesano del siglo XVII. Pero Moli¨¨re insiste en el car¨¢cter disolvente, convulsivo, de su drama con una imp¨²dica frase final del criado Sganarelle, quien, si a lo largo de toda la obra condenaba hip¨®critamente los desenfrenos de su se?or, ahora s¨®lo repite al verlo hundido en las llamas: "?Mi salario, mi salario, mi salario!". Otra lujuria: la de la codicia.

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