Verano en sepia
La memoria infantil de los veranos constituye una nebulosa espec¨ªfica dentro de la memoria, una entelequia emocional muy definida, un territorio et¨¦reo que podemos pisar con paso firme. Dec¨ªa el poeta Ungaretti que recordar es un signo de vejez. Bueno, s¨ª. Depende. Si anda uno optimista con respecto al paso del tiempo, puede llegar a la conclusi¨®n de que recordar es un signo de haber vivido, que es lo mismo que lo del poeta, igual de terrible, aunque dulcificado por una formulaci¨®n eufem¨ªstica. Creo yo, no s¨¦, que el recuerdo es signo de vejez cuando los recuerdos inciden sobre unas realidades anacr¨®nicas que est¨¢n ya fuera, para siempre, de la realidad.
Los veranos de la d¨¦cada de los sesenta, pongamos por caso... Llegaban al pueblo unos cuantos forasteros, siempre los mismos, puntuales como aves migratorias, y formaban una peque?a comunidad de extra?os habituales. A?o tras a?o, ibas viendo envejecer a los mayores y crecer a los peque?os, renovarse las muchachas del servicio, si se casaban, o convertirse en solteronas a las que se acog¨ªan a las tareas de servidumbre como si se tratase de un voto eclesi¨¢stico. Los abuelos pod¨ªan estar fum¨¢ndose un habano bajo el toldo, con guayabera muy blanca, jugando al domin¨®, y al verano siguiente llegar en una silla de ruedas, con la mirada perdida en alg¨²n limbo. Las ancianas aligeraban el luto perpetuo con blusones negros estampados con t¨ªmidas geometr¨ªas blancas. Ve¨ªas c¨®mo una joven madre se convert¨ªa de un a?o para otro en una se?ora de peinado cano y camp, c¨®mo las ni?as se transformaban en mujeres pudorosas de su propio esplendor, c¨®mo los ni?os que iban a las rocas a coger camarones y cangrejos moros se transfiguraban de repente en muchachos que fumaban a escondidas y que hablaban del sexo quim¨¦rico de los ¨¢ngeles con faldas con el aplomo de unos catedr¨¢ticos de angeolog¨ªa. A la ca¨ªda de la tarde, las calles ol¨ªan a colonia y a helado de tuttifrutti y los sedentarios se sentaban a la puerta de la casa en butacas de enea para ver desfilar a los paseantes, y todos se saludaban con una parsimonia decimon¨®nica y atenta, en tanto que los ni?os sal¨ªamos para el cine con un bocadillo envuelto en papel parafinado y con un jersey sobre los hombros, as¨ª quemara el aire, para ver una pel¨ªcula del Enmascarado de Plata, de vampiros sedientos o de Louis de Funes, o lo que echaran.
Las playas de la infancia son infinitas, como infinito era el tiempo. Por la tarde, llegaban los pescadores con sus cajas de boquerones palpitantes, con su preg¨®n ronco de muec¨ªn, y all¨ª vend¨ªan aquella plata ef¨ªmera, mientras que las mujeres buscaban por la orilla, con fondo barroco de crep¨²sculo, las llamadas habitas de la India para engastarlas en oro inmortal. Las madrugadas eran un silencio sosegado, y se o¨ªa el rompeolas a trav¨¦s de los balcones abiertos, o el viento si soplaba, con esa cosa de crujido de cruj¨ªa de gale¨®n que tiene el sonido del viento cuando le da por romper. Las ma?anas templadas eran de caf¨¦ y de churros. Y aceras baldeadas con un cubo met¨¢lico. Y el guardia municipal, con uniforme blanco y salacot, dirigiendo el tr¨¢fico, desde su podio con sombrilla, con ademanes de mimo: los cuatro o cinco coches...
Y es que al final va a ser cierto que recordar es un signo de vejez.
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