Una casa y dentro un poeta
En un invierno lluvioso sol¨ªa ir a visitar los domingos al poeta Carlos Edmundo de Ory. El trayecto para llegar a su casa era laborioso: desde la estaci¨®n del metro de Pac¨ªfico deb¨ªa atravesar un gran solar sembrado de mil materias desechables, que empezaba en el l¨ªmite de los ¨¢rboles y las tapias del Retiro y se extend¨ªa hasta las casitas del Puente de Vallecas. Eran los desmontes que rodeaban a la capital y tambi¨¦n a la colonia de chal¨¦s donde Carlos Edmundo viv¨ªa, un peque?o barrio anticuado, silencioso y aislado en el abandono de los descampados y vertederos de tierra yerma donde apenas crec¨ªan cardos.
A salvo de este entorno degradante, Carlos Edmundo guardaba all¨ª los destellos de su imaginaci¨®n; ya entonces -los a?os finales de la d¨¦cada de los cuarenta- en sus facciones juveniles y en sus palabras se percib¨ªa un talento raro y un gesto de contenci¨®n que hac¨ªa pensar en una bullente creatividad, muy secreta. Me atra¨ªa el inter¨¦s de su conversaci¨®n y valorar sus rasgos geniales as¨ª como su pereza.
S¨®lo era comparable al violinista de Chagall, que hace m¨²sica en los tejados
Llegado a su casa, atravesaba dos metros de jard¨ªn y empujaba la puerta del chal¨¦, y all¨ª o¨ªa una voz que saludaba. Al subir la escalera ve¨ªa dos pies, y dos piernas, y a continuaci¨®n, una chaqueta larga y el jersey negro de cuello alto y, sobre ¨¦ste, una cabeza peque?a, de escasa nariz, pelo lacio y ojos infantiles.
Muy contento, recib¨ªa la visita, pas¨¢bamos a su habitaci¨®n que le gustaba mostrar, a la que en su Diario describe como un lugar de maduraci¨®n y singularidad: "Mi cuarto es el C¨¢ucaso y yo soy mi propio buitre". Era muy peque?a, apenas cab¨ªamos con las ideas y los libros. All¨ª todo estaba ordenado, todo en su sitio, cada papel en su sobre; ficheros, carpetas, cajoncitos, pero el interno desorden de las cosas que sobraban y que se un¨ªan a otras necesarias hablaba de un coraz¨®n piadoso que las respetaba, o que no las percib¨ªa.
En las paredes hab¨ªa dibujos y cuadros y las im¨¢genes de figuras ejemplares de la literatura que parec¨ªan mirarle a ¨¦l en la inmovilidad de las fotograf¨ªas fijadas con chinchetas, formando un concili¨¢bulo estimulante. Entre otras, estaba la de un int¨¦rprete negro de saxo, acaso el que le sugiri¨® el protagonista de un bello cuento aparecido en su libro Kikiriqu¨ª Mang¨®. Le rodeaban fotos cortadas de revistas o sacadas de una colecci¨®n, con algunas pin-up girls entre sombr¨ªos personajes que impon¨ªan respeto. Y el cartel de un concierto del que o¨ªamos sus arpegios, y una hoja con un aut¨®grafo, qui¨¦n sabe si de Chicharro hijo, o de Sur¨®, los dos compa?eros suyos en el postismo. Al pie de un bar¨®metro, en el suelo, un cofre lleno de libros, donde, al buscar alguno, parec¨ªa que iba a resonar el tintineo de monedas o piedras preciosas del tesoro de un sult¨¢n. Carlos Edmundo se mov¨ªa entre todo aquello sin dejar de hablar, inspirado, subido el cuello de la chaqueta, p¨¢lido y tiritando. De las bocas sal¨ªan columnillas de vapor que nos hac¨ªan creer que las pipas segu¨ªan encendidas. Se notaba humedad en todas las cosas y en el tabaco que intercambi¨¢bamos. Por el balc¨®n, bajo las nubes plomizas, se ve¨ªan los hotelitos tristes de enfrente y en la calle, grandes acacias, plantadas hac¨ªa mucho. Sentado de espaldas al paisaje, Carlos Edmundo hablaba de libros, de la novela de Carlyle Sartor resartus, le¨ªa su ¨²ltimo poema: la voz tr¨¦mula con una entonaci¨®n que se met¨ªa en los o¨ªdos y no se olvidaba; le temblaba la mano, blanca y fr¨ªa.
Viv¨ªa con su madre y con fantasmas; ¨¦l deb¨ªa de verlos y no lo ocultaba: sobre ellos imagin¨® varios cuentos. Quiz¨¢ eran los espectros que, seg¨²n se comentaba en el barrio, vagaban en la noche por las afueras de Madrid; hab¨ªan sido enterrados malamente y no renunciaban a una vida bella y digna. Prestaba o¨ªdo a la voz inaudible cuando le llamaban y escrib¨ªa algo que daba espanto. Levantaba del poema los ojos, me miraba y dec¨ªa: "Cuidado que es terrible esto" y entonces era como el difunto que revive y pugna por contar lo que no puede.
Lo excepcional de sus im¨¢genes escapaba a la l¨®gica y la ¨ªntima sustancia que depositaba en sus poemas fue protegida por el aislamiento en aquel barrio. Cierto escrito suyo era la r¨¦plica que se daba a s¨ª mismo con un testimonio de la ¨¦poca en el chal¨¦ de la colonia del Retiro: "No digas 'vivo en mi casa retirada y no quiero que nadie me moleste'. Di 'vivo en un bulevar dorado y soy un verdadero hombre; el que quiera venir, que venga".
Muchos le conoc¨ªan y habr¨ªan de disimular su admiraci¨®n porque no se parec¨ªa a nadie; ¨¦l, sin ninguna timidez, se relacionaba con todos. Algunos poetas lo frecuentaban deseosos de alcanzar el vuelo de su inventiva, lo cual no era f¨¢cil, y copiar su elegante estampa de so?ador. Demostr¨® gran valor al usar un peinado peculiar opuesto al obligado pelo corto muy planchado de entonces. Por haber creado el grupo po¨¦tico postista era objeto de asombro en el ambiente literario y de desconfianza para las autoridades que controlaban la cultura. En aquel tiempo s¨®lo era comparable al violinista de los cuadros de Chagall que hace m¨²sica en los altos tejados. Una de sus melod¨ªas arrebat¨® a Carlos Edmundo muy lejos, m¨¢s all¨¢ de los Pirineos, donde fue reconocido s¨²bdito de la naci¨®n po¨¦tica y Francia le acogi¨®. Y yo aqu¨ª, a distancia de tiempo y espacio, le recuerdo, en el misterio de su chal¨¦, como el m¨¢s joven poeta del siglo.
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