La impresionante cultura de la muerte
EL Museo Guggenheim de Bilbao acoge la extraordinaria exposici¨®n 'El imperio azteca', en la que se muestra en todo su esplendor la cultura del sacrificio y la muerte, pero tambi¨¦n consoladores aspectos cotidianos sorprendentemente pr¨®ximos a nosotros.
Para acceder al museo se desciende por unos escalones que obligan a dar pasitos irregulares e inc¨®modos, de modo que al franquear la puerta y entrar en el edificio la primera sensaci¨®n es la de descanso. Descansa el visitante al poner por fin los pies en el suelo liso; descansa todav¨ªa m¨¢s cuando, un segundo despu¨¦s, cae en la cuenta de que el descenso no le ha llevado a una cueva, sino a un espacio literalmente maravilloso, todo luz y aire. Se aturde entonces un poco, y no puede evitar que sus ojos se dirijan hacia un ventanal, hacia un nervio, hacia una pared blanca, y que su mirada suba cada vez m¨¢s alto hasta alcanzar la cima del edificio y el cielo de Bilbao.
Supongo que todos est¨¢bamos en la mente de Frank Gehry cuando proyect¨® el museo, lo mismo las parejas que llegan d¨¢ndose besitos como los grupos de turistas o los visitantes a palo seco. Pensar¨ªa quiz¨¢ con la misma l¨®gica que los constructores de las catedrales g¨®ticas, que se val¨ªan de efectos ¨®pticos y otras trampas para facilitar el crecimiento espiritual de los fieles. En cualquier caso, el edificio consigue que todos nos sintamos m¨¢s ligeros al adentrarnos en el atrio; que de todos se apodere la impresi¨®n de que algo nos aspirar¨¢ de golpe para llevarnos medio volando hasta la mism¨ªsima c¨²pula. En rigor, el milagro no sucede, aunque las parejas s¨ª parecen a veces elevarse unos cent¨ªmetros; pero son las vaporosas faldas de verano, son las zapatillas de suela mullida las que producen el efecto. Insisto: a¨²n no hay milagro. Debemos valernos por nosotros mismos. Ah¨ª est¨¢n las escaleras y los ascensores. Subamos hasta el segundo nivel, donde se encuentran las obras de la exposici¨®n titulada El Imperio azteca.
Hay, en el segundo nivel, una pasarela que circunda el vac¨ªo central y va dej¨¢ndonos frente a una serie de salas que, de tan discretas, parecen capillas. Ahora, en este verano de 2005, una de esas capillas -un hueco forrado de negro- acoge a dos figuras realizadas en el siglo XV. La de la izquierda representa a Mictlantecuhtli; la de la derecha, a un guerrero ¨¢guila. El cat¨¢logo explica que permanecieron bajo tierra hasta que en 1978 se descubri¨® en la actual Ciudad de M¨¦xico el Templo Mayor, centro simb¨®lico de universo azteca.
Las dos figuras, de m¨¢s de metro y medio de altura, est¨¢n iluminadas con una luz c¨¢lida, m¨¢s ocre que blanca. Mictlantecuhtli parece saludar a quienes le miran con la expresi¨®n sonriente de un buen anfitri¨®n. A su lado, el guerrero ¨¢guila, con las alas abiertas, se nos antoja una suerte de ?caro. Se trata, sin embargo, de una aproximaci¨®n err¨®nea, y nos damos cuenta de ello al fijarnos en los detalles: Mictlantecuhtli no tiene manos, sino garras; la inclinaci¨®n de su cuerpo, lejos de corresponder a un saludo, busca ¨²nicamente acentuar la ferocidad de su boca abierta; por otra parte, su sonrisa es la de la Muerte y su posici¨®n -lo dice la placa informativa-, la de due?o y se?or del infierno m¨¢s profundo. En cuanto al soldado ¨¢guila, la indagaci¨®n sobre su naturaleza ofrece tambi¨¦n un dato terrible, imperceptible en la propia figura. Al parecer, representa a los vigilantes del edificio donde ten¨ªan lugar los autosacrificios, que siempre eran cruentos.
No s¨¦ qu¨¦ direcci¨®n tomaron los grupos de turistas y las parejas despu¨¦s de contemplar al soldado ¨¢guila y a Mictlantecuhtli, pero yo ca¨ª en una sala donde el sentimiento de encontrarme ante una visi¨®n del mundo dram¨¢tica iba a agudizarse. Me ocurri¨®, sobre todo, cuando me vi frente a Xipe T¨®tec y le¨ª lo que explica Jos¨¦ Luis Rojas Mart¨ªnez en el cat¨¢logo general de la exposici¨®n: "Xipe T¨®tec es el dios principal de la ceremonia conocida como Tlacax¨ªpehualiztli. En la ceremonia se realizaban impresionantes sacrificios en los que a las v¨ªctimas se les extra¨ªa el coraz¨®n y se les decapitaba y se les despellejaba...".
Consuela poco saber que Tlacax¨ªpehualiztli era el dios del sol, y Xipe T¨®tec el s¨ªmbolo de la fertilidad. Tampoco ayuda mucho la consideraci¨®n de que millones de prisioneros fueron y son tratados as¨ª, con igual crueldad, aqu¨ª y all¨¢, en todas partes. El tremendo acto que se nos explica en el cat¨¢logo no pierde por ello su singularidad, y s¨®lo quienes lo ignoran pueden seguir disfrutando tranquilamente del aire y de la luz del museo. Pero dicha feliz ignorancia no es f¨¢cil, ni siquiera para los visitantes m¨¢s desatentos. Se puede pasar por delante de los Xipe T¨®tec, que apenas miden un palmo, sin reparar en lo que representan y recuerdan; pero unos cuantos metros m¨¢s y ya tenemos delante el cuchillo de pedernal y el altar del sacrificio -t¨¦chcatl-, en cuya parte superior, como sigue explic¨¢ndonos el cat¨¢logo, "se colocaba el dorso de la v¨ªctima, quien era recostada violentamente mientras cinco sacerdotes sosten¨ªan sus extremidades y cabeza; aqu¨¦l arqueaba la espalda y el t¨®rax se mostraba al sacerdote, quien introduc¨ªa el cuchillo por debajo de las costillas, facilitando as¨ª la extracci¨®n del coraz¨®n...".
Antes de salir de la sala, oigo el comentario de una de las gu¨ªas: "Parece ser que al cautivo, antes de sacrificarle, le daban un bebedizo que...". El gesto de su mano remata la frase: "Un bebedizo que los atontaba y les ahorraba sufrimiento". Agradezco en mi fuero interno la intenci¨®n piadosa de la gu¨ªa, y marcho, en busca de algo m¨¢s grato, a la sala dedicada a los animales.
El bestiario es, efectivamente, consolador, delicioso. Nos saca del cruel universo de la religi¨®n y nos acerca a la vida cotidiana. Poco importa que los animales est¨¦n asociados a tal o cual deidad, y que los artistas aztecas del siglo XV tuvieran una actitud m¨¢s religiosa que art¨ªstica. Lo que importa es que su trabajo fue detallista, de gran calidad, y que nosotros podemos ahora contemplar alegremente las tallas: el perro que levanta la cabeza y a¨²lla; el jaguar recostado; la pulga de agua; el saltamontes -chapul¨ªn- de color rojizo que est¨¢ a punto de iniciar su salto. Sentimos en esta sala, por un instante, que no estamos tan lejos de los aztecas, y la sensaci¨®n se renueva cuando observamos sus platos, copas y joyas; platos, copas y joyas que nosotros podr¨ªamos utilizar hoy mismo. Basta observar los pendientes y anillos que llevan las parejas que, en este ambiente amable, han vuelto a sus besitos: algunos de ellos son m¨¢s raros que los que se exhiben en las urnas.
Hay m¨¢s salas, pero son de las que nos alejan. Imposible moverse en ellas olvidando que esculturas como la de la diosa de la tierra -Coatlicue- o la del dios del fuego -Xiuhtecuhtli-, solemnes, de m¨¢s de un metro de altura, con incrustaciones de turquesa o de obsidiana, son creencia, alegor¨ªa pura, y pertenecen a ese pante¨®n donde destaca la deidad siniestra, Xipe T¨®tec. Afortunadamente, tambi¨¦n en estas salas hay excepciones, piezas en las que no nos resulta dif¨ªcil hallar poes¨ªa: as¨ª las relacionadas con el calendario -como "el atado de a?os"- o las que representan ancianos y jorobados, de naturaleza fundamentalmente secular. Excepciones -y excepcionales- son asimismo los cinco guerreros que, en la cosmovisi¨®n azteca, deb¨ªan mantener el equilibrio del mundo. Parecen concentrados en su labor, ajenos a lo que les rodea, tranquilos.
Han pasado varias horas y el visitante vuelve a estar frente a la capilla donde Mictlantecuhtli parece sonre¨ªr y el guerrero ¨¢guila anunciar su naturaleza ic¨¢rea. Son, realmente, dos piezas extraordinarias. Lo m¨¢s espectacular de una exposici¨®n que es, toda ella, extraordinaria. Densa, compleja. Impenetrable en la medida en que no podemos acceder a muchos de sus planos. Resulta chocante que la estemos viendo en el Museo Guggenheim de Bilbao, en el mismo lugar donde se expusieron motocicletas y vestidos de alta costura; pero de esos choques surgir¨¢, quiz¨¢, la nueva sensibilidad.
Las parejas y los grupos de turistas que tambi¨¦n han acudido a despedirse de Mictlantecuhtli y del guerrero ¨¢guila parecen de pronto atra¨ªdos por la luz y el aire que siguen dominando la parte central del museo, y un instante despu¨¦s ya est¨¢n todos volando: no hacia la c¨²pula -lo he dicho al principio, a¨²n no hay milagros-, sino hacia abajo, hacia la salida. Y lo mismo hace el visitante a palo seco: marcharse, volar. Y ya est¨¢ en la puerta, ya sube por las escaleras a pasitos irregulares e inc¨®modos; ya vuelve a las calles de Bilbao y a la vida cotidiana.
El imperio azteca. Museo Guggenheim Bilbao. Avenida de Abandoibarra, 2. Hasta el 18 de septiembre. Abierto todos los d¨ªas de la semana de 10.00 a 20.00. A partir del 1 de septiembre, cerrado los lunes. Entrada 12 euros. www.guggenheim-bilbao.es/
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.