Una hero¨ªna de barrio
Mam¨¢ Romero era una mujer querida, en cierto modo protegida e incluso admirada, all¨ª en su barrio de Villaverde Bajo, en el sur madrile?o. Y ello a causa de una raz¨®n poco com¨²n: dos a?os antes hab¨ªa matado a un hombre.
Era una mujer de algo m¨¢s de cuarenta a?os, guapa y menuda, de piel p¨¢lida, ojos azules, peque?os y nerviosos, y cabellos negros ensortijados. Tal vez habitaba en su sangre un hervor gitano. El hombre a quien acuchill¨® una noche de verano se llamaba Rom¨¢n y le apodaban El Escorpi¨®n. Era un rumano alto, de mediana edad, flaco y chulo, que templaba sus m¨²sculos en un gimnasio cercano a la estaci¨®n de San Crist¨®bal y que vend¨ªa drogas a los chavales de Villaverde Bajo en un bar de los arrabales. Mam¨¢ Romero prepar¨® con cierta minuciosidad el crimen y lo ejecut¨® sin asomo alguno de duda. Despu¨¦s, varios vecinos, que acudieron como testigos de su defensa ante el juez que vio el caso, afirmaron que la muerte de El Escorpi¨®n fue un acto en defensa propia. Y Mam¨¢ Romero gan¨® la libertad. Desde entonces, siempre hab¨ªa alguien que la invitaba al caf¨¦ con leche cada ma?ana, cuando hac¨ªa un alto en el bar de Pr¨®spero, junto al mercado, y pod¨ªa comprar a cr¨¦dito en un pu?ado de comercios. A Mam¨¢ Romero la gente del barrio la trataba con calor, respeto y cortes¨ªa. Pero ella no estaba segura de que haber matado a un hombre constituyese un motivo de admiraci¨®n y de honra.
A Mam¨¢ Romero la gente del barrio la trataba con calor, respeto y cortes¨ªa. Pero ella no estaba segura de que haber matado a un hombre constituyese un motivo de admiraci¨®n
Durante dos semanas permaneci¨® en un centro en donde la trataron como si estuviese loca. Pero ella ten¨ªa la impresi¨®n de que ni el m¨¦dico ni las enfermeras la ten¨ªan por loca
Comenz¨® a visitar el ambulatorio para curarse de los hematomas que se produc¨ªa al chocar con las puertas y caerse frecuentemente por la escalera
Una tarde, al terminar la limpieza en una casa, asisti¨® a una reuni¨®n que organizaron en Madrid unas mujeres de un grupo feminista sobre los malos tratos en el hogar
Hija de gente de campo, Mam¨¢ Romero, a quien sus padres bautizaron como Paloma, hab¨ªa nacido en un pueblo de Badajoz, en donde se cas¨® con un guapo muchacho, Rub¨¦n, que pose¨ªa una rara habilidad para la fontaner¨ªa. Emigraron a Madrid muy pronto y tuvieron un hijo, un criajo rubio al que pusieron de nombre Jonathan en el juzgado. Un d¨ªa, despu¨¦s de hacer el amor a la hora de la siesta, Rub¨¦n la llam¨® Mam¨¢ Romero, con voz llena de cari?o. Y as¨ª qued¨®. Muy pronto la gente comenz¨® a nombrarla de la misma manera. A ella le gustaba, porque le recordaba a Jonathan y porque Rub¨¦n se lo hab¨ªa dicho una tarde en que se mostraba encendido de amor por ella. Cre¨ªa, adem¨¢s, que ese apodo le daba prestancia social, un peso a?adido en la vida. Le sonaba un poco italiano. Y todo lo italiano ten¨ªa importancia para ella. A causa del Papa, quiz¨¢. Porque ella era cristiana; al contrario que Rub¨¦n, que presum¨ªa de ateo y comunista.
Rub¨¦n se abri¨® enseguida camino en Madrid ejerciendo el oficio que con tanta ma?a dominaba. Militaba en un sindicato obrero y se pavoneaba diciendo que su abuela fue amiga de La Pasionaria y que, por eso, ¨¦l se llamaba Rub¨¦n, igual que el hijo de Dolores Ibarruri, que muri¨® en la batalla de Stalingrado como un h¨¦roe del Ej¨¦rcito Rojo. El dinero, su atractivo y su simpat¨ªa le abrieron los brazos de muchas mujeres. Y no s¨®lo los brazos de mujeres; tambi¨¦n las puertas de las partidas del p¨®quer chirivito y las botellas de vino y de whisky. Mam¨¢ Romero pasaba muchas horas de soledad ante el televisor. Le gustaban las telenovelas latinas y las pel¨ªculas de g¨¢nsteres.
Un amanecer, al regresar de una juerga de naipes y de tragos, Rub¨¦n despert¨® a Jonathan para acariciarle y besarle entre babeos y risas de beodo. Ella le pregunt¨® a gritos que con qu¨¦ derecho despertaba al ni?o. Rub¨¦n la peg¨® entonces, de s¨²bito. Fue un pu?etazo en la cara, no muy fuerte, que dej¨® a Mam¨¢ Romero un morat¨®n a la altura del p¨®mulo.
Al siguiente d¨ªa, ¨¦l pidi¨® perd¨®n, avergonzado. Pero, desde esa noche, Rub¨¦n convirti¨® en una costumbre golpearla casi siempre que beb¨ªa con exceso, lo que suced¨ªa cada vez m¨¢s a menudo. Mam¨¢ Romero comenz¨® a visitar con frecuencia el ambulatorio, para curarse de los hematomas que se produc¨ªa al chocar con las puertas de su casa y a causa de sus frecuentes ca¨ªdas por la escalera. Mam¨¢ Romero viv¨ªa en un piso bajo y no necesitaba usar las escaleras; y en cuanto a las puertas de su vivienda, pod¨ªa abrirlas y cerrarlas con los ojos cerrados. Pero ni las enfermeras ni el m¨¦dico le preguntaron jam¨¢s, con detalle, sobre el origen de sus magulladuras. Y ella lo prefer¨ªa as¨ª, pues sent¨ªa temor de hablar con alguien de aquello y le avergonzaba su humillaci¨®n.
Un d¨ªa recibi¨® una paliza m¨¢s fuerte que de costumbre. Despu¨¦s de curarse, acudi¨® a la iglesia y le habl¨® al cura, en el confesionario, sobre su marido. No obstante, sinti¨® una s¨²bita timidez cuando el sacerdote le pregunt¨® por los golpes de Rub¨¦n, y Mam¨¢ Romero respondi¨® que eso suced¨ªa s¨®lo de cuando en cuando y de forma leve. Y no supo por qu¨¦ lo hac¨ªa, pero se acus¨® de blasfemar en ocasiones a causa de las disputas con su esposo. El cura, un hombrecillo delgado, de fina piel en la que se marcaban venillas azuladas, dijo que deb¨ªa aguantar aquella prueba que Dios le enviaba, la absolvi¨® con una bendici¨®n y orden¨® a la mujer que rezara dos rosarios como penitencia por sus blasfemias.
Una tarde, al terminar la limpieza en una casa, asisti¨® a una reuni¨®n que organizaron en Madrid unas mujeres de un grupo feminista sobre los malos tratos en el hogar. Hab¨ªa visto el anuncio en un peri¨®dico de los que entregan gratis en el metro. Mam¨¢ Romero tuvo la impresi¨®n de que aquellas mujeres, por alguna suerte de poder m¨¢gico, sab¨ªan con detalle todo lo que a ella le suced¨ªa en su hogar. Pero sinti¨® verg¨¹enza cuando, al final del acto, durante el coloquio, una de las organizadoras le pregunt¨® por el origen de sus moratones. Mam¨¢ Romero respondi¨® que se ca¨ªa por las escaleras de su casa y se golpeaba con las esquinas de las puertas. La muchacha le dijo que aquello no era cierto, que lo mismo dec¨ªan muchas mujeres sobre las heridas que les produc¨ªan los golpes de sus maridos. Mam¨¢ Romero no quiso seguir hablando y se march¨® sin decirle a aquella mujer c¨®mo se llamaba ni en d¨®nde viv¨ªa.
Alguna vez pens¨® en denunciar a Rub¨¦n, pero desisti¨® al escuchar en un programa de televisi¨®n la historia de una mujer que hab¨ªa denunciado a su marido por palizas: cuando el hombre sali¨® del juzgado, la quem¨® viva. Tambi¨¦n pens¨® en matar a Rub¨¦n, clavarle un cuchillo en el coraz¨®n mientras dorm¨ªa despu¨¦s de una de sus grandes mo?as. Pero ?y si la condenaban a prisi¨®n por el crimen?, ?qui¨¦n atender¨ªa a Jonathan? Contemplaba su existencia como un territorio vac¨ªo de piedad, sin leyes justas que la protegieran ni h¨¦roes que la vengasen.
Al fin, Dios pareci¨® acordarse de ella. Una madrugada, Rub¨¦n sali¨® borracho de la taberna en donde se organizaba la timba y un cami¨®n le atropell¨®. Muri¨® instant¨¢neamente. A Mam¨¢ Romero le provoc¨® una sonrisa amarga el saber que el cami¨®n era un veh¨ªculo de recogida de basuras. A la mierda con Rub¨¦n, pens¨®.
Al poco, comenz¨® a trabajar como asistenta por horas. Jonathan ten¨ªa ya 12 a?os, era un ni?o alegre y le gustaba el colegio. Quiz¨¢ llegase a ser funcionario, pensaba con ilusi¨®n Mam¨¢ Romero. Y sent¨ªa que su vida era ahora algo parecido a un golpe s¨²bito de viento fresco y tormentoso, como el que a veces entraba por la ventana algunas tardes del abrasador est¨ªo. Los dos veranos siguientes tuvo dinero bastante para llevar a su hijo a la playa de Benidorm durante quince d¨ªas. Y en la pensi¨®n en donde se alojaron sinti¨®, por primera vez en su vida, que la trataban como a una se?ora. Le gust¨®, sobre todo, no tener que hacerse la cama cada ma?ana.
A los 15 a?os, Jonathan comenz¨® a pincharse. Mam¨¢ Romero hab¨ªa notado que faltaba dinero en el caj¨®n en donde lo guardaba y un d¨ªa vio que su hijo ten¨ªa varias picaduras en la articulaci¨®n del antebrazo. Enseguida supo de qu¨¦ se trataba y aquello fue como un golpe en el vientre, m¨¢s doloroso que cualquiera de los pu?etazos que le hab¨ªa propinado Rub¨¦n durante los a?os anteriores. Mam¨¢ Romero acudi¨® a la comisar¨ªa del barrio para pedir ayuda; pero un polic¨ªa gordo, de aspecto desaseado, le inform¨® con amabilidad de que consumir droga no era delito y que nada pod¨ªan hacer por ella. Dos d¨ªas m¨¢s tarde, una de sus vecinas le indic¨® el lugar del barrio en donde se compraba la hero¨ªna y qui¨¦n era el vendedor. As¨ª fue como conoci¨® a Rom¨¢n, El Escorpi¨®n.
Nunca sabemos lo valientes que podemos llegar a ser hasta que algo muy querido est¨¢ en juego. Mam¨¢ Romero entr¨® en aquel arrabal adonde nadie extra?o se acercaba despu¨¦s del atardecer. Y preguntando a unos y otros, entre gestos de estupor y risas de incredulidad, dio con el bar. Hab¨ªa un aire espeso en el interior, luz mezquina en los rincones y olor a marihuana, a sudor y a cerveza. Unos j¨®venes jugaban al billar americano y el retumbar de un hip-hop de letra ininteligible parec¨ªa golpear en las paredes como el p¨¢lpito de un coraz¨®n violento. El hombre de tez grasienta que estaba detr¨¢s del mostrador se?al¨® a un tipo alto cuando Mam¨¢ Romero pregunt¨® por El Escorpi¨®n.
Camin¨® con paso decidido hacia ¨¦l y le habl¨®, pero no lograba hacerse entender bajo el sonido atronador de la m¨²sica. El rumano vest¨ªa una chaqueta corta a juego con los jeans azules y era rubio, descarnado de mejillas, de mirada dormida y grandes orejas encarnadas. Finalmente, el hombre la tom¨® por un brazo y la condujo a la calle. Otros dos tipos les siguieron.
-Bueno, ?qu¨¦ quieres t¨², mujer? -dijo el hombre una vez fuera, con un ligero acento extranjero en la voz.
Mam¨¢ Romero sinti¨® alivio lejos de la m¨²sica. Los otros dos hombres la miraban, a poca distancia de la espalda de Rom¨¢n.
-Quiero que no vendas m¨¢s hero¨ªna a mi hijo.
-No s¨¦ qui¨¦n es tu hijo y no vendo caballo.
-Tiene s¨®lo 15 a?os. Se llama Jonathan.
-No trafico con droga, mujer.
-Me da lo mismo lo que hagas, pero no se la vendas a ¨¦l.
-?Traes dinero?
-No.
-?Y qu¨¦ me das a cambio?
-Lo que quieras.
-Ven, respondi¨® El Escorpi¨®n -y la llev¨® con ¨¦l a la parte trasera de la casa, a un cuartucho sin ventilaci¨®n en el que hab¨ªa s¨®lo un camastro y un rollo de papel higi¨¦nico-. A veces, si las mujeres me gustan, me pagan con lo que tienen, dijo el rumano mientras se quitaba los pantalones.
Dos d¨ªas m¨¢s tarde, Jonathan destroz¨® el aparato de radio arroj¨¢ndolo contra el suelo y la amenaz¨® con golpearla. Durante unos segundos, Mam¨¢ Romero vio en su rostro los ojos de Rub¨¦n, pero logr¨® calmarle y espantar el fantasma. Una semana despu¨¦s consigui¨® que el muchacho aceptase acudir a un centro c¨ªvico de salud para comenzar un tratamiento contra la dependencia de drogas. Ella acudi¨® de nuevo a la comisar¨ªa para denunciar al traficante rumano.
El mismo agente que la recibi¨® la primera vez, aquel tipo gordo y desali?ado, la inform¨® de que era imposible hacer nada contra El Escorpi¨®n si no consegu¨ªan "cogerle con las manos en la masa". As¨ª lo dijo, como en las pel¨ªculas de la tele.
Transcurrido un mes, Jonathan dej¨® la cl¨ªnica y volvi¨® a pincharse. Y Mam¨¢ Romero regres¨® al bar de los arrabales.
-Hoy no me apeteces -dijo El Escorpi¨®n-. Y si tu hijo compra caballo, yo no puedo impedirlo. El mercado es libre.
-Quiero comprarlo yo.
El rumano le vendi¨® tres dosis por 20 euros. Cuando ya se iba, Mam¨¢ Romero se?al¨® a los dos hombres que le escoltaban.
-?Te hacen falta guardaespaldas para hablar con una mujer?, ?me temes?
El otro se ri¨® con ruido.
-Yo no tengo miedo de nadie, mujer. A ellos les gusta acompa?arme.
Tir¨® las dosis en un basurero, camino de su casa. Y la siguiente semana regres¨® a comprar hero¨ªna. Esta vez, El Escorpi¨®n sali¨® solo a su encuentro.
-?Vienes sin ni?eras? -dijo Mam¨¢ Romero. Hab¨ªa o¨ªdo algo parecido en una pel¨ªcula de g¨¢nsteres.
Recibi¨® un bofet¨®n y sinti¨® que el labio le sangraba.
-La pr¨®xima vez te pegar¨¦ m¨¢s fuerte -dijo el rumano.
Arroj¨® la droga a un contenedor de basuras antes de llegar a su casa. Jonathan ve¨ªa la televisi¨®n. Parec¨ªa tranquilo y estaba guapo otra vez, aunque hab¨ªa adelgazado mucho. Y ya no era un chico alegre.
Esper¨® diez d¨ªas para ir de nuevo en busca de El Escorpi¨®n. Hab¨ªa llovido durante la ma?ana, el suelo de los caminos del arrabal estaba embarrado y ol¨ªa dulz¨®n a basura y a miseria. El rumano sali¨® del bar sin la compa?¨ªa de sus compinches. Mam¨¢ Romero le pidi¨® 10 dosis.
-Ha subido el precio -dijo ¨¦l-. Ahora est¨¢ a 10 la papela.
Mam¨¢ Romero abri¨® el bolso, cont¨® los billetes de cinco hasta que sumaron 90 y se los tendi¨® al hombre. Dej¨® su bolso abierto: en el fondo brillaba levemente la hoja del cuchillo de cocina.
-Faltan 10 -dijo el rumano.
-Cu¨¦ntalos bien -respondi¨® ella.
El Escorpi¨®n volvi¨® a mover los billetes entre los dedos. Mam¨¢ Romero sac¨® el cuchillo. Y le pareci¨® ver, de pronto, el rostro de Rub¨¦n.
Al hombre no le dio tiempo a levantar la mirada cuando la mitad de la hoja ya hab¨ªa atravesado su pecho, debajo de la tetilla izquierda. Grit¨® algo confuso, quiz¨¢ un insulto en su lengua, antes de dar un par de pasos hacia ella y caer al suelo. Mam¨¢ Romero tir¨® el cuchillo y las dosis de caballo. Huy¨® corriendo del lugar, chapoteando sobre los charcos sucios. Por la ma?ana fue a la comisar¨ªa y confes¨® su crimen.
En los d¨ªas siguientes sucedieron cosas que a Mam¨¢ Romero le parecieron incomprensibles. Durante dos semanas permaneci¨® en un centro de atenci¨®n psiqui¨¢trica, en donde la trataron como si estuviese loca. Pero ella ten¨ªa la impresi¨®n de que ni el m¨¦dico ni las enfermeras la ten¨ªan por loca. Cuando se celebr¨® el juicio, result¨® que, al parecer, numerosos vecinos se encontraban en el lugar de la muerte, justo en el momento en que Mam¨¢ Romero le clav¨® el cuchillo al rumano. Todos declararon que hab¨ªa sido, sin lugar a dudas, un asesinato cometido en defensa propia. Juraron ante un juez muy joven, un muchacho p¨¢lido de tez y casi imberbe, al que la toga parec¨ªa venirle algo grande, como si la hubiese comprado de segunda mano. Una de las vecinas de Mam¨¢ Romero lleg¨® a decir en su testimonio que, "despu¨¦s de todo, el muerto era un extranjero", y las mejillas del joven juez enrojecieron. Mam¨¢ Romero sali¨® libre de cargos. Una veintena de personas la aplaudieron en la puerta del juzgado.
Ahora, Jonathan viv¨ªa en Cuenca, en un internado que le busc¨® el sacerdote de las venillas azuladas, y en el que segu¨ªa un programa de desintoxicaci¨®n e integraci¨®n social para drogadictos. A Mam¨¢ Romero la saludaba mucha gente por la calle y en el mercado recib¨ªa golpes cari?osos en la espalda. Una vez, el polic¨ªa gordo par¨® el coche patrulla en la calle principal de Villaverde, baj¨® el cristal de la ventanilla, sonri¨® y le dijo: "Nos has quitado un buen peso de encima, Mam¨¢ Romero". Ella sinti¨® que era agradable que la llamaran por su nombre.
Trabajaba limpiando en un edificio de oficinas del centro de Madrid y ganaba m¨¢s dinero. Se inscribi¨® en la biblioteca p¨²blica del barrio y se apasion¨® con la lectura de los novelistas rusos del siglo XIX. Le fascinaba Crimen y castigo; pero no encontraba nada en Raskolnikov que le recordase a ella misma. Pensaba que al ruso, en el fondo, le gustaba matar, mientras que ella no sent¨ªa ning¨²n orgullo por la muerte del rumano.
No alcanzaba a reflexionar con claridad sobre cuanto hab¨ªa acontecido en su vida desde dos a?os antes y no se sent¨ªa capaz de explicar a nadie sus pensamientos. Pero adivinaba que, cuando las leyes fracasan, la diferencia entre el crimen y el hero¨ªsmo deja de existir. Y esa idea no le gustaba.
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