Los visitantes de Wroclaw
Lo que hace de Wroclaw -tercera ciudad de Polonia, en el eje de las rutas entre este pa¨ªs, Alemania y Rep¨²blica Checa- una ciudad singular y hasta excepcional es el hecho de que pr¨¢cticamente ninguno de sus habitantes tiene ra¨ªces en ella m¨¢s all¨¢ de tres generaciones. Todos son, m¨¢s o menos, reci¨¦n llegados. En 1945, la ciudad era una maravilla semiarruinada de la arquitectura medieval alemana, se llamaba Breslau y su poblaci¨®n era teutona. Las fronteras que encogieron Alemania despu¨¦s de la capitulaci¨®n dejaron esta regi¨®n de la Baja Silesia en territorio polaco. Todos sus habitantes, en fin, los que hab¨ªan sobrevivido a la guerra, despu¨¦s del exterminio de la etnia jud¨ªa a manos de los alemanes, y de los combates casa por casa contra los conquistadores sovi¨¦ticos, fueron obligados a hacer el equipaje, cargar con lo que pudieran llevarse y expulsados sin miramientos hacia el Oeste. Las casas que dejaban atr¨¢s les fueron entregadas a los inmigrantes polacos que, simult¨¢neamente, los sovi¨¦ticos expulsaron o "repatriaron" del Este, de Ucrania y de Lituania. Cuando las caravanas de inmigrantes llegaban a Wroclaw les recib¨ªa una banda militar tocando el himno polaco y La Internacional, y unos funcionarios les invitaban a elegir entre las casas abandonadas las que m¨¢s les apeteciera para vivir. Los m¨¢s prudentes desecharon las mansiones m¨¢s ostentosas, temiendo que m¨¢s adelante les fueran expropiadas con una excusa u otra. Luego cruzaban el umbral de su hogar, en cuyo m¨¢rmol pod¨ªan leer la palabra de bienvenida "Salve" y se encontraban rodeados de los objetos y los muebles, las ropas, los recuerdos y las impregnaciones de la vida de otra familia.
Todav¨ªa se puede leer el germ¨¢nico "salve" en los umbrales y se ven signos borrosos de palabras alemanas entre los desconches de los muros, vestigios de Breslau. Hace ya d¨¦cadas que algunos de los antiguos propietarios de las casas y sus descendientes empezaron a afluir hacia Wroclaw en viajes de turismo nost¨¢lgico (como hacen todav¨ªa algunos jud¨ªos sefard¨ªes visitando en Toledo la casa de sus antepasados, o los cubanos de Miami que pueden viajar por unos d¨ªas a Cuba). Despu¨¦s de la implosi¨®n del bloque sovi¨¦tico y la apertura de las fronteras, estas visitas al viejo hogar se multiplicaron exponencialmente. Ahora, sentado en una terraza de la plaza Rynek -la plaza del Mercado, el centro de la ciudad- con unos cuantos amigos de Wroclaw, vemos desfilar a un pelot¨®n de turistas alemanes espl¨¦ndidamente organizado, detr¨¢s de un gu¨ªa con el paraguas en lo alto, en marcha hacia la hist¨®rica destiler¨ªa-cervecer¨ªa Spiz. Esta escena no despierta las simpat¨ªas de mis contertulios. Quiz¨¢ alguno de esos turistas luego, despu¨¦s de cenar, llame a la puerta de casa y exponga su deseo de visitarla; en fin, si no le molesta demasiado, yo de joven, ?sabe usted?, viv¨ªa aqu¨ª.
Cualquiera conoce alguna an¨¦cdota relativa a estas visitas. Tomasz, por ejemplo, recibi¨® a "sus" alemanes hace tres a?os. Estaba tomando la sopa con su mujer cuando llamaron a la puerta. Abajo esperaban una pareja de ancianos y su maduro hijo. El anciano le explic¨® que hab¨ªa pasado la primera parte de su vida en aquella casa y pregunt¨®, en los t¨¦rminos m¨¢s corteses, si Tomasz ser¨ªa tan amable de permitirles pasar a echar un vistazo a su viejo hogar. Tomasz asinti¨®, no faltaba m¨¢s. En cuanto entraron, a los alemanes se les mud¨® el semblante: Tomasz es profesor de instituto, nunca ha tenido un duro y nunca ha modernizado ni repintado la casa ni sustituido un solo mueble. Todo estaba exactamente igual que en el a?o 1945, cuando los alemanes fueron expulsados. Hasta los retratos de sus antepasados colgaban en las paredes en los viejos marcos ovales. Lo curioso, explica Tomasz, confundido y extra?ado, es que parec¨ªa que encontrarlo todo exactamente igual indignaba a los visitantes. "Me dec¨ªan: 'Pero hombre de dios, c¨®mo puede ser usted as¨ª, ?todo est¨¢ igual, todo est¨¢ igual, ni un enchufe ha cambiado usted!".
Me pierdo el final de la historia, porque me he distra¨ªdo observando los cambios en la plaza, a la que no hab¨ªa vuelto desde hac¨ªa cinco a?os: las fachadas han sido pintadas con colores pastel; los pisos de vecinos han sido sustituidos por oficinas bancarias, restaurantes y terrazas; frente a la columna de la peste se ha instalado una hamburgueser¨ªa americana; hay una banda de musicantes armando jaleo y recogiendo propinas; hay incluso una estatua humana, un pobre tipo con la cara enharinada y disfrazado de Lenin, haciendo flamear una bandera roja frente al viejo ayuntamiento, all¨¢ donde en el Medioevo se alzaba el cadalso. Pasa un turista en pantal¨®n corto y le arroja una limosna. Todo son signos de prosperidad, de capitalismo vigoroso.
Luego me he fijado en el televisor de la cafeter¨ªa y me he distra¨ªdo porque empezaba el telediario: quer¨ªa comprobar si tambi¨¦n hoy, como cada d¨ªa, como siempre... ?S¨ª, en efecto! ?Hay cosas que no cambian! ?El telediario empieza, como siempre, con noticias sobre el Papa! Hoy disfrutamos de una entrevista desde el Vaticano con un sacerdote muy bien informado sobre el proceso de beatificaci¨®n de Karol Wojtyla. ?Hay alguna esperanza, pregunta la locutora, de que en lugar de beatificado, el difunto Santo Padre sea santificado? El sacerdote bien informado, tras dejar claro que en su opini¨®n Juan Pablo II lo merece de sobra, expone las dificultades t¨¦cnicas para que se produjese esa buena noticia: habr¨ªa de acreditarse milagros claramente realizados, ser evidente el martirio... Gracias, padre. A continuaci¨®n, la editora de un diario cat¨®lico reprocha los entusiasmos apresurados y pide un poco de seriedad: hay que ser m¨¢s prudentes, estamos al principio del proceso, no al final... Tras quince minutos de papanoticias se produce, inevitable, el anticl¨ªmax: el ministro de Asuntos Exteriores se manifiesta sobre alg¨²n esc¨¢ndalo de corrupci¨®n o alg¨²n otro asunto serio de verdad, y me desengancho del televisor.
En nuestra mesa se siguen intercambiando an¨¦cdotas sobre los visitantes llegados de Alemania:
Cada a?o, por las mismas fechas primaverales, Mar¨ªa recibe una llamada telef¨®nica desde Berl¨ªn; una voz de hombre, cada a?o m¨¢s cascada, le anuncia escuetamente: "Llegaremos el d¨ªa 12". El tono no admite r¨¦plica. Y el d¨ªa 12, a mediod¨ªa, comparece a la puerta de su casa una familia alemana al completo, tres generaciones de gente muy seria y adusta, que murmuran un saludo, pasan en fila india hacia el jard¨ªn trasero y all¨ª se sientan a meditar. A Mar¨ªa le irrita que los forasteros no muestren hacia ella m¨¢s que una fr¨ªa cortes¨ªa, no tengan el menor inter¨¦s en intercambiar impresiones con ella, ni siquiera sobre la casa. De hecho, ni siquiera conversan entre s¨ª: sencillamente pasan al jard¨ªn, se sientan en las sillas de pl¨¢stico, en una maceta boca abajo y en el suelo, y permanecen callados, meditando en sus cosas, durante un par de horas. Y luego se van. A ella le gustar¨ªa decirles que no vuelvan nunca m¨¢s, pero la gravedad silenciosa de esa familia le impone respeto y temor.
-Yo tuve m¨¢s suerte -tercia un tal Tadeusz- porque en mi casa s¨®lo viv¨ªan una viuda y su hijo, y el hijo muri¨® en el sitio de Leningrado, y la madre, pocos a?os despu¨¦s.
S¨ª, qu¨¦ suerte. Qu¨¦ extra?a es esta gente -qu¨¦ extra?o soy-. Qu¨¦ extra?os somos, seg¨²n escribi¨® el exiliado Norbert Elias (1897-1990), pionero de la sociolog¨ªa de la historia, nacido en Breslau.
Mientras sigue el intercambio de anecdotario m¨¢s o menos pintoresco, con sus puntas de inevitable xenofobia, la profesora Renata me invita a un almuerzo en casa de sus padres, donde nos encontraremos tambi¨¦n con su marido americano y sus suegros. Hacia all¨¢ vamos siguiendo las v¨ªas de los tranv¨ªas azules de Wroclaw, dando un largo rodeo por la ciudad para echar una mirada a las grandes novedades. La m¨¢s significativa de los ¨²ltimos a?os es la apertura de la Galer¨ªa Dominicana: unos grandes almacenes junto a la mole de ladrillos rojos de la iglesia de los dominicos. En una ciudad tan cargada y sobrada de Historia ha sido un acierto desde?ar los escr¨²pulos de arquitectos e historiadores que levantaron gran pol¨¦mica porque en el solar junto a la iglesia, al poner los fundamentos de los grandes almacenes, se descubrieron las b¨®vedas de unas construcciones medievales. La Galer¨ªa Dominik¨¢nska se ha convertido en el paseo predilecto para las ma?anas de los domingos. A sus puertas las familias endomingadas se parten en dos: una mitad se mete en la iglesia a o¨ªr misa, la otra mitad se mete en la galer¨ªa.
El formidable espect¨¢culo de abundancia que ofrece, con sus tiendas de alimentaci¨®n espl¨¦ndidamente surtidas, las instalaciones de fitness y casas de "Komputery", las helader¨ªas sofisticadas y las terrazas con acordeonista, hace s¨®lo cinco a?os hubiera parecido escandaloso, imposible en Polonia. Los comercios de zapater¨ªa polaca se llaman "Gino Rossi" o "Venecia", la falsa italianidad de los nombres sugiere refinamiento y elude las connotaciones de calidad dudosa. En cuanto a la ropa, la espa?ola de Zara y Mango ha desplazado a la inglesa en las preferencias de los j¨®venes clientes de la Dominik¨¢nska. "Orwell se?al¨® que en los pa¨ªses pobres es donde la gente suele ir mejor vestida", dice Renata. "Ten¨ªa raz¨®n. A menudo, al pasar por la Galer¨ªa me encuentro aqu¨ª a mis alumnos comprando ropa, ellos que la v¨ªspera no ten¨ªan dinero para pagarse unas fotocopias de un libro de texto". La Dominik¨¢nska es un excelente observatorio del espect¨¢culo algo pat¨¦tico de unos nuevos ricos de estar por casa: pagan la panader¨ªa con tarjeta de cr¨¦dito, llaman por m¨®vil desde el supermercado para consultar qu¨¦ marca de yogur prefiere el marido.
Aqu¨ª culmina el proceso de occidentalizaci¨®n del mercadeo. Atr¨¢s ha quedado la ¨¦poca de los kioscos: en los a?os 2000 y 2001 proliferaban por las esquinas los peque?os negocios, los chiringuitos enternecedores de tres metros por tres metros, montados con materiales pl¨¢sticos y tabiques precarios. All¨ª, al calor de la estufa de butano, se comerciaba con ropa barata, con calcetines chinos o con productos alimenticios comprados en Alemania, los famosos "productos del punto verde". Cada dos o tres meses cambiaba la clase de material que se despachaba en aquellos tr¨¦mulos kioscos. Cambiaban tambi¨¦n los due?os, cuyas sucesivas bancarrotas daban testimonio de lo dif¨ªcil que resulta entrar en la econom¨ªa de mercado. El cliente al entrar en el kiosco nunca sab¨ªa qu¨¦ pod¨ªa comprar ni a qui¨¦n se iba a encontrar al otro lado del mostrador. El amateurismo y la ausencia de toda regulaci¨®n caracterizaron la ¨¦poca de los kioscos, que han ido desapareciendo, ya sobreviven muy pocos.
Les sucedi¨® la gran tienda de circo en la explanada de Plac Grunwaldzki; bajo la carpa se apretujaban las tiendas y hacia all¨ª peregrinaron los vecinos de Wroclaw en busca de art¨ªculos de consumo. De pronto, hace seis o siete a?os, aparecieron tambi¨¦n los autom¨®viles, y en los alrededores se empezaron a producir atascos y problemas de aparcamiento. Todo eran signos de que estaba pasando a mejor vida la ¨¦poca de los chamizos y las tiendas de ocasi¨®n, la ¨¦poca en que los vecinos checos contaban el siguiente chiste: "?Cu¨¢ntos polacos caben en un Maluj (variante del Fiat 133)? -?Echa dentro un salami, y ya ver¨¢s!".
A casa de los padres de Renata, una casa modesta, de habitaciones peque?as, ya han llegado sus suegros, padres de Tom, su marido americano, de visita en Wroclaw. Tom senior se esmera en que se note que todo le parece bien, muy bien, incluso mejor que en Am¨¦rica; ha o¨ªdo hablar vagamente de Lech Walesa y el movimiento Solidarnosc, por los que manifiesta la mayor de las simpat¨ªas. En cuanto a Nancy, con el aplomo de las personas a las que nunca les ha pasado nada, encuentra permanentemente semejanzas y hasta identidades entre lo que pasa a cada lado del Atl¨¢ntico. ?Hay un ni?o enredando con una pelota?: "Todos los ni?os hacen siempre lo mismo". ?El padre de Renata, anciano y algo abotargado, se excede con las copitas de vodka y se adormila? "Todos los hombres son iguales", sentencia ella, risue?a y comprensiva. ?Se habla del precio de la vivienda, de los sueldos miserables? "Empezar siempre es dif¨ªcil, tambi¨¦n en Am¨¦rica...". Uno acaba por preguntarse para qu¨¦ viaja Nancy, si all¨¢ donde vaya encuentra siempre lo mismo. Pero val¨ªa la pena venir para ver encarnada en la madre de Renata la mentalidad t¨ªpica de una generaci¨®n de polacos ofendida y humillada por la Historia, una generaci¨®n que ya es pasado: se pasa el rato ofreciendo a las visitas cuanto tiene y m¨¢s, y pidiendo perd¨®n por todo: por la estrechez del piso, porque se le ha acabado tal condimento, porque no tiene de lo otro... Cuando Tom y Nancy se van de paseo (tienen cita con su gu¨ªa para ver el panorama de Raclawika, la catedral, el jard¨ªn bot¨¢nico y dem¨¢s atractivos de Wroclaw), la anciana se?ora, toda angustia y resentimiento, hace "el repaso" de su consuegra, y, al contrario que ella, no ve semejanzas e identidades sino todo lo contrario: ?Te has fijado, Renata, en la desenvoltura de la americana? Las joyas, el peinado... Y esos dientes perfectos, tienen que ser falsos, a la fuerza. Es todo ese dinero lo que le da ese aspecto de seguridad en s¨ª misma. Desde luego, el peinado era espl¨¦ndido, claro que yo no me puedo permitir... Y lo delgada que est¨¢, comparada conmigo. Claro, se nota que se ha podido cuidar... Eso, claro, debe ser que el dinero le permite...
Vuelvo a la plaza Rynek. Un acordeonista est¨¢ tocando el Vals de Wroclaw, o Los tranv¨ªas Wroclaw, una canci¨®n de 1953 que se ha convertido en el himno sentimental de la ciudad. Cae la noche, las estrellas brillan en lo alto -el Odra centellea, el querido r¨ªo lleva a mi amor esta canci¨®n-. Los tranv¨ªas azules como el cielo se deslizan por los ra¨ªles por cien calles de Wroclaw... Ah¨ª sigue la estatua humana disfrazada de Lenin, con el rostro enharinado, con la gorra, la barbita y una bandera roja que sostiene con manos enguantadas de blanco. En realidad, m¨¢s que al l¨ªder bolchevique recuerda a Unrath, el profesor enamorado y conducido al desastre en El ¨¢ngel azul. Y en efecto, Lenin es o dice ser un profesor de instituto jubilado al que no le alcanza la pensi¨®n, y tiene otros problemas: su disfraz es pol¨ªticamente incorrecto en el nuevo Wroclaw. El otro d¨ªa vino un concejal a decirle que como un loco se ponga a hacer de Lenin y otro de Stalin, la plaza va a parecer un parque jur¨¢sico. Y miembros de la Sybiriakcy -asociaci¨®n de supervivientes del exilio en Siberia- le afean la conducta cada d¨ªa. "Usted va disfrazado de asesino de masas. ?Por qu¨¦? ?Es que le gusta?".
Harto de presiones, a veces Unrath se envuelve en una s¨¢bana y posa como jeque ¨¢rabe. "Disfrazado de ¨¢rabe gano m¨¢s dinero", reconoce, en tono de frustraci¨®n, "pero es que yo a quien me parezco es a Lenin. Tengo cara de Lenin. ?Lo ve?".
Le damos la raz¨®n.
-?Qu¨¦ le voy a hacer? -pregunta, sin esperar respuesta.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.