Y en espa?ol...
Cu¨¢ntas novelas, novelones, cuentos y otros artefactos hay que leer para poseer un cierto conocimiento de la literatura en castellano? Dif¨ªcil respuesta. En principio, se supone que no "hay que" leer. Aun reivindicando la anacr¨®nica normatividad de este "hay que", debemos admitir que no existe un ¨²nico criterio para enumerar lo mejor de cada tradici¨®n literaria; eso que un lector que se inicia debe conocer, m¨¢s all¨¢ de proclamas patri¨®ticas, prejuicios antiautoritarios o adhesi¨®n a c¨¢nones fascinantes e idiosincr¨¢ticos (como los de Jorge Luis Borges o los de Juan Benet).
Lo indiscutible. Ante el lector se presenta un contingente insoslayable que, a veces, produce fatiga previa, mezcla de tedio escolar y fastidio ling¨¹¨ªstico. En el siglo XIX tres puntales peninsulares prodigiosos abarcan desde todos los ¨¢ngulos la gran narrativa en castellano: Benito P¨¦rez Gald¨®s y Leopoldo Alas, junto a la portentosa Emilia Pardo Baz¨¢n. En el caso de P¨¦rez Gald¨®s, cabe dejarse llevar a algunos Episodios nacionales -mi preferido es El sitio de Gerona-, a algunos de sus mundos hist¨®ricos o contempor¨¢neos -desde La fontana de oro hasta La familia de Le¨®n Roch o La desheredada-, para comprender que all¨ª, entre la informidad y la sutileza psicol¨®gica o material m¨¢s aguda, est¨¢ el entero repertorio de usos, costumbres y fantas¨ªas que el realismo cl¨¢sico fue capaz de dise?ar. A Leopoldo Alas (Clar¨ªn) se debe La Regenta; a Emilia Pardo Baz¨¢n se puede llegar a trav¨¦s de Los pazos de Ulloa. En las dos: deseo, traici¨®n, ambig¨¹edad, ambici¨®n, religi¨®n, brutalidad; nada parecido a la pudibundez o la fals¨ªa. Aqu¨ª se encontrar¨¢ el trabajo de la imaginaci¨®n volcado a la representaci¨®n del mundo, a su escala y a su dificultad. Y la m¨¢xima entrega del realismo: personajes que bullen, hablan, se transforman, se desarrollan, fracasan; espejos extraordinarios del car¨¢cter individual. Es la epopeya moderna en todo su esplendor; esplendor epigonal, quiz¨¢, pero esplendor sin duda.
En el XIX, tres puntales peninsulares abarcan la gran narrativa en castellano: P¨¦rez Gald¨®s, Leopoldo Alas y Pardo Baz¨¢n
Desde 1900 no existe un ¨²nico patr¨®n. Simbolismo y decadentismo, existencialismo, naturalismo o experimentalismo se suceden o coexisten
?Qu¨¦ es lo indiscutible en las Am¨¦ricas durante el siglo de construcci¨®n de las naciones independientes? Sin duda, los prof¨¦ticos g¨¦neros de la hibridez. No hubo gran novela realista; s¨ª, en cambio, sintom¨¢ticos frescos hist¨®rico-geogr¨¢ficos, como Facundo (1845), de Domingo Faustino Sarmiento, o cuentos, nouvelles y diarios de inesperado refinamiento formal. El matadero (escrito hacia 1840), de Esteban Echevarr¨ªa, cuenta en pocas p¨¢ginas un asunto nimio que ha sido reelaborado, muchas veces, hasta convertirse en una de las met¨¢foras americanas: un joven blanco atraviesa a caballo y en silla de montar europea el maloliente y cenagoso sitio de las afueras de Buenos Aires donde los mulatos y negros matarifes sacrifican las reses; es humillado, casi violado; y muere de furia. Y, al final del periodo, los Diarios de guerra de Jos¨¦ Mart¨ª erigen la prosa perfecta, la cumbre de todo el siglo: el guerrero que se apresura hacia su muerte practica la frase elegante y diamantina del espa?ol de Graci¨¢n mientras le llega su "destino americano".
As¨ª, en Espa?a se enfrentan lo rural y lo urbano, aunque ya a mediados del siglo XIX la prosa realista se hace cargo de la ciudad y su experiencia; en Am¨¦rica, a destiempo, todo eso que los autores espa?oles desarrollaron durante casi cien a?os se har¨¢ en el lapso siguiente, en los primeros treinta del siglo XX.
Con un problema a?adido a ambos lados del Atl¨¢ntico: desde 1900 no existe un ¨²nico patr¨®n con el que medir los logros y discutir las precedencias: nada similar al gran realismo decimon¨®nico. Simbolismo y decadentismo, existencialismo, naturalismo o experimentalismo se suceden o coexisten de manera a veces beligerante. De todos modos, ?c¨®mo refutar la inclusi¨®n, entre lo peninsular imprescindible, de Sonata de oto?o de Valle-Incl¨¢n, de El ¨¢rbol de la ciencia de P¨ªo Baroja, de Niebla de Miguel de Unamuno, de La familia de Pascual Duarte de Camilo Jos¨¦ Cela, de Nada de Carmen Laforet, de El Jarama de S¨¢nchez Ferlosio, de Reivindicaci¨®n del conde don Juli¨¢n de Juan Goytisolo, de Recuento de Luis Goytisolo, de Entre visillos de Carmen Mart¨ªn Gaite, de Volver¨¢s a Regi¨®n de Juan Benet, de Si te dicen que ca¨ª de Juan Mars¨¦?
De la misma manera, en Am¨¦rica: ?c¨®mo borrar alguno de estos t¨ªtulos y nombres? Ficciones de Jorge Luis Borges, Los siete locos de Roberto Arlt, Paradiso de Jos¨¦ Lezama Lima, Los pasos perdidos de Alejo Carpentier, Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos, El llano en llamas de Juan Rulfo, El astillero de Juan Carlos Onetti, Rayuela de Julio Cort¨¢zar, Conversaci¨®n en La Catedral de Mario Vargas Llosa, Cien a?os de soledad de Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez, Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante, Zama de Antonio di Benedetto, Boquitas pintadas de Manuel Puig, Cicatrices de Juan Jos¨¦ Saer?
En todos los casos se ha elegido lo indiscutible. Aunque no siempre coincida con lo excelente: son mejores los cuentos de Bestiario que Rayuela, pero no se pueda dejar ¨¦sta de lado; la m¨¢s conocida novela de iniciaci¨®n del siglo XX en espa?ol. Y muchos la consideran obertura crucial de muchas vocaciones literarias.
Refutar o borrar estos ejemplos es imposible. No menos dif¨ªcil es razonar las obras elegidas; casi in¨²til, adem¨¢s persuadir al lector de que sea l¨®gico que t¨ªtulos m¨¢s conocidos o autores m¨¢s populares no aparezcan. Al rev¨¦s, hay cierta verg¨¹enza por el lugar com¨²n: ?otra vez El Jarama, otra vez Cien a?os de soledad? Por ¨²ltimo, un reproche l¨®gico: ?d¨®nde est¨¢n las mujeres? ?S¨®lo dos espa?olas y ninguna americana? Por supuesto, se puede responder que en Am¨¦rica est¨¢n las poetas; aunque tampoco hay que olvidar que la ¨²nica tradici¨®n narrativa que contiene un n¨²mero relevante de grandes narradoras en una secuencia tan prolongada como extraordinaria y voluminosa es la anglosajona: Austen, Bront?s, Eliot (George), Cather, Mansfield, Porter, O'Connor, McCullers...
Lo propio, lo ajeno, la lengua. Comunidad ling¨¹¨ªstica no supone comuni¨®n hist¨®rica o est¨¦tica. En los a?os sesenta se rompi¨® el tronco com¨²n de lecturas -P¨¦rez Gald¨®s y Sarmiento, Blest Gana y Baroja, Mariano Azuela, Ricardo G¨¹iraldes y Juan Ram¨®n Jim¨¦nez, R¨®mulo Gallegos y Azor¨ªn- que se hab¨ªa mantenido en los sistemas de ense?anza americanos desde el siglo XIX. Los americanos, salvo excepciones, se sienten ahora m¨¢s pr¨®ximos a Flaubert o a Faulkner que a Baroja o P¨¦rez Gald¨®s, y adem¨¢s, no leen a sus contempor¨¢neos peninsulares. Los espa?oles, que tuvieron que incorporar a los ultramarinos en los ¨²ltimos cincuenta a?os, no aceptan de buen grado ser una sola isla m¨¢s de un archipi¨¦lago de l¨ªmites inaprensibles; una isla poco visitada por el resto de los habitantes del conjunto.
Por eso la lista de libros debe bifurcarse; por eso las experiencias de lectura no pueden componer una unidad artificial. Por eso, en realidad, la aut¨¦ntica iniciaci¨®n se dar¨¢ en medio de la duda y el conflicto.
Lo excelente. Si lo indiscutible es una mezcla inquietante de gustos opuestos y resquemores nacionales, menos tranquilizador es el espacio de la excelencia. Tampoco aqu¨ª existe un solo criterio. Hay excelencia dentro de la tradici¨®n; hay excelencia traducible, la hay intraducible. Muchas veces lo convencional y codificado viaja mucho mejor que lo excelente.
No obstante, quien una vez agotado el tesoro de lo indiscutible quiera encontrar obras extraordinarias o reveladoras puede frecuentar -de una isla a otra del archipi¨¦lago- a Teresa de la Parra (Ifigenia), Macedonio Fern¨¢ndez (No toda es vigilia la de los ojos abiertos), Juan Filloy (Op Oloop), Rafael S¨¢nchez Mazas (Rosa Kr¨¹ger), Ram¨®n G¨®mez de la Serna (El incongruente), Norah Lange (Cuadernos de infancia), Virgilio Pi?era (La carne de Ren¨¦), Felisberto Hern¨¢ndez (Nadie encend¨ªa las l¨¢mparas), Silvina Ocampo (La furia y otros cuentos), Jos¨¦ Mar¨ªa Arguedas (Los r¨ªos profundos), Jos¨¦ Donoso (El lugar sin l¨ªmites), ?ngel V¨¢zquez (La vida perra de Juanita Narboni), Jorge Edwards (El peso de la noche), Reinaldo Arenas (Celestino antes del alba), Jos¨¦ Emilio Pacheco (Las batallas del desierto), Ana Mar¨ªa Matute (Primera memoria), Ana Mar¨ªa Moix (Julia), Cristina Peri Rossi (Los museos abandonados), Javier Mar¨ªas (Los dominios del lobo) o Enrique Vila-Matas (Historia abreviada de la literatura port¨¢til).
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