La identidad est¨¢ en las palabras
Hay quien sostiene que es una tonter¨ªa decir que una persona no tiene clara su identidad, porque eso, la identidad, es lo que uno es en cada momento, con todas sus dudas, sus confusiones y sus zozobras, de manera que resultar¨ªa imposible carecer de identidad. Bueno, pues s¨ª, es verdad, pero es una verdad que se acerca demasiado a la mentira, porque lo cierto es que hay individuos que parecen estar m¨¢s a gusto que otros en su piel y en su papel, que parecen tener m¨¢s definido el relato de lo que son. Porque eso es lo que venimos a llamar identidad: el cuento que nos contamos sobre nosotros mismos.
Tomemos el conmovedor caso del llamado Piano Man, el joven que apareci¨® a primeros de abril en una ciudad inglesa, mudo, perdido dentro de s¨ª mismo, con las ropas empapadas, y que desde entonces, y hasta el momento en que escribo estas l¨ªneas (este art¨ªculo tarda un par de semanas en imprimirse), permanece en un psiqui¨¢trico brit¨¢nico sin que nadie sepa qui¨¦n es. Sus cuidadores le dieron un papel y un l¨¢piz, para ver si escrib¨ªa su nombre. Pero lo que hizo fue dibujar un piano con meticuloso detalle. Le llevaron entonces ante un piano de verdad, y el joven se sent¨® y toc¨® durante varias horas, maravillosamente y sin parar. Sigue siendo, por tanto, lo que seguramente siempre fue: un pianista. No ha perdido su t¨¦cnica, su memoria musical (incluso ha compuesto piezas propias), y adem¨¢s es capaz de comer y vestirse y valerse solo. Es, en definitiva, todo lo que era, pero le falta algo esencial: la palabra. Y no s¨®lo la palabra exterior, la que le permite comunicarse con los dem¨¢s, sino tambi¨¦n, a lo que parece, la palabra interior, la que le construye como persona. Sin palabras, no hay relato de lo que uno es. Y sin esa narraci¨®n no hay identidad.
"'Piano Man' no ha perdido su memoria musical, pero le falta algo esencial: la palabra"
Para ser, tenemos que contarnos. Y ese cuento ser¨¢ m¨¢s sano, m¨¢s equilibrado y m¨¢s feliz si no se separa demasiado de la realidad. Sin duda todos metemos mucha imaginaci¨®n al relato de nuestras vidas, pero una cosa es utilizar esa fantas¨ªa inevitable con la que redondeamos las cosas y damos una apariencia de orden y destino al caos del mundo, y otra desbarrar y crear una identidad falsificada. Cuanto m¨¢s lejos est¨¦ esa narraci¨®n de lo real (como, por ejemplo, el pasado heroicamente victimista y de un nacionalismo sin fisuras que han inventado los abertzales vascos, porque tambi¨¦n hay identidades colectivas), m¨¢s enfermo ser¨¢ el cuerpo individual o social que la sustenta.
Recuerdo ahora a ese pobre desgraciado de diecis¨¦is a?os, el norteamericano Jeff Weise, que, en marzo pasado, asesin¨® a sus abuelos y a otras siete personas de su escuela, antes de suicidarse. Weise era ind¨ªgena y viv¨ªa en una reserva india chipeua, pero en los foros de Internet dec¨ªa que por sus venas corr¨ªa un poco de sangre alemana, irlandesa y franco-canadiense, y se defin¨ªa como "nazi-ind¨ªgena", una f¨®rmula inusual y tr¨¢gicamente estrafalaria que demuestra hasta qu¨¦ punto ese chico necesitaba seguridades, poner etiquetas a su confusi¨®n y crearse una identidad rotunda y sin sombras. Todos necesitamos decirnos que somos algo.
Y recuerdo tambi¨¦n el reciente y pat¨¦tico ejemplo de Enric Marco, el ex presidente de una asociaci¨®n de espa?oles en Mauthausen, ese abuelo de 84 a?os que, haciendo un da?o b¨¢rbaro a una causa just¨ªsima, fingi¨® durante a?os haber estado prisionero en un campo nazi y fue contando sus sufrimientos por doquier. Sufrimientos todos ellos reales, s¨ª, pero de otras personas. He aqu¨ª un caso de hipertrofia de identidad: por af¨¢n de protagonismo, o porque de ese modo sus denuncias eran m¨¢s eficaces, como ¨¦l mismo dijo intentando justificarse, o porque necesit¨® ser alguien, como Weise, se construy¨® una historia personal con fragmentos de los relatos colectivos.
Pero el caso m¨¢s alucinante de identidad ficticia acaba de salir en los peri¨®dicos. Se trata de Fr¨¦d¨¦ric Bourdin, un franc¨¦s de 31 a?os que lleva toda su vida haci¨¦ndose pasar por otras personas. En concreto, simula ser un ni?o perdido y necesitado de ayuda. La ¨²ltima vez fue en Pau, Francia, hace un par de meses: aparent¨® ser un hu¨¦rfano espa?ol de 15 a?os, y lo hizo tan bien, pese a su edad, que le acogieron en un centro de menores y le apuntaron en un colegio, a cuyas clases iba. Pobre tipo: ya ha estado en la c¨¢rcel con anterioridad, por fingir ser el hijo perdido de una familia (la madre y el hermano se tragaron el cuento). Bourdin, hijo de padre desconocido, ha debido de tener una infancia muy triste. Se me ocurre que el ¨¦xito de sus mentiras tal vez radique en que, en el fondo, son verdades. Muy dentro de s¨ª mismo, en el relato de su identidad, Fr¨¦d¨¦ric Bourdin es un ni?o eterno.
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