Comuneros y ciudadanos
Se puede sorprender a Plat¨®n, a trav¨¦s de las palabras que pone en boca de S¨®crates en su di¨¢logo Fedro, en el trance de retorcer literalmente su alma para dejar atr¨¢s el lenguaje de los mitos y su sabidur¨ªa milenaria y abrir el camino de la escritura (Fedro es un di¨¢logo escrito) con sus miserias incorporadas. Parece que fue precisamente en aquellos di¨¢logos plat¨®nicos, que se dir¨ªa crecen en actualidad con el paso de los siglos, donde se dio fe de nacimiento a la filosof¨ªa y comenz¨® a ejercitarse por escrito la raz¨®n tal como la venimos entendiendo desde entonces en la cultura occidental.
Cuentan quienes de eso saben (v¨¦ase por ejemplo La regla del juego, de Jos¨¦ Luis Pardo) que la escritura acab¨® con el mito como relato explicativo de los or¨ªgenes y de la totalidad del mundo de los antiguos, y que lo hizo curiosamente a trav¨¦s de su rasgo m¨¢s externo, al que Plat¨®n se resiste con magn¨ªfica iron¨ªa en el di¨¢logo citado, es decir, su literalidad. La escritura es un sistema de comunicaci¨®n que fija cada relato en caracteres inamovibles y lo hace comparable por ello con otras versiones del mismo relato. Al escribirse el mito (cuya gram¨¢tica era la tradici¨®n oral) surgi¨® un sinn¨²mero de versiones distintas dependiendo de qui¨¦n lo narrara o ante qu¨¦ interlocutores o en qu¨¦ momentos lo hiciera. La cohesi¨®n social propiciada por el mito se qued¨®, pues, con el culo al aire (literalmente) para dar paso a la escritura y a la ciudad, es decir, al lenguaje propio de la polis griega y de la raz¨®n, enterradoras de la mitolog¨ªa y del mundo arcaico.
Tan peligrosos o m¨¢s que la globalizaci¨®n son los intentos de copar la ciudadan¨ªa por parte de una sola comunidad
La ciudad es el espacio p¨²blico de todas las comunidades porque, parad¨®jicamente, no cabe en ella una sola
He mencionado la violencia que se hizo Plat¨®n a s¨ª mismo en ese di¨¢logo para establecer las bases de la renuncia al mito. Y Plat¨®n no era un cantama?anas. El lenguaje del mito o, si se quiere, de la tribu o, si se prefiere, de la comunidad, cala muy hondo en los corazones.
Podemos definir una comunidad, cualquier comunidad, desde el punto de vista de las historias que en ella se cuentan y que entretejen la historia o el relato del grupo, lo que lo cohesiona e identifica como tal. En ese tipo de relatos existe un elemento esencial y diferenciador del lenguaje que configura otros espacios habitables (como el espacio laboral o el espacio p¨²blico), y consiste en que cada miembro de la comunidad es alguien reconocible y, por ello, insustituible, con identidad propia en el marco de la identidad comunitaria. Y eso aporta mucho valor en una ¨¦poca donde, "muerto dios y muerto el hombre", la oferta parece indicar que (no) somos nadie, sino seres inidentificables, perfectamente sustituibles sin tr¨¢mites mayores, como se deduce de las pr¨¦dicas incansables de los liberales globalizadores. El lenguaje de la comunidad, por el contrario, se configura con historias que dan identidad, es decir, que se apoyan en la ficci¨®n.
Los estudiosos de este asunto suelen distinguir entre comunidad de reconocimiento (espacio donde somos alguien) y comunidad de intereses (espacio donde recibimos algo), pero con mucha frecuencia han viajado juntas ambas acepciones. El siglo XX nos ha mostrado hasta la saciedad ejemplos de comunidades con l¨ªderes habilidosos que, conscientes de la fuerza social del reconocimiento, supieron generar comunidades de intereses insaciables, autoras de los grandes cataclismos sociales padecidos por tanta gente (la nazi y la comunista pueden haber sido las m¨¢s terribles, sin olvidar la serbia ni otras m¨¢s cercanas). En todos esos casos el problema no era tanto (aunque lo era) la comunidad en s¨ª, sino su af¨¢n de tomar el Estado, de convertir el espacio p¨²blico de todos en su patio exclusivo de vecinos, de pasar a ser la ¨²nica comunidad de la ciudad.
Dec¨ªa antes que el lenguaje de la comunidad no puede ser otro que la ficci¨®n y que esta conforma, a su vez, la identidad. Los otros espacios (el laboral y el p¨²blico) utilizan otras formas del lenguaje. En ellos pueden entretejerse relaciones personales, por supuesto, pero no son lo propio del espacio laboral o del p¨²blico, son lo propio de la comunidad. Hay que tener en cuenta que el entramado de nuestro vivir no se acota mec¨¢nicamente a los diferentes espacios y por eso mezclamos diversos tipos de gram¨¢tica constantemente. Pero si fu¨¦ramos capaces de situarnos en un ¨¢mbito conceptual por un momento, ver¨ªamos sin dificultad que el lenguaje del trabajo de un m¨¦dico, por ejemplo, lo conforman las historias cl¨ªnicas, los protocolos de salud, los tratamientos que receta. Claro que un m¨¦dico puede contarnos historias (y dir¨ªamos ?qu¨¦ majo! si las contase bien), pero le retirar¨ªamos nuestra confianza si no fuera capaz de establecer un diagn¨®stico y de aplicarnos un tratamiento eficaz (dir¨ªamos ?qu¨¦ mal m¨¦dico! si no lo hiciera). En el ¨¢mbito p¨²blico ocurre algo similar; son las pol¨ªticas que se formulan y aplican en la salud, la econom¨ªa o la educaci¨®n lo que esperan los ciudadanos de los pol¨ªticos, no su capacidad de engatusar al personal con historias.
Algunos intelectuales pronacionalistas ilustraban en art¨ªculos publicados durante el ¨²ltimo proceso electoral su apuesta, m¨¢s efectista y publicitaria que efectiva, por una "ciudadan¨ªa vasca" con el complemento necesario de "la solidaridad". Pero ser¨ªan precisamente los apellidos o el reconocimiento lo que no puede ni debe ofrecer la ciudad. La ciudadan¨ªa no tiene apellidos ni puede tenerlos (eso es propio de la comunidad), no es vasca ni francesa ni espa?ola ni china. Es simplemente ciudadan¨ªa (aunque f¨ªsicamente tenga un contexto geogr¨¢fico e hist¨®rico, por supuesto), es el espacio donde no se nos reconoce con nombre y apellidos porque, por definici¨®n, en la ciudad no podemos ser otra cosa que uno cualquiera.
Lo propio de la ciudad es elaborar la ley para todos los cualquiera, iguales por esa raz¨®n ante la ley, y aplicarla a todas las comunidades, porque la ciudad no puede ser sino un conjunto de comunidades diversas que, pasados sus miembros por el filtro de la cualquieridad, se armonizan en el espacio p¨²blico. Esta es la grandeza de la ciudad y de la ciudadan¨ªa. Y la aplicaci¨®n de la ley se llama justicia y los ciudadanos reclamar¨¢n que se aplique a todos los miembros de las distintas comunidades y luchar¨¢n tambi¨¦n para que las leyes se perfeccionen. En el ¨¢mbito de lo p¨²blico, cuando alguien consigue mantener sus apellidos lo hace siempre para perpetuar sus privilegios.
Por otra parte, cuando no se tiene claro el significado de la ciudad, suele aparecer la necesidad imperiosa de agrandar el papel de la solidaridad (virtud privada orientada a rellenar las fallas de la justicia) con el objetivo, incluso, de que sustituya a la justicia misma (virtud p¨²blica por excelencia). Este tipo de pensamiento, de engranaje muy sutil, suele buscar apoyo casi siempre en la ruptura de moldes de la homogeneidad globalizada que las lecturas comunitaristas o nacionalistas de la ciudad protagonizar¨ªan. Y si es evidente que cualquier proceso de personalizaci¨®n o de reconocimiento de individuos y comunidades choca con la globalizaci¨®n liberal que se nos viene imponiendo, no lo es menos que tan peligrosos como la globalizaci¨®n (o m¨¢s, en casos como el vasco) son los intentos de copar la ciudadan¨ªa por parte de una sola comunidad m¨¢s o menos exaltada. Ya es el colmo cuando los liberales se comportan adem¨¢s como nacionalistas excluyentes.
Y en este contexto, ?se puede seguir manteniendo la bondad de promover la acci¨®n c¨ªvica desde una comunidad? Me parece evidente que s¨ª, a condici¨®n de que no se confundan comunidad y ciudad o de que se entienda que la ciudad es el espacio p¨²blico de todas las comunidades, porque parad¨®jicamente no cabe en ella una sola comunidad (sujeto de un derecho natural inalienable o de derechos hist¨®ricos irrenunciables, dos ficciones muy peligrosas).
Del diccionario Mar¨ªa Moliner puede extraerse a prop¨®sito de la palabra "comunero" la idea de alguien reconocido socialmente (en su comunidad), consciente de sus derechos grupales e individuales (y de sus deberes), pero con la capacidad intacta de rebelarse contra lo injusto, aparezca dentro o fuera de su comunidad. Por ello dir¨ªa que me siento m¨¢s bien comunero que comunitarista o comunionista. Comunero y ciudadano, cada cosa en su sitio.
Carlos Trevilla Acebo es representante de UGT en el Consejo Econ¨®mico y Social de Euskadi y miembro de Aldaketa.
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