De Oriente a Occidente
Se ha arriesgado el Festival de Edimburgo a la hora de pensar con qu¨¦ espect¨¢culo abrir su oferta oper¨ªstica de este a?o. Hay dos producciones nuevas -Curlew River, de Britten, y La muerte de Klinghoffer, de Adams- y una compa?¨ªa invitada, la Opera de Tours, con una obra tan francesa -y por ello tan del gusto brit¨¢nico- como L'amour masqu¨¦, de Messager. Y ha preferido empezar por la menos vistosa, por la m¨¢s simple, pero tambi¨¦n por la m¨¢s intensa y, en cierto sentido, la m¨¢s teatral... aunque no sea una ¨®pera.
Curlew River naci¨® de un viaje a Jap¨®n en 1955, de la impresi¨®n causada al autor por el ritual del teatro Noh ejemplificado en una pieza de la primera mitad del siglo XV: Sumidagawa, de Juro Motomasa. El estreno ser¨ªa en 1964 y desde entonces se da poco, bastante menos que otras obras de su autor. Britten traslada los rasgos del Noh a su propia cultura. La antig¨¹edad japonesa se sustituye por la East Anglia medieval y el agn¨®stico pero siempre religioso compositor se sirve de una comunidad mon¨¢stica que representa para s¨ª misma una "par¨¢bola para la Iglesia". La acci¨®n es simple: una madre, loca por haber perdido a su hijo, encuentra su tumba en medio de los peregrinos que deben atravesar el r¨ªo Curlew, curiosamente, de este a oeste. En la pieza original el final es amargo, en la de Britten, esperanzado: el esp¨ªritu del hijo cura a su madre desde la muerte. Curlew River no es, pues, una ¨®pera, y pasar de la desnudez del templo -para la que est¨¢ concebida- a la necesidad esc¨¦nica no era tarea f¨¢cil. Olivier Py lo ha logrado con un montaje mod¨¦lico, desde una econom¨ªa de medios que juega con un escenario de reducidas dimensiones -el del Royal Lyceum Theatre- en el que la peque?a formaci¨®n instrumental -flauta, trompa, viola, contrabajo, arpa, ¨®rgano y percusi¨®n- convive con los cantantes en lo que es r¨ªo y barco, monasterio y camerino, oraci¨®n y locura. Cuando sali¨® a saludar, vestido con falda escocesa, recibi¨® una de esas ovaciones que demuestran que a veces los p¨²blicos entienden a los directores de escena, lo que suele ocurrir cuando ¨¦stos se hacen comprender.
Como en el Noh, en Curlew River no hay actrices. Son los hombres los que hacen el papel de las mujeres. Aqu¨ª hay s¨®lo una: la Loca. Toby Spence -reciente Tamino en La flauta m¨¢gica del Teatro Real- dio una lecci¨®n inolvidable como actor y como cantante. Vestido de mujer por el resto de los monjes -se avisaba de que habr¨ªa un desnudo integral, el suyo-, maquill¨¢ndose a la vista del p¨²blico, su actuaci¨®n fue simplemente prodigiosa. Era, en efecto, la locura, pero tambi¨¦n la esperanza, el abandono y la sorpresa. Simplemente maravilloso en cada gesto, en cada movimiento, en cada arrebato. Tras ¨¦l, muy cerca, el Barquero de William Dazeley -por cierto, Mahmoud en el estreno mundial de La muerte de Klinghoffer- nos llev¨® de la incomprensi¨®n a la piedad a trav¨¦s de esa traves¨ªa que ¨¦l conduc¨ªa. Neal Davies, en el Viajero, mostr¨® c¨®mo su estilo se ha depurado frecuentando el repertorio barroco pero, sobre todo, dio una lecci¨®n actoral en un personaje que, en buena medida, representa al testigo, es la figura esc¨¦nica de los propios espectadores. Tim Mirfin fue el Abad y Tom Baird el esp¨ªritu del hijo de la madre loca, el que abre al fin la puerta de la verdad.
Los siete m¨²sicos, preparados por Gary Walker, asumieron perfectamente que ellos son tambi¨¦n voces del drama y dieron a la m¨²sica de Britten su car¨¢cter ritual, su belleza inmarchitable. Y eso fue, en el fondo, lo que vimos. Una lecci¨®n de belleza, de inteligencia, en una pieza que sigue tan viva como su pretexto oriental porque llama a lo m¨¢s duradero del ser humano, al sufrimiento y a la b¨²squeda, al anhelo -tan britteniano- de triunfar sobre la muerte.
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