?ltimas respuestas
Momentos antes de morir, Gertrude Stein pregunt¨®:
"?Cu¨¢l es la respuesta?".
Nadie contest¨®.
Se ri¨® y dijo: "En ese caso ?cu¨¢l es la pregunta?"
Entonces muri¨®.
Donald Sutherland, ]]>Gertrude Stein.
El 19 de abril de 1616, al d¨ªa siguiente de haber recibido la extremaunci¨®n, Miguel de Cervantes Saavedra decidi¨® dedicar su ¨²ltimo libro, Los trabajos de Persiles y Segismunda, a don Pedro Fern¨¢ndez de Castro, conde de Lemos, obra que, en su opini¨®n, se atrev¨ªa "a competir con Heliodoro", novelista griego hoy vigorosamente olvidado, cuya Aethiopica Cervantes admiraba. Tres o cuatro d¨ªas m¨¢s tarde (los historiadores no se ponen de acuerdo), Cervantes muere, dejando a cargo de su viuda la publicaci¨®n del Persiles. Su Quijote, si podemos creer, al menos en parte, el modesto excusatio que encabeza el primer volumen, era para Cervantes una obra lamentablemente menor. "?Qu¨¦ podr¨¢ engendrar el est¨¦ril y mal cultivado ingenio m¨ªo, sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno, bien como quien se engendr¨® en una c¨¢rcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitaci¨®n?", pregunta a su desocupado lector. En su lecho de muerte, decidido a juzgar el valor de sus propias labores, Cervantes concluye que el Persiles, o quiz¨¢ su larga e inconclusa Galatea, ha de ser su testamento literario. Los lectores han optado por no acatar su juicio, y es el Quijote el que es ahora nuestro contempor¨¢neo, mientras que el resto de la obra de Cervantes se ha convertido casi toda en forraje para acad¨¦micos. El Quijote representa para nosotros la totalidad de la obra cervantina y quiz¨¢ tambi¨¦n al mismo Cervantes.
El aprendizaje del arte nunca acaba y las obras producidas nunca llegan a ser del todo logradas
Ignorar qu¨¦ tarea le ha sido asignada y sin embargo intuir cu¨¢ndo ¨¦sta ha llegado a su perfecto fin, ¨¦sta es la paradoja que agobia a todo artista
Como Cervantes, intuimos mal nuestro destino. Bajo la maldici¨®n de ser conscientes, sabemos que nuestras vidas son un viaje que, como todo viaje, debe haber tenido un comienzo y sin duda alcanzar¨¢ un fin, pero cu¨¢ndo fue dado el primer paso y cu¨¢ndo ser¨¢ dado el ¨²ltimo, ad¨®nde nos dirigimos y por qu¨¦, y a la espera de qu¨¦ frutos, son preguntas para las cuales carecemos de respuesta. Podemos consolarnos, como el mismo don Quijote, con la convicci¨®n de que nuestras buenas intenciones y nuestro noble sufrimiento misteriosamente nos justifican, y que a trav¨¦s de nuestras acciones mantenemos de alg¨²n modo el secreto equilibrio del universo. Tal consuelo, sin embargo, no es ni seguro ni sosiego.
Los jud¨ªos creen que 36 hombres justos, los Lamed Wufniks, justifican al mundo ante Dios. Cada uno de ellos no sabe qu¨¦ es un Lamed Wufnik ni tampoco el nombre de los otros 35 pero, por razones que s¨®lo Dios sabe, su existencia impide que el mundo se vuelva polvo y ceniza. Es posible que no haya acto, por m¨¢s ¨ªnfimo y banal que sea, que no cumpla el mismo prop¨®sito. Es posible que cada una de nuestras vidas (y la de cada insecto, cada ¨¢rbol, cada nube) sea como una letra en un texto cuyo significado depende de una cierta sintaxis que desconocemos, componiendo un relato cuyo principio ignoramos y cuyo fin no leeremos. Si la letra L en este p¨¢rrafo tuviera conciencia de s¨ª misma, podr¨ªa hacerse las mismas preguntas e, incapaz de leer la p¨¢gina en la que est¨¢ escrita, no recibir¨ªa tampoco respuesta alguna.
Ignorar qu¨¦ tarea le ha sido asignada y sin embargo intuir cu¨¢ndo ¨¦sta ha llegado a su perfecto fin, ¨¦sta es la paradoja que agobia a todo artista desde la primera tarde del mundo. En todas las ¨¦pocas, los artistas han sabido que sus labores tienen un ¨²ltimo prop¨®sito cuya raz¨®n les ser¨¢ vedada para siempre. A veces, sabr¨¢n que han logrado algo sin entender exactamente qu¨¦ ni c¨®mo, o sospechar¨¢n que est¨¢n por lograr algo que acabar¨¢ por escap¨¢rseles, o comprender¨¢n que les ha sido dada una tarea cuya definici¨®n incluye la imposibilidad de ser realizada. Un largo cat¨¢logo de monumentos, cuadros, sinfon¨ªas y novelas inconclusas testimonian de esta ins¨®lita confianza; otras valientemente proclaman que tambi¨¦n el ¨¦xito se halla (aunque raras veces) entre nuestras posibilidades.
En una de las muchas p¨¢ginas de En busca del tiempo perdido, Marcel descubre que el escritor Bergotte ha muerto despu¨¦s de una visita al museo donde est¨¢ expuesta la Vista de Delft de Vermeer. Un cr¨ªtico hab¨ªa observado que "cierto parche de muro amarillo" estaba pintado con tal maestr¨ªa que, visto aisladamente, parec¨ªa poseer "una belleza autosuficiente". Bergotte, que cree conocer bien el cuadro, penosamente hace el viaje al museo a pesar de las ¨®rdenes del m¨¦dico, para volver a verlo. "Es as¨ª como yo debiera haber escrito", se lamenta antes de desplomarse sin sentido frente al cuadro. En su agon¨ªa, Bergotte reconoce en esa min¨²scula pincelada de Vermeer algo que ¨¦l jam¨¢s ha podido lograr: la perfecci¨®n. Con esta atroz revelaci¨®n, muere. La escena narrada por Proust es ejemplar. Una obra plenamente lograda, que basta al espectador y se basta a s¨ª misma, constituye una referencia ante la cual todo artista puede medir su propio trabajo y conocer su propio destino. Ante esa obra ajena, sabe lo que quiere decir alcanzar (o no alcanzar) su meta, y puede decidirse a proseguir su carrera o detenerse.
Pero no toda interrupci¨®n se debe a una falta de perfecci¨®n. Cuando Kafka abandona su Castillo antes de la conclusi¨®n formal de la historia, cuando Gaud¨ª muere antes de acabar su Sagrada Familia, cuando Mahler s¨®lo anota las primeras partes de su d¨¦cima sinfon¨ªa, cuando Miguel ?ngel se reh¨²sa a seguir trabajando en la Piet¨¤ de Florencia, somos nosotros, el p¨²blico, y no el artista, quien considera que la labor ha quedado a medio acabar. Para el creador, la obra podr¨¢ ser esquem¨¢tica, truncada, modesta pero nunca insuficiente, fragmentaria como aquel peque?o parche amarillo de Vermeer aislado en la visi¨®n de quien lo contempla.
Rimbaud interrumpi¨® su carrera po¨¦tica a los 19 a?os; Salinger no escribi¨® m¨¢s cuentos despu¨¦s de 1963; Enrique Banchs public¨® su ¨²ltimo libro en 1911 y luego vivi¨® 57 a?os m¨¢s sin decidirse a publicar otro. No sabemos si estos creadores sintieron en cierto momento que hab¨ªan logrado todo lo que deb¨ªan lograr y que pod¨ªan entonces retirarse de la escena habiendo ya cumplido su rol. Desde nuestra distancia de lectores, es cierto que su obra parece acabada, madura, perfecta. Pero ?fue as¨ª como ellos lo vieron?
Pocos son los artistas que reconocen su genio sin hip¨¦rbole y sin modestia. La figura paradigm¨¢tica es Dante, quien, escribiendo su gran poema, sabe que era grande y as¨ª se lo dice al lector. Para la mayor parte de los otros, sin embargo, el aprendizaje del arte nunca acaba y las obras producidas nunca llegan a ser del todo logradas.
Cuenta un c¨¦lebre artista japon¨¦s: "Desde los seis a?os sent¨ª el impulso de dibujar las formas de las cosas. Hacia los cincuenta, expuse una colecci¨®n de dibujos, pero nada de lo ejecutado antes de los 70 me satisface. S¨®lo a los 73 a?os pude intuir, siquiera aproximadamente, la verdadera forma y naturaleza de las aves, peces y plantas. Por consiguiente, a los 80 a?os habr¨¦ hecho grandes progresos; a los 90 habr¨¦ penetrado en la esencia de todas las cosas; a los 100 habr¨¦ seguramente ascendido a un estado m¨¢s alto, indescriptible, y si llego a 110 a?os, todo, cada punto y cada l¨ªnea, vivir¨¢. Invito a quienes vivir¨¢n tanto como yo a verificar si cumplo estas promesas. Escrito a la edad de 75 a?os, por m¨ª, antes Hokusai, ahora llamado Huakivo-Royi, el viejo enloquecido por el dibujo".
Si un artista ha interrumpido su carrera o si la ha proseguido hasta su ¨²ltimo aliento, si siente que algo de lo que ha hecho sobrevivir¨¢ a su polvo y sus cenizas o si cree que su obra, como advierte el Eclesiast¨¦s, no es sino "vanidad y aflicci¨®n de esp¨ªritu", somos nosotros, su p¨²blico, quienes seguimos buscando en lo creado y expuesto cierto grado de m¨¦rito: una jerarqu¨ªa est¨¦tica, moral o filos¨®fica. Creemos saber m¨¢s que el creador.
Nuestra arrogancia presupone verdades que no son, quiz¨¢, ciertas. Pensamos que existe, entre las obras de Corot, de Shakespeare, de Verdi, una m¨¢s sublime que todas las otras, una frente a la cual todas las otras parecen borradores y notas, una que definimos como culminante, como c¨²spide.
En uno de sus cuentos, Henry James arguy¨® que deb¨ªa existir un tema, una idea, un nombre entretejido a las creaciones de todo artista como la figura repetida y escondida en un tapiz. La noci¨®n de una ¨²nica obra "testamentaria", una obra que resume el legado del artista, es como la "figura en el tapiz" de James, pero sin el tapiz.
Partimos de un error. Puesto que nuestro conocimiento del mundo es fragmentario, creemos que el mundo mismo es fragmentario. Creemos que las piezas y retazos que hallamos y reunimos (retazos de experiencia, de dolor, de placer, de revelaci¨®n) existen maravillosamente aislados como cada una de las motas en una nube de polvo de estrella. Olvidamos la nube, olvidamos que el polvo fue, en un comienzo, estrella. Don Quijote y Hamlet son, tal vez, las obras testamentarias de Cervantes y de Shakespeare. Picasso hubiese podido guardar sus pinceles despu¨¦s del Guernica y Rembrandt despu¨¦s de La ronda de noche. Mozart hubiera podido morir contento despu¨¦s de componer La flauta m¨¢gica y Verdi despu¨¦s de Falstaff. Pero en tal caso, algo hubi¨¦ramos perdido. Hubi¨¦ramos perdido las aproximaciones, las versiones indecisas, las variaciones, los rodeos, los tanteos tenebrosos, todo el resto de su universo creativo. Hubi¨¦ramos perdido los errores, los abortos, las im¨¢genes censuradas, los recortes, las creaciones menos inspiradas. Puesto que no somos inmortales, debemos satisfacernos con un muestrario y, en tal caso, la elecci¨®n de obras testamentarias sin duda se justifica. Pero s¨®lo si recordamos que, debajo de la pompa y del artificio de tales obras maestras, puede o¨ªrse un rumor de voces, una suerte de humilde susurro que se alza desde una oscura y rica multitud de hojas muertas o rechazadas.
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