Guys and Dolls, casi en versi¨®n de c¨¢mara (oscura)
ALGUNOS DE los mejores musicales de Londres (y del universo mundo) se han cocinado en el Donmar Warehouse, la sala que Sam Mendes reflot¨® en 1992 con, declaraci¨®n de principios, el estreno en Inglaterra de Assasins de Sondheim. Mendes se propuso ofrecer un musical por temporada y as¨ª fueron llegando nuevas versiones de Cabaret, Company, Nine, Into the Woods o estrenos como The Fix. En 2002 le pas¨® la batuta a Michael Grandage, que ya nos ha regalado Merrily We Roll Along, Pacific Overtures, Grand Hotel y ahora Guys and Dolls, el cl¨¢sico instant¨¢neo de Frank Loesser, que desde el pasado mes de junio est¨¢ agotando entradas por el reclamo estelar de Ewan McGregor. Es la primera vez que el Donmar monta un espect¨¢culo directamente en el West End, en su primera colaboraci¨®n con el Ambassador Theatre Group. El Donmar, con sus 250 butacas, era demasiado peque?o para los innumerables fans de McGregor y por eso el musical se ofrece en el Piccadilly, un teatro que abri¨® en 1928 con Blue Eyes, de Jerome Kern, donde Noel Coward triunf¨® con Blithe Spirit, donde My One and Only, el homenaje de Tommy Tune a Gershwin, se eterniz¨® en los ochenta, y donde triunf¨®, en 2003, el Ragtime de Stephen Flaherty.
El musical Guys and Dolls, de Frank Loesser, en Londres, con Ewan McGregor
?Qui¨¦n no conoce Guys and Dolls, "la ¨®pera de tres peniques de Broadway", como lo defini¨® Kenneth Tynan? Un libreto ce?ido, afilado, perfecto, de Jo Swerling & Abe Burrows, y una partitura que es un collar de ¨¦xitos, del primero al ¨²ltimo. Cuatro protagonistas, cuatro historias. Sky Masterson quiere ganar una apuesta con Nathan Detroit: seducir a Miss Sarah Brown, una innacesible virgen del Ej¨¦rcito de Salvaci¨®n de la que, naturalmente, acabar¨¢ enamor¨¢ndose. Sarah quiere evitar que la Misi¨®n cierre sus puertas; Nathan quiere encontrar un lugar para montar su timba, y Adelaide, que lleva 14 a?os de noviazgo con Nathan, quiere abandonar el Hot Box Club y llevarle al altar. Laurence Olivier quiso interpretar a Nathan Detroit en el National, pero se le ech¨® el tiempo encima. Recogi¨® el testigo Richard Eyre: lo mont¨® en 1982 y sane¨® sus arcas, y volvi¨® a repetir la jugada maestra en 1996. Yo cre¨ª tocar el cielo. Energ¨ªa, luz, color, movimiento y m¨²sica alqu¨ªmicamente combinados, un euforizante que te hac¨ªa salir del teatro con una sensaci¨®n de absoluta liviandad: la prueba infalible de que acabas de ver un gran musical.
El Guys and Dolls de Michael Grandage es un estupendo espect¨¢culo, pero sin la espuma fosforescente (y quiz¨¢s irrepetible) del montaje de Richard Eyre. La escenograf¨ªa de Eyre era un mosaico de neones, Camel, Coca-Cola, Planter's Peanuts, Wrigley's Spearmint, irreal pero maravilloso, y los habitantes de Runyoland, lo m¨¢s parecido a una pluripoblada vi?eta de Opisso. Aqu¨ª predomina la nota sombr¨ªa: los callejones, las paredes oscuras y rezumantes, las alcantarillas de la partida final, que, por supuesto, refuerzan las explosiones de color, ya lo entiendo: la noche de Sky y Sarah en La Habana, quintaesencia del puro ensue?o, y los n¨²meros de Adelaide y sus chicas en el cabaret. Entiendo que Grandage quiera frenar la espuma para "buscar la verdad de los personajes", su lado de pobres hombres que juegan a g¨¢nsteres, a tah¨²res de pel¨ªcula. Aqu¨ª, Nathan Detroit es un perdedor absoluto. Y Sky, bajo su apariencia de cool cat, es un chico de campo, una bell¨ªsima persona que se sabe de memoria los proverbios de Isa¨ªas y parece dibujado por Frank Capra. S¨ª, ya vemos el concepto. Pero, por un lado, Grandage exagera en su frenado (no ofrecer el tradicional bis, o los que hagan falta, de Sit Down You're Rocking the Boat es casi una chuler¨ªa de listillo) y, por otro, el realismo no acaba de cuadrarle a un material tan estilizado, tan de cuento de hadas, como Guys and Dolls. Estilizado desde su mismo origen. Damon Runyon escribi¨® el relato original, The Idyll of Miss Sarah Brown, en los d¨ªas de la prohibici¨®n. Pocos sab¨ªan entonces que Runyon, con su perfil de neoyorquino puro y duro, era un chico de Kansas que no lleg¨® a su ciudad so?ada (insisto: so?ada) hasta los 26 a?os. Como Arniches, invent¨® un lenguaje que sus habitantes acabar¨ªan hablando, y destil¨® un mundo peliculero, rutilante y caricaturesco, como un Dick Tracy coloreado con anilinas, cuya efervescencia puede evaporarse si le echan demasiados alcaloides realistas al c¨®ctel. A no ser que luego se agite con violencia, como hizo Mario Gas, jugando tambi¨¦n a la contra, en una versi¨®n oscura y "deconstruida" pero infinitamente m¨¢s imaginativa, en el Nacional de Barcelona, y que, por cierto, deber¨ªa verse alg¨²n d¨ªa en el resto de Espa?a.
Ewan McGregor, por supuesto, es Sky Masterson. Ya vimos que cantaba la mar de bien en Moulin Rouge. Faltaba comprobar si en escena ten¨ªa el mismo encanto que en la pantalla, y lo tiene a espuertas: un encanto natural, suave, nada artificioso. Baila, adem¨¢s, estupendamente. S¨®lo si su voz tuviera algo m¨¢s de potencia ser¨ªa perfecto. El show, de todos modos, se lo lleva Jane Krakowski, la secretaria pizpireta de Ally McBeal y una joven reina del musical yanqui, con un merecid¨ªsimo Tony por su trabajo en Nine junto a (o muy por encima de) Antonio Banderas: compone una Adelaide brillante, sexy, luminosa y, sobre todo, inteligente, a a?os luz de la t¨®pica rubia boba en que a veces se empe?an en convertir al personaje: su Adelaide's Lament, en el que el genio de Loesser relaciona psicosom¨¢ticamente el resfriado con las promesas incumplidas, es de antolog¨ªa. Douglas Hodge, que ya deslumbr¨® en Merrily, es un Nathan Detroit efectiv¨ªsimo, a caballo entre Dennis Quaid y un joven James Gardner. Quiz¨¢s la m¨¢s floja del cuarteto es Jenna Russell, que hab¨ªa sido Cenicienta en Into the Woods y Fantine en Les Miserables, y que aqu¨ª sirve una Sarah Brown demasiado tiesa, como si se reservara para su triunfal escena habanera. Por cierto: apres¨²rense a reservar sus entradas, porque McGregor y Krakowski s¨®lo estar¨¢n en el Piccadilly hasta diciembre.
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