La ciudad sumergida
Ayer supe que mi amigo Uriel est¨¢ en Houston, sano y salvo, aunque apenas con una maleta de su ropa y sin ninguno de los muchos libros, fotos y discos que eran la historia de su vida, casi su vida misma. Hoy al fin pude saber que Javier y Suzanne, con el t¨ªo Guillermo y otras cinco personas, luego de avanzar en tres autos todos los kil¨®metros posibles, fueron a dar a Hattisburg, Misisip¨ª, a la casa de los parientes de unos parientes. Pero de mi amiga Ana y su familia no he tenido noticias, y tampoco de Debbie, siempre tan despistada, aunque conf¨ªo en que ellos tambi¨¦n hayan seguido la terrible e impotente orden gubernamental: huir.
Desde hace varios d¨ªas, ac¨¢ en mi casa de La Habana, he estado pensando en ellos: exactamente desde que supe que, casi con premeditaci¨®n y alevos¨ªa, el dedo de la naturaleza, bajo el nombre del hurac¨¢n Katrina, los hab¨ªa se?alado. A ellos y a otros varios cientos de miles de personas que tambi¨¦n gastaban los d¨ªas de su vida en una de las ciudades m¨¢s bellas y musicales del mundo, la cuna del jazz dixie, una urbe plena de historias turbias, violentas, rom¨¢nticas, vivas, de riqueza y de pobreza tan cercanas que se tocaban con la mano: la gran ciudad norteamericana donde, seg¨²n le¨ª en una ocasi¨®n, menos se vend¨ªa el New York Times y m¨¢s ropa de marca se compraba, y en la cual, seg¨²n pude comprobar, ciertas calles pod¨ªan tener casi tantos baches como las de La Habana. Una ciudad m¨¢gica y real que se llam¨® Nouvelle Orleans, Nueva Orleans y ¨²ltimamente New Orleans y que, quiz¨¢s, no aparezca m¨¢s en las ediciones de los mapas del mundo que se editen a partir de hoy.
?Ser¨¢ Nueva Orleans a partir de hoy s¨®lo un recuerdo del pasado?
He recordado, pensando en Uriel, Ana, Debbie, Javier, la tarde en que me asom¨¦ a la orilla oeste del lago Pontchartrain y me contaron que era el embalse artificial m¨¢s grande del mundo, formado con las aguas canalizadas de los extensos pantanos de la regi¨®n. Aquella tarde tambi¨¦n me dijeron que, seg¨²n cient¨ªficos agoreros, ese pi¨¦lago oscuro ten¨ªa, como designio ¨²ltimo, el de barrer alg¨²n d¨ªa con Nueva Orleans, pues los diques del lago estaban varios metros por encima del nivel de la ciudad y, si alg¨²n d¨ªa se quebraban, el lago se desbordar¨ªa hasta buscar el cauce del Misisip¨ª y entonces casi todo el ¨¢rea urbana de Nueva Orleans quedar¨ªa cubierta por el agua.
Pero quiz¨¢s algo as¨ª nunca llegar¨ªa a ocurrir. Al menos, Javier, Ana, Uriel y los otros amigos con los que compart¨ª aquellas dos semanas en Nueva Orleans no sol¨ªan pensar demasiado en el mandato oculto en el fondo de aquel lago inabarcable por la vista, y disfrutaban la gloria de vivir en una ciudad donde las campanas de los tranv¨ªas daban car¨¢cter a sus viejas calles, donde se pod¨ªa disfrutar el sabor extremo de la comida cajoun y de uno de los carnavales m¨¢s aut¨¦nticos del mundo, donde anclaban los viejos vapores de rueda que a¨²n surcan el Misisip¨ª, como escapados de las novelas de Mark Twain. Una ciudad con barrios engalanados por esas casonas sure?as de alt¨ªsimos portales en los que, durante nuestras caminatas de descubrimiento y asombro, siempre me sembraban la esperanza de poder encontrar a Scarlett O'Hara. Todos ellos adoraban vivir en un sitio palpitante y distinto, que hab¨ªa legado al mundo las sonoridades inquietantes del Vieux Carr¨¦, el viejo barrio franc¨¦s, por donde hab¨ªan pasado todos los grandes del jazz y del blues, gracias a la magia de la civilizaci¨®n que tuvo en Nueva Orleans uno de esos privilegiados puntos de encuentro en el que el mestizaje desembozado de palabras, colores y costumbres consigui¨® crear una de las culturas m¨¢s maravillosas y palpitantes del mundo.
Entonces Katrina lleg¨® a las costas norteamericanas del Golfo como una de las m¨²ltiples venganzas que ¨²ltimamente nos est¨¢ lanzando la naturaleza. Los m¨¢s de 280 kil¨®metros por hora con que soplaban sus vientos y las lluvias interminables que arrastr¨® consigo por el Atl¨¢ntico y el golfo de M¨¦xico, chocaron violentamente con el viejo sur norteamericano y provocaron, entre otras muchas, la cat¨¢strofe anunciada pero que todos confiaban que nunca ocurrir¨ªa: las aguas ca¨ªdas sobre el lago y los incontables metros c¨²bicos escurridos hacia su seno provocaron la ruptura de los diques, y al agua que ya se acumulaba en las zonas m¨¢s bajas se uni¨® el torrente procedente del Pontchartrain, para convertir casi toda la ciudad en parte del mismo embalse que se enorgullec¨ªa de ser el lago m¨¢s grande del mundo creado por la mano del hombre.
Uriel me ha dicho que vio por televisi¨®n que la calle donde viv¨ªa est¨¢ bajo el agua y ya tiene la certeza de que lo ha perdido todo. No s¨¦ qu¨¦ habr¨¢ pasado con Ana, y si Javier y el t¨ªo Guillermo lograron salvar algo m¨¢s que sus vidas. Temo por el destino de los libros de las universidades de Tulane y Loyola. No s¨¦ si habr¨¢n resistido esta vez las viejas casas de madera, construidas en el siglo XIX y que, hasta ahora, hab¨ªan soportado, inc¨®lumes, tantas cat¨¢strofes naturales y humanas. Pero, bajo el agua, ?qu¨¦ quedar¨¢ de ellas? ?Y los balcones de hierro labrado del barrio franc¨¦s? Y, sobre todo, ?qu¨¦ sobrevivir¨¢ del esp¨ªritu tr¨¢gico y festivo de la ciudad musical y maravillosa? Como Pompeya, ?Nueva Orleans ser¨¢ a partir de hoy s¨®lo un recuerdo del pasado, una ciudad arrasada como las b¨ªblicas Sodoma y Gomorra?
Las aguas del Pontchartrain siguen fluyendo hacia la ciudad y lo que todav¨ªa hoy no est¨¢ bajo varios metros de agua quiz¨¢s muy pronto lo est¨¦. Los que no quisieron o no pudieron cumplir la ¨²nica orden gubernamental (huir, lejos, hacia cualquier parte) ahora tendr¨¢n que hacerlo. Los 20.000 refugiados en el ya desvencijado Superdome esperan por los equipos de rescate y por un nuevo estadio, en alg¨²n lugar del pa¨ªs, que los acoja por tiempo indefinido. Sin luz el¨¦ctrica, sin tel¨¦fono y, sobre todo, sin comida ni agua potable, la vida se ha hecho imposible en un mar fangoso y contaminado por el que navegan cad¨¢veres y cocodrilos.
Pr¨¢cticamente toda Nueva Orleans se convertir¨¢ en una ciudad sumergida, como una Atl¨¢ntida moderna, con la grav¨ªsima diferencia que de la ciudad m¨ªtica no sabemos nada, pero de esta ciudad sure?a, hija del Golfo y del Old Man River, muchos tenemos recuerdos vivos y entra?ables y nos parece imposible siquiera concebir que esos recuerdos est¨¦n ahora, y por muchos meses, pudri¨¦ndose bajo de varios metros de agua y lodo. Tal vez el dinero pueda reconstruir la ciudad, como levant¨® a San Francisco de sus cenizas. Pero las heridas seguir¨¢n abiertas por largo tiempo y la memoria dif¨ªcilmente tendr¨¢ alg¨²n consuelo. Las venganzas de la naturaleza nunca son totalmente irracionales y algo de eso sab¨ªan los precolombinos ind¨ªgenas del Caribe, que concibieron al Hurac¨¢n como un dios maligno, un castigo divino capaz de devastarlo todo. S¨®lo que aquellos indios tem¨ªan y reverenciaban una naturaleza cuyas leyes no comprend¨ªan, una misma naturaleza que durante los ¨²ltimos siglos, crey¨¦ndose superiores a ella, los seres humanos se han empe?ado en desafiar, agredir, insultar, sin medir las consecuencias de un combate en el cual por un tiempo, quiz¨¢s por mucho tiempo, pod¨ªamos resultar vencedores. Pero no todo el tiempo.
Ana, Uriel, Debbie, Javier y m¨¢s de un mill¨®n de personas tienen hoy, bajo el agua del agigantado Pontchartrain (maravilla del ingenio humano) una parte de sus vidas que ya nunca podr¨¢n recuperar. Por muchos meses no tendr¨¢n posibilidad de regresar a lo que fueron sus casas, si es que deciden volver. ?Volver para qu¨¦?, se pregunta Uriel ?Para ver la imagen m¨¢s terrible de la desolaci¨®n, los restos de lo que fue su ciudad? S¨ª, tal vez Nueva Orleans pueda recuperar parte de su fasto, de sus sonoridades, de su vida entre un r¨ªo poderoso y un lago s¨®rdido. Pero la vida nunca recuperar¨¢ su ritmo y la memoria herida recordar¨¢ a la ciudad como un m¨¢rtir m¨¢s de una guerra declarada por los humanos sin demasiada conciencia de que, tarde o temprano, vamos a ser los derrotados.
Leonardo Padura Fuentes es escritor cubano
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