Infancia
No s¨¦ si fue Proust quien enunci¨® que la patria de todo individuo se halla en su infancia. No es descabellado: ese aforismo se aviene correctamente con sus novelas cubiertas de tul, llenas de aromas borrados y p¨¦talos secos, donde se trata una vez y otra de rescatar un tiempo que se nos escurri¨® de las manos. Lo cierto es que todos tenemos una especie de para¨ªso privado en nuestra ni?ez, que repasamos a menudo con una nostalgia distorsionada por los desenga?os y tal vez un secreto alivio. Tomamos una banqueta para ascender al altillo donde se conservan los viejos juguetes, desempolvamos cajas y bolsones de basura, e invertimos quiz¨¢ una tarde en una despaciosa labor de arqueolog¨ªa, exhumando los recuerdos que quedaron adheridos a ciertos objetos o fotograf¨ªas. En muchas ocasiones, la relaci¨®n de cada persona con su propia infancia determina el talante con que encara los retos y las desilusiones que le suministra la vida. Unos, que crecieron en un internado o bajo la tutela de un padre poco amigo de los caramelos, consideran que el futuro es el pa¨ªs de las promesas y que todo lo mejor est¨¢ a¨²n por llegar; otros, como el Jean Santeuil de Proust, jugaron en un jard¨ªn poblado de glicinas y jacintos, correteando detr¨¢s de una prima con un lunar que se dejaba abrazar bajo un avellano, en veranos inmensos como marismas donde no cesaba la melopea de las cigarras: para estos ¨²ltimos la existencia consiste en una expulsi¨®n, en una maldici¨®n b¨ªblica, en el exilio del ed¨¦n al que obligaron el progreso de las hormonas y las promociones de curso, y cada una de sus decisiones oculta el est¨¦ril prop¨®sito de regresar junto a las flores que ya se han podrido.
La infancia es el territorio de las fantas¨ªas, de los prodigios, esa trastienda surtida de sue?os y recuerdos imposibles, de diapositivas coloreadas hacia la que nos retiramos siempre que las incertidumbres del mundo adulto se vuelven demasiado afiladas. La imagen de un patio de recreo o de un ¨¢lbum de cromos nos consuela de la hipoteca y del divorcio, y a veces, de noche, nos convertimos sobre la almohada en ese escolar de rodillas desnudas que sepult¨® nuestra piel. El centro c¨ªvico Torreblanca, de Sevilla, ha acogido estos d¨ªas una exposici¨®n que continuar¨¢ en los pr¨®ximos en La Buhaira, y que con el t¨ªtulo de Con las armas no se juega, muestra dibujos de ni?os soldados de Sierra Leona. Esas torpes escenas de deg¨¹ello y sangr¨ªa copian las pesadillas de los cuadros surrealistas, donde los caballos de cart¨®n se combinan con las manos amputadas; pero mientras los panoramas que plasmaban aquellos pintores de moda en el Par¨ªs de la vanguardia consist¨ªan en meras angustias de taller, estas hojas cuadriculadas y emborronadas por el rotulador contienen toda la densidad del dolor y la carne. Los dibujos de los ni?os reservan un testimonio terrible: de qu¨¦ modo se contempla el ruedo cruel de la realidad sin los burladeros de nuestra infancia. Forzados a asesinar, a prostituirse, a consumir drogas, estos adultos acelerados no disponen de un aparte al que huir, en el que refugiarse cuando las atrocidades de las cosas obligan a apretar los p¨¢rpados. Si Proust ten¨ªa raz¨®n, los ni?os de Sierra Leona carecen de patria, son vagabundos eternos: condenados a errar por un desierto sin palmeras, donde faltar¨¢ una sombra que les proteja de la crudeza del mediod¨ªa.
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