Elogio de las nubes
Puede parecer absurdo, pero mucha gente va al cine a babear. Los cin¨¦filos babean ante un travelling magistral de su director preferido. Los estetas y los lujuriosos babean al ver las piernas de Angelina Jolie o el torso de Brad Pitt. Los c¨¢ndidos quedan embobados ante una puesta de sol en tecnicolor. Son babeos metaf¨®ricos, se entiende, pero que les atan a su sill¨®n de espectador. Puede que los babeos m¨¢s genuinos sean los gastron¨®micos: a veces, a los que somos de vida, a los glotones y golosos, se nos hace la boca agua cuando vemos un manjar en pantalla. Especialmente si es en sesi¨®n nocturna antes de cenar. Recuerdo haber visto esa pel¨ªcula que era una exhibici¨®n culinaria, El fest¨ªn de Babette, y al salir del cine, como pose¨ªdo, buscar un restaurante urgentemente. En mis a?os m¨¢s hambrientos, me hubiera zampado un muslo de ese pollo en pepitoria que Peter Sellers hac¨ªa volar en El guateque, y que aterrizaba en la cabeza de una invitada con peluca y diadema. Mucha gente experiment¨® parecidas sensaciones al ver esa pel¨ªcula m¨¢s o menos ?o?a, Chocolat, que hace un par de a?os pas¨® por nuestro cines: al salir de la sala no eran pocos los que se lanzaban a comprar una barra de chocolate o cualquier suced¨¢neo en las m¨¢quinas expendedoras de los cines.
La visi¨®n de 'Charlie y la f¨¢brica de chocolate' desencadena un viaje por el variopinto universo de la golosina
Una de las mejores cosas que puede sucederte en un cine, pues, es disfrutar de la comida al mismo tiempo que los actores en la pantalla. Si lo afirmo con esta convicci¨®n, es porque hace unos d¨ªas pude experimentarlo viendo Charlie y la f¨¢brica de chocolate, la pel¨ªcula de Tim Burton que se ense?a actualmente en algunos cines de Barcelona. Si han pensado verla, les recomiendo que antes pasen por una tienda de golosinas y carguen provisiones: gominolas, chocolatinas, nubes -esos cilindros tiernos, como de algod¨®n-, caramelos de toffee, sugus, piruletas, chicles y chupa-chups. Todo vale. A riesgo de tener que visitar a un dentista tan estricto y malvado como el que aparece en la pel¨ªcula, merece la pena seguir las aventuras de Charlie con la boca llena. Como quiz¨¢ ya saben, la pel¨ªcula cuenta la visita del ni?o Charlie Bucket y otros cuatro chavales -a cual m¨¢s repelente- a la enigm¨¢tica f¨¢brica de chocolates de Willy Wonka (Johnny Depp). La visita guiada les permite descubrir una geograf¨ªa tan dulce como apetitosa: r¨ªos y cascadas de chocolate, ¨¢rboles de mazap¨¢n y regaliz, monta?as de nata, manzanas caramelizadas, enormes flores de caramelo y arbustos de marshmallow (las aqu¨ª llamadas nubes). Sin duda, uno entra m¨¢s en la pel¨ªcula y simpatiza mejor con esos herederos de Hansel y Gretel si puede hincar al diente a semejante flora.
Algunos pensar¨¢n que esta actitud es s¨®lo digna de los ni?os y que ya estamos creciditos para ir disfrutando con esas chucher¨ªas. Sin embargo, yo he visto en los cines aut¨¦nticos golosos de la goma y el az¨²car que podr¨ªan ser los padres e incluso los abuelos de Charlie. Tambi¨¦n puede que mi afecto por las golosinas sea una cuesti¨®n de edad: mi generaci¨®n tiene el dudoso privilegio -casi el ¨²nico- de haber vivido el boom de la golosina moderna, si se me permite la expresi¨®n. Tambi¨¦n fue la primera, claro est¨¢, en combatir las caries masivamente.
Quiero cantar ahora, pues, a la goma dulce, las gelatinas azucaradas, los encantos de las chucher¨ªas que un d¨ªa, de repente, empezaron a poblar nuestra infancia de franquismo pop, al salir de clase. Me refiero a las primeras botellas de goma, con gusto de coca-cola, que nosotros conoc¨ªamos como "refrescantes". Me refiero a los ositos de regaliz, que com¨ªamos mientras estudi¨¢bamos porque -afirmaba la voz popular- iban bien para la memoria. Yo canto a los palotes de fresa, que reboz¨¢bamos de sidral y nos excitaban la lengua; canto a las flagolosinas en verano, cilindros que, congelados, se tomaban como un helado. ?Vivan los caramelos seltz, ¨¢cidos como una mala cosa, los gajos de naranja y lim¨®n, los el¨¢sticos chicles Boomer, los Burmar Flash, los tambores de Double Bubble, los chupa-chups Kojak con chicle en su interior, los caramelos pegajosos Skysol, los peta-zetas -dulce barroco, exagerado-, y tantos otros que no sancionaba el d¨¦cimo dentista. ?D¨®nde est¨¢n hoy en d¨ªa? ?Qui¨¦n se los llev¨®? Y entre todas las golosinas, me gusta cantar la gloria de las m¨¢s extra?as criaturas: las nubes, los marshmallows anglosajones que tuvieron la osad¨ªa de ser m¨¢s que un simple dulce y entrar en el mundo de la comida tradicional. M¨¢s o menos tradicional.
Las nubes se han destacado siempre por su suavidad. Desconf¨ªen de la nube que est¨¢ dura y no se deja masticar: es que est¨¢ caducada. Estos cilindros tiernos y rosados se empezaron a comercializar en el siglo XIX, dicen las enciclopedias, aunque se conoc¨ªan ya en el antiguo Egipto (un dulce creado a partir de la ra¨ªz de malvavisco). Sin embargo, es en los hogares de Estados Unidos donde las nubes tienen m¨¢s aceptaci¨®n: las comen acompa?adas de un chocolate caliente, o encima de boniatos caramelizados en el D¨ªa de Acci¨®n de Gracias, o calent¨¢ndolos al fuego tras una barbacoa o en las acampadas juveniles al aire libre. La ¨²ltima proeza de las nubes es haber entrado en la cocina de Ferran Adri¨¤. All¨ª se cocin¨® esta temporada el marshmallow de parmesano, una criatura deliciosa, m¨ªnima, que se deshac¨ªa en la boca y nos retrotra¨ªa a una infancia de golosinas y nubes con olor. ?A qu¨¦ huelen las nubes?, se preguntan algunos. Pues huelen a az¨²car.
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