La sombra del terror
A Pnina, nacida en Jerusal¨¦n durante la guerra de los seis d¨ªas, en 1967, hija de una pareja de jud¨ªos religiosos lituanos con vocaci¨®n de pioneros, siempre le encant¨® el espa?ol. Por eso, apenas termin¨® sus dos a?os de servicio militar, fue a Salamanca a aprender la lengua e hizo despu¨¦s un viaje por Argentina, Brasil y Chile, antes de regresar a Israel. Trabajaba de gu¨ªa tur¨ªstica cuando conoci¨® al que es ahora su marido, el oftalm¨®logo colombiano Isaac Aizenman. ?ste hac¨ªa un viaje de paseo y no pens¨® nunca trasladarse a Israel, pero el amor cambi¨® sus planes y lo indujo a hacer la aliya. Pnina e Isaac se casaron y en 1997 tuvieron su primera hija, a la que llamaron Gal ("ola de mar") y tres a?os despu¨¦s al segundo, Saggi.
Cualquier an¨¢lisis sobre el conflicto tiene que dar importancia a los atentados suicidas
"No tuve secuelas psicol¨®gicas, ning¨²n trauma", dice como pidiendo disculpas "Hamas y Yihad Isl¨¢mica se sirven del resentimiento y el odio para fabricar el terrorista suicida"
Pnina habla un espa?ol perfecto, con cantito colombiano, y es una mujer muy bella
Pnina habla un espa?ol perfecto, con cantito colombiano, y es, a sus 38 a?os, una mujer muy bella, pero en sus grandes ojos y en su semblante tan p¨¢lido hay algo helado, una tristeza que parece su segunda naturaleza. A juzgar por las fotos que nos muestra, Gal era, en efecto, una ni?a preciosa: bucles dorados, ojos verdes, sonrisa p¨ªcara, alegr¨ªa de vivir. Aprend¨ªa ballet y le gustaba disfrazarse de Rat¨®n Mickey. El mi¨¦rcoles 19 de junio de 2002, Noa, la madre de Pnina, que trabajaba en los jardines de la infancia de un asentamiento vecino a Ramallah, en Ofra, invit¨® a su hija y a sus dos nietecitos a un espect¨¢culo para ni?os que ella hab¨ªa organizado.
"Eran los d¨ªas de la intifada y no se pod¨ªa salir a ninguna parte, por los atentados", dice Pnina. "Part¨ª a las dos de la tarde de Maale Adumin con mis dos hijos y fuimos a un paradero de French Hill, donde tomamos un autob¨²s blindado que nos llev¨® a Ofra. El concierto les encant¨® a Saggi y a Gal. Regresamos a Jerusal¨¦n con Noa, mi madre, que quer¨ªa echarme una mano en la casa. Volvimos a tomar el autob¨²s blindado que nos dej¨® en el mismo paradero de la tarde. All¨ª deb¨ªa recogernos Isaac, para llevarnos a la casa, en Maale Adumin".
Conversamos en una terraza de Jerusal¨¦n, en una ma?ana llena de sol, rodeados de unas piedras doradas que parecen centellear. Mi hija y yo estamos sobrecogidos y le digo a Pnina que, si es demasiado doloroso para ella, no necesita contarnos m¨¢s. "No, no", me replica en el acto, "usted debe saber". Pero, en verdad, lo que quiere decir es "El mundo, el universo deben saber".
"Cruz¨¢bamos la calle hacia la esquina donde deb¨ªa haber estacionado Isaac. Mi madre iba adelante, de la mano de Gal, y yo detr¨¢s, con Saggi, en medio de mucha gente. Ya no recuerdo m¨¢s". Despert¨® horas despu¨¦s en el hospital, con quemaduras en el cuerpo y un dolor muy fuerte de cabeza. Le hab¨ªan aplicado respiraci¨®n artificial. Gal y su abuela Noa fueron dos de las siete personas muertas al estallar la bomba del terrorista suicida, un militante de las brigadas de los m¨¢rtires de al-Aqsa, vinculada a al-Fatah, de Arafat. Hubo muchos heridos, entre ellos el peque?o Saggi, al que la polic¨ªa descubri¨® sentado en el pavimento, mudo y paralizado de terror, rodeado de trozos humanos sanguinolentos. Para causar m¨¢s da?o, la bomba hab¨ªa sido rellenada de p¨²as y clavos y algunos de ellos se hab¨ªan incrustado en el cuerpo del ni?o, que, felizmente, pudo ser salvado.
"Cuando Isaac me cont¨® que mi madre y mi hija hab¨ªan muerto, algo se muri¨® tambi¨¦n dentro de m¨ª", dice Pnina. "Quise desaparecer, evaporarme. Pero, haciendo un enorme esfuerzo, con Isaac decidimos que no, que hab¨ªa que vivir, por Saggi, por mi padre. Y hemos tenido dos hijitos m¨¢s. La ni?a se llama Noga, una s¨ªntesis de los nombres de mi madre y mi hija: Noa y Gal". Pnina ha publicado un libro de poes¨ªas para ni?os, titulado "Poemas a Gal". Una de las consecuencias de aquello es que, desde entonces, la acompa?a siempre "la sombra del terror" -Saggi tambi¨¦n padece de ataques de p¨¢nico- y, otra, es que han cambiado sus relaciones con Dios. "Qued¨¦ enojada con ?L y ahora no puedo prenderle velas", dice, con una serenidad glacial todav¨ªa m¨¢s conmovedora que si llorara a gritos. "Siempre me pregunto: ?d¨®nde est¨¢, d¨®nde estuvo Dios ese d¨ªa? Isaac, en cambio, se ha vuelto mucho m¨¢s religioso desde entonces y, por eso, respetamos el shabbat".
Como Pnina, Ariel Scherbakovsky tambi¨¦n naci¨® en Jerusal¨¦n, hace 25 a?os, pero vive ahora en Tel Aviv, donde me recibe en su peque?o departamento bohemio y alegre al que se meten las ramas de un ficus por el balc¨®n. Viniendo de esa ciudad sofocada de historia y, pese a la hermosura de sus piedras, opresiva y reaccionaria que es Jerusal¨¦n, Tel Aviv representa la cara m¨¢s abierta, moderna y democr¨¢tica de Israel. Hijo de argentinos inmigrados, Ariel habla un espa?ol lleno de dichos bonaerenses. Me dice que su vida comenz¨® en verdad a los 13 a?os, cuando descubri¨® a los Beatles. Por ellos supo que su vocaci¨®n era la m¨²sica. Durante sus tres a?os de servicio militar se las arregl¨® para que el Ej¨¦rcito israel¨ª lo destinara a una banda militar, de la que fue sonidista. Al volver a la vida civil, se matricul¨® en una escuela de m¨²sica. Aprendi¨® a tocar varios instrumentos -hay un viejo piano en su casa- hasta que se decidi¨® por el bajo.
Es un muchacho alto y algo t¨ªmido, de visible buena entra?a, del que emana algo limpio y generoso. Vive con una muchacha delgadita, de linda sonrisa, tambi¨¦n m¨²sica, de origen australiano: Sagit Shir. Nos cuenta que en la noche del 30 de abril de 2003 estaba en un sitio muy conocido de todos los noct¨¢mbulos y aficionados al jazz en Tel Aviv, el Pub Mike's Place, en el Paseo Mar¨ªtimo, donde ¨¦l y su amigo el baterista Shai Iphrach dirig¨ªan una Jam session, muy concurrida. Era ¨¦poca de atentados que hab¨ªan dejado desiertos los lugares nocturnos de Israel, pero a Mike's Place segu¨ªan yendo muchos j¨®venes. Era la una y media de la madrugada y Ariel recuerda que, en el atestado local, hab¨ªa un viejo que repart¨ªa marihuana a los asistentes. No hab¨ªa bajistas as¨ª que ¨¦l hab¨ªa estado tocando casi toda la noche, con distintos grupos. A esa hora, se sinti¨® extenuado y sali¨® a respirar el aire del mar, a la puerta del local. "Este Jam es mal¨ªsimo, no tocar¨¦ blues nunca m¨¢s", le dijo a su novia. En ese momento estall¨® la bomba.
El terrorista estaba afuera de Mike's Place. Un rato antes hab¨ªa entrado a explorar el local y se tom¨® una cerveza. Sali¨® y poco despu¨¦s intent¨® ingresar de nuevo pero el agente de seguridad de la puerta no se lo permiti¨®. Forcejearon y entonces hizo estallar el explosivo que llevaba bajo sus ropas. Hubo tres muertos y medio centenar de heridos, entre ellos Ariel y Sagit. Las heridas de ella no fueron graves pero ¨¦l qued¨® con buena parte del cuerpo quemado y se le incrustaron muchas esquirlas y clavos. No perdi¨® el sentido, o lo perdi¨® s¨®lo unos segundos. Recuerda que buscaba a Sagit, aturdido, y recuerda tambi¨¦n el miedo p¨¢nico, total, que se apoder¨® de ¨¦l. Una foto lo muestra ba?ado en sangre y con un aire ido, como si no supiera d¨®nde estaba ni qui¨¦n era ni qu¨¦ le hab¨ªa ocurrido. S¨®lo cuando lo llevaban al hospital el dolor se volvi¨® insoportable. Estuvo un mes y medio en cuidados intensivos, tres semanas dormido y con respiraci¨®n artificial. Cuando convalec¨ªa supo que los terroristas eran dos musulmanes brit¨¢nicos, de origen paquistan¨ª, que viv¨ªan en Londres y que hab¨ªan sido reclutados y entrenados por Ham¨¢s. S¨®lo uno lleg¨® a hacer estallar la bomba que llevaba; al otro lo encontraron muerto, cerca del mar.
"No tuve muchas secuelas psicol¨®gicas, ning¨²n trauma", dice, como pidiendo disculpas. "S¨®lo una gran tristeza, que no se me quitaba con nada. Uno de los muertos era un gran amigo, un guitarrista. Una tristeza por todo el mundo, que me vuelve a veces, como algo f¨ªsico. Y ya no puedo exponerme al sol, porque mi piel ha quedado lastimada. Lo que me hizo bien fue volver a tocar el bajo, y, sobre todo, el que, apenas pude andar, fuera de nuevo a hacer m¨²sica en las noches, en Mike's Place". A Ariel nunca le interes¨® la pol¨ªtica. No siente odio, ni siquiera por el terrorista que casi los mata a ¨¦l y a Sagit. "Este es un mundo loco", dice. "Yo no entiendo a esa gente que considera a la tierra algo sagrado, a los que la tierra vuelve fan¨¢ticos. Yo apoyar¨ªa cualquier acuerdo que trajera la paz, incluso que devuelvan a los palestinos parte de Jerusal¨¦n. S¨¦ que se han cometido contra ellos muchas injusticias".
No hay ni pizca de pose en sus palabras, habla con la sinceridad desarmante de un muchacho que quisiera que la vida fuera menos brutal y complicada de lo que es a veces en Israel para esos j¨®venes que deben pasarse tres, y a veces cuatro de sus mejores a?os, haciendo una guerra que a menudo no tiene nada de heroico, que puede ser muy sucia. ?l y Sagit sue?an con ir alguna vez a Cuba, a Brasil, a esos pa¨ªses donde la m¨²sica es una pasi¨®n que embriaga a toda la sociedad.
?Qui¨¦nes son los terroristas que, desde que comenz¨® la segunda intifada, entre 2001 y 2005 han asesinado a cerca de un millar de israel¨ªes y herido y traumatizado a varios millares m¨¢s en atentados suicidas como los que padecieron Pnina, Ariel y Sagit? Muchos, acaso la mayor¨ªa -pero de ning¨²n modo todos- son fan¨¢ticos religiosos, convencidos por la pr¨¦dica de imanes extremistas que esa forma de inmolaci¨®n es el m¨¢s alto servicio que puede prestar el creyente a Al¨¢, a los que las organizaciones islamistas radicales, como Ham¨¢s y la Jihad Isl¨¢mica, aprovechan pol¨ªticamente. Aunque sin duda hay una cierta morbosa exageraci¨®n en ello, muchos hacen ¨¦nfasis en el incentivo sexual que tendr¨ªa para el terrorista suicida la promesa cor¨¢nica de que, en el para¨ªso, ser¨¢ recompensado con lagos de miel y de vino y 72 v¨ªrgenes cuyo himen se renovar¨ªa siempre as¨ª como su propia potencia sexual. En The Jerusalem Post del 7 de septiembre se rese?a un trabajo de un estudioso alem¨¢n, Hans-Peter Raddatz, autor de Von Allah zum Terror?, seg¨²n el cual muchos terroristas suicidas, antes de cometer los atentados en que sacrificar¨¢n su vida, "protegen su pene en una envoltura de aluminio a prueba de fuego, en anticipo de los placeres que vendr¨¢n". El comentarista destaca que la religi¨®n isl¨¢mica, con sus sever¨ªsimas restricciones en materia sexual, hace que esta promesa de placeres carnales resulte irresistible a veces para quienes se han sometido devotamente a sus prohibiciones.
Pero la locura y la estupidez del fanatismo religioso no explican la conducta de todos los terroristas suicidas. Esto me lo han afirmado, con ejemplos, muchos palestinos que, como los doctores Haidar Abd al Shafi o Mustafa Barghouthi, condenan con toda energ¨ªa esa horrenda pr¨¢ctica. Para ellos, hay muchos casos en que empujan a cometer esos cr¨ªmenes ciegos la desesperaci¨®n, la frustraci¨®n, la miseria y, sobre todo, el convencimiento de que sus vidas no saldr¨¢n jam¨¢s del pozo negro en que languidecen. El doctor Mahmud Sehwail, un psiquiatra que dirige en Ramallah un Centro para V¨ªctimas de Torturas -hizo estudios de postgrado en Zaragoza- me asegura tambi¨¦n que la religi¨®n s¨®lo explica a un peque?o n¨²mero de los terroristas suicidas. "En muchos casos, se trata de gente desesperada, porque han perdido a sus padres, a sus hermanos, a sus hijos, o se han quedado sin trabajo y ven morirse de hambre a su familia, sin poder hacer nada. Ham¨¢s y la Yihad Isl¨¢mica se sirven del desplome moral y el resentimiento y el odio que esas situaciones extremas provocan, para fabricar al terrorista suicida".
Pocos d¨ªas despu¨¦s de esta conversaci¨®n, me entero de un caso, ocurrido en Ramallah, que corrobora esta tesis. Un joven palestino trat¨® de hacerse explotar lanz¨¢ndose contra una de las barreras militares israel¨ªes abiertas en el muro que poco a poco va cercando a la ciudad. Pero la dinamita que llevaba en el cuerpo no explot¨®. No era practicante religioso. Sal¨ªa de un campo de refugiados. Hab¨ªa planeado su acci¨®n, para que, luego de su muerte, las organizaciones islamistas ayudaran econ¨®micamente a una familia que hasta ahora depend¨ªa de ¨¦l, y a la que, por la falta de trabajo, ya no estaba en condiciones de ayudar. No pretend¨ªa servir a Dios con su muerte, ni siquiera a la causa palestina. S¨®lo llevar un poco de pan a sus padres y hermanos.
La primera terrorista palestina fue Wafa Idris, una enfermera de 29 a?os, de Ramallah, que hab¨ªa recibido su diploma profesional apenas tres meses antes del 27 de enero de 2002, en que se hizo volar en pedazos en la calle Jaffa de Jerusal¨¦n, matando a una e hiriendo a cerca de 140 personas. Viv¨ªa en el campo de refugiados de Amari, que existe desde 1948 en los suburbios de Ramallah. Como todos los campos de refugiados que visit¨¦ -en ¨¦ste viven unas seis mil personas- es un laberinto de callecitas estrechas y cubiertas de basuras, donde las viviendas de barro, maderas, y algunas de material noble pero casi siempre sin terminar se montan e incrustan una en otra, en un abigarramiento indescriptible. Y por todas partes brotan chiquillos que ensordecen la ma?ana con sus chillidos. La pobreza es generalizada pero en este campo hay menos des¨¢nimo y ruina moral que los que advert¨ª en los de Gaza. Todos los vecinos a los que interrogo me aseguran que nunca hubieran imaginado que su amiga Wafa Idris pudiera hacer lo que hizo. Era una mujer muy normal, dicen, que nunca dio muestras de una ferviente religiosidad.
Tambi¨¦n me lo dice su madre, una se?ora de setenta a?os, cuya vivienda est¨¢ empastelada de diplomas, fotograf¨ªas y recuerdos de su hija, as¨ª como de banderas de al-Fatah y de carteles que rinden homenaje "a la hero¨ªna y a la m¨¢rtir". Ni ella ni sus tres hijos sospecharon lo que Wafa Idris se propon¨ªa hacer. No era muy religiosa y ni siquiera se vest¨ªa con el recato de las creyentes practicantes. En efecto, en muchas fotos se la ve vestida a la occidental, con los cabellos sueltos. Era una muchacha orgullosa y de mucha dignidad, y por eso no llor¨® ni se quej¨® cuando su marido la repudi¨® por ser incapaz de darle un hijo. Pero ¨ªntimamente algo se quebr¨® en ella y la atormentaba desde entonces. ?Acaso fue ese drama el que la incit¨® a ofrecerse a al-Fatah como "m¨¢rtir"?
La se?ora hace un peque?o gesto que puede ser una afirmaci¨®n o una negaci¨®n. Parece aturdida, sumida en un v¨¦rtigo, y deja largos intervalos de silencio antes de responder. "Tal vez lo hizo por su hermano Jaleel, mi hijo que estuvo ocho a?os preso y al que los jud¨ªos torturaron en la c¨¢rcel", dice, al fin. Cuando vio en la televisi¨®n la cara de su hija y supo lo que hab¨ªa hecho, se desmay¨®. Despert¨® en el hospital y llor¨® mucho. Ahora, ha dejado de llorar. Dice que si hubiera sabido lo que su hija pretend¨ªa hacer, tal vez la hubiera atajado. Pero que no deplora que lo hiciera. "Esta es una guerra. Ellos matan y hay que matarlos tambi¨¦n. Las bombas ayudan al pueblo". Es una mujer casi sin ojos, dos rayitas de las que ha desaparecido toda luz. Habla como quien repite una jaculatoria. "Mi hija est¨¢ ahora en el para¨ªso. Pronto la ver¨¦ all¨¢".
Cualquier an¨¢lisis sobre el conflicto israel¨ª palestino en la actualidad tiene que dar una importancia neur¨¢lgica al tema de los atentados suicidas, sin los cuales ser¨ªa dif¨ªcil entender el entrampamiento y la hostilidad rec¨ªproca a que aqu¨¦l ha llegado. Los atentados han causado inmensos sufrimientos, y, tambi¨¦n, paranoia, miedo, rencor, deseos de venganza. Y, por ¨²ltimo, han servido en bandeja un pretexto ideal a los extremistas de la derecha israel¨ª para justificar unas medidas de represi¨®n y amedrentamiento contra la poblaci¨®n palestina que en otras circunstancias dif¨ªcilmente habr¨ªan merecido la aprobaci¨®n de una sociedad que se jactaba de ser la ¨²nica democracia del Medio Oriente.
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