El muro: Viaje a Bil¨ªn
Fui al parque Liberty Bell Garden de Jerusal¨¦n a las once de la ma?ana y ya estaba all¨ª el ¨®mnibus que llevar¨ªa a los pacifistas israel¨ªes a la aldea de Bil¨ªn a manifestar, junto con los palestinos del lugar, contra el Muro de Sharon, llamado por ¨¦ste "la valla de protecci¨®n" y por sus adversarios "el muro del apartheid". Otro autob¨²s saldr¨ªa con el mismo rumbo de Tel Aviv y era probable que tambi¨¦n de otras ciudades israel¨ªes partieran manifestantes a aquella aldea ¨¢rabe de unos pocos centenares de habitantes que, desde febrero de este a?o, se ha convertido en el s¨ªmbolo de la resistencia pac¨ªfica contra el muro. Casi todos los viernes hay en el lugar m¨ªtines de protesta de israel¨ªes y de palestinos. Pero, como en el de la semana pasada hubo violencia -el diario Haaretz saca hoy, 9 de septiembre, en primera p¨¢gina, la foto de un joven desarmado al que un soldado patea sin misericordia- Meir Margalit piensa que acaso hoy acudan m¨¢s pacifistas que otras veces.
La verdad es que esta pol¨ªtica s¨®lo quiere cortar la continuidad territorial de Palestina
Hay todav¨ªa una izquierda que mantiene vivos el idealismo y el sentido ¨¦tico
Es dif¨ªcil concebir que la mejor manera de combatir el terrorismo sea hundiendo a todo un pueblo en la miseria, el desempleo y un sistema de vida claustral y abusivo
Meir Margalit es uno de los sobrevivientes del gran naufragio que sufri¨® la izquierda israel¨ª luego de la decepci¨®n que caus¨® en el electorado el fracaso de las negociaciones de Camp David y Taba en el 2000 y las bombas de los terroristas suicidas. Era, cuando vino a Israel de la Argentina, a los 18 a?os, un sionista de derecha. Se enrol¨® en el Tsahal en una tropa de choque, que, adem¨¢s, constru¨ªa asentamientos en los territorios ocupados. Fue uno de los constructores de la colonia de Netzarim, en Gaza. Herido en la guerra del Yom Kippur de 1973, experiment¨® en el hospital donde convalec¨ªa una crisis profunda, de la que sali¨® convertido en un militante pacifista y un cr¨ªtico severo de los partidarios del Gran Israel. Desde entonces lucha por que su pa¨ªs devuelva a los palestinos los territorios ocupados. Dirige una asociaci¨®n que se dedica a reconstruir las casas de los ¨¢rabes que el gobierno israel¨ª demuele para castigar a las familias de los suicidas, para ensanchar los asentamientos o para construir el muro.
La v¨ªspera, me mostr¨®, en la aldea de Anata, en las afueras de Jerusal¨¦n, la casa de Salim Shawamre, demolida cinco veces y cinco veces reconstruida por ¨¦l y sus amigos. "Nosotros luchamos contra la limpieza ¨¦tnica", dice. Utilizan todos los resquicios que permite la ley para atajar o demorar lo m¨¢s posible las confiscaciones de tierras y de viviendas a los ¨¢rabes, y para hacer conocer internacionalmente los despojos y atropellos. Me explica que las demoliciones de viviendas se llevan a cabo la mayor¨ªa de las veces con el argumento de que aqu¨¦llas se han construido sin obtener todos los permisos debidos, algo que es frecuente en Jerusal¨¦n oriental y en las aldeas ¨¢rabes. Muchas veces, aduciendo que son ilegales, el gobierno se niega a indemnizar a los ¨¢rabes las propiedades que confisca para construir la "valla de seguridad". Luego me hace un recorrido por algunos lugares donde la expansi¨®n de los colonos ha causado estragos: el asentamiento de Maale Hazait ha devorado el patio de un colegio donde los ni?os hac¨ªan deporte y el pueblo de Abudis ha sido partido en dos mitades por el muro. Me lleva luego a ver algunos agujeros en la imponente pared de concreto por donde mujeres y viejos se arrastran como lombrices para ganar el otro lado. "?Es ¨¦sta la seguridad que el muro va a garantizar?", se pregunta, con iron¨ªa. "?Va el muro a atajar los cohetes Kassam de los terroristas o m¨¢s bien a incentivarlos? La verdad es que esta pol¨ªtica s¨®lo quiere cortar la continuidad territorial de Palestina y conjurar el miedo al fantasma demogr¨¢fico de que alg¨²n d¨ªa haya m¨¢s ¨¢rabes que jud¨ªos en Israel".
Es un hombre de algo m¨¢s de cincuenta a?os, que habla con suavidad, y al que todas las mujeres y hombres de una cierta edad que llegan al parque de Liberty Bell Garden saludan con afecto. Me presenta a un se?or que debe raspar los setenta, y que, precavido, trae una botella de agua mineral en las manos y una gran visera contra el sol, con esta frase: "?ste es el ¨²ltimo marxista-leninista que queda en el mundo". El veterano caballero se r¨ªe, asintiendo, y, se?al¨¢ndome a los pacifistas que van subiendo al ¨®mnibus, comenta con melancol¨ªa: "Quedamos pocos ?no?, pero al menos esto es mejor que nada".
No s¨®lo viejos comunistas, socialistas y militantes del ahora aletargado movimiento Peace Now intentar¨¢n llegar hoy a Bil¨ªn. Hay tambi¨¦n j¨®venes de vestimentas estrafalarias, hippies, punks, ecologistas y algunos religiosos ortodoxos, perdidos entre aqu¨¦llos. De algunos se dir¨ªa que van a un concierto de rock. En Israel se los unifica bajo la denominaci¨®n de "anarquistas" y muchos de ellos se definen a s¨ª mismos como tales, para aumentar los malentendidos. Lo justo ser¨ªa llamarlos a unos y otros idealistas, pues eso es lo que son, en su empe?o -quijotesco teniendo en cuenta la derechizaci¨®n tan acusada del pa¨ªs- en luchar contra un Muro que apoya no s¨®lo el establecimiento pol¨ªtico -laboristas y likudistas, religiosos y laicos por igual- sino una robusta mayor¨ªa de ciudadanos. Porque en Israel, aunque muy encogida en los ¨²ltimos a?os, hay todav¨ªa una izquierda que mantiene vivos el idealismo, la pasi¨®n por la verdad y el sentido ¨¦tico de la pol¨ªtica que han desaparecido en casi todas las izquierdas del resto del mundo.
Contrariamente a lo que se cree, el Muro no fue una idea de Sharon, sino del Partido Laborista. Aqu¨¦l, y el Likud, se opusieron encarnizadamente a este proyecto: ellos cre¨ªan en el Gran Israel y la construcci¨®n de una valla les parec¨ªa admitir el principio intolerable de una Palestina independiente. Me lo confirman tres personas que estuvieron cerca de Sharon cuando el asunto se discuti¨®: los generales Uzi Dayan y Ramat Cal, as¨ª como Efraim Halevy, asesor de aqu¨¦l en cuestiones de seguridad. Uno de ellos a?ade: "Cuando, por fin, se resign¨® a aceptar el Muro, Sharon lo hizo con la condici¨®n de que tuviera las caracter¨ªsticas que ¨¦l impondr¨ªa".
El Muro, erigido dentro de Cisjordania, del que est¨¢ ya construida la mitad, tendr¨¢ unos 650 kil¨®metros de largo y es un espeso bloque de cemento armado, de ocho metros de altura, en el que se elevan, cada cierta distancia, torres blindadas de vigilancia equipadas con sofisticados armamentos, y al que complementan reflectores, c¨¢maras, vallas electrificadas, y, en algunos lugares, trincheras y una doble o triple l¨ªnea de parapetos. Tanto los generales mencionados, como Shim¨®n Peres, y pr¨¢cticamente todos los israel¨ªes del establecimiento con quienes convers¨¦, me aseguraron que el Muro se justifica por razones de seguridad y que lo prueba el que gracias a ¨¦l los atentados suicidas hayan disminuido dr¨¢sticamente. Yo, despu¨¦s de haber recorrido buena parte del Muro y de haberlo cruzado y descruzado por lo menos una docena de veces -pesadillezca experiencia que nunca olvidar¨¦-, creo que aquella raz¨®n no es la primordial. Y que la raz¨®n profunda del Muro que construye Sharon es ganar para Israel una parte importante de los territorios ocupados, aislar a las ciudades ¨¢rabes una de otra, convirti¨¦ndolas poco menos que en guetos, y cuadrillar y fracturar de tal modo Cisjordania que el eventual Estado que se establezca all¨ª nazca asfixiado y condenado a la total inopia administrativa y econ¨®mica.
La apropiaci¨®n de territorio no es, ni mucho menos, el peor de los estropicios que causa. Porque, para proteger a los asentamientos de los colonos, sigue una l¨ªnea zigzagueante, va y viene, se revuelve sobre s¨ª mismo, irrumpe brutalmente en pueblos y aldeas parti¨¦ndolas en dos o tres partes, separando a las familias, a los escolares de sus colegios, a los campesinos de sus huertos, a los enfermos de sus m¨¦dicos y hospitales, a los trabajadores de sus centros de trabajo, complicando y arruinando la vida de los hombres y mujeres del com¨²n. Hay ciudades como Kalkilia, al Norte de Cisjordania, a la que el Muro emparedaba separ¨¢ndola del mundo y de las tres aldeas que viven de ella. La Corte Suprema de Israel sentenci¨® el 15 de septiembre, cuando yo ya hab¨ªa partido, que 13 kil¨®metros del Muro fueran modificados para aliviar el estrangulamiento a que estaba sometida esa ciudad. Pero, a la vez, justifica el derecho del Ej¨¦rcito a construir el Muro, rechazando de este modo la resoluci¨®n dictada en julio del a?o pasado por el Tribunal Internacional de Justicia de la Haya, que lo declar¨® ilegal y orden¨® su derribo y la indemnizaci¨®n a los miles de palestinos afectados. El gobierno de Sharon ya hab¨ªa hecho saber que no prestar¨ªa la m¨¢s m¨ªnima consideraci¨®n a ese fallo.
La suerte de Kalkilia es la de Bel¨¦n y de innumerables poblaciones palestinas m¨¢s peque?as a las que el Muro condena pr¨¢cticamente a una muerte lenta. Hay que haberlo visto de cerca para medir en toda su inhumanidad lo que significa para los ni?os hacer las largu¨ªsimas colas que les permitan llegar a sus escuelas y la desesperaci¨®n de las mujeres que, bajo un sol de plomo, cargadas de las compras del d¨ªa, aguardan a veces tres o cuatro horas para cruzar las barreras que, s¨²bitamente, sin la menor explicaci¨®n, se cierran de pronto hasta el d¨ªa siguiente dej¨¢ndolas separadas de sus hogares o de sus centros de trabajo. Como, adem¨¢s, existe una cuarentena para los palestinos que, al menor desplazamiento, necesitan un permiso especial, lo que pr¨¢cticamente les cierra la posibilidad de trabajar en territorio israel¨ª, el Muro, al dificultar hasta lo indescriptible los intercambios comerciales o la busca de empleo en localidades que no sean las de la propia residencia, agrava los ¨ªndices de desocupaci¨®n y la ca¨ªda de los niveles de vida de los palestinos, ya muy bajos. Se calcula en m¨¢s de cien mil el n¨²mero de palestinos a los que el Muro dejar¨¢ incomunicados. Es dif¨ªcil describir la humillaci¨®n, las vejaciones, la frustraci¨®n, la amargura de esa poblaci¨®n a la que se castiga de ese modo ciego e indiscriminado por las acciones terroristas de unas peque?as minor¨ªas de criminales fan¨¢ticos. En verdad, es dif¨ªcil concebir que la mejor manera de combatir el terrorismo sea hundiendo a todo un pueblo en la miseria, el desempleo, y un sistema de vida claustral y abusivo que se parece mucho al de los campos de concentraci¨®n. Es inevitable pensar que, detr¨¢s de todo ese minucioso sistema de control y desquiciamiento de la vida de una sociedad entera, haya en verdad la intenci¨®n de desmoralizarla, de derrotarla psicol¨®gicamente, una manera de empujarla a la desesperaci¨®n de actos de rebeld¨ªa insensatos, que deslegitimen su causa, y permitan al Estado poderoso y pr¨¢cticamente invulnerable que es hoy d¨ªa Israel, obligarla a aceptar las condiciones de paz que se le inflijan o, simplemente, seguirla castigando hasta reducirla a la anomia o el perecimiento.
Es para protestar contra este estado de cosas que los pacifistas de la vieja y de la nueva generaci¨®n han subido al ¨®mnibus que debe llevarlos a Bil¨ªn. Yo los sigo, con Meir Margarit, mi hija Morgana y Ricardo Mir de Francia, un joven periodista espa?ol, en un auto alquilado. Ha habido rumores inquietantes de ¨²ltimo momento seg¨²n los cuales, para evitar la manifestaci¨®n de este viernes, el gobierno ha declarado el estado de sitio en aquel lugar. Se ha trazado un itinerario que evita la l¨ªnea recta, con la ingenua ilusi¨®n de esquivar las barreras militares. Es in¨²til, porque, antes del llegar al asentamiento de Upper Modiin, nos cierra el paso una patrulla y nos obliga a dar un nuevo rodeo. Yendo y viniendo de un lado al otro, por un terreno requemado por el sol y abultado de colinas rocallosas, se nos pasa buena parte de la ma?ana. Bil¨ªn parece un espejismo que se desvanece cada vez que nos acercamos a ¨¦l.
La primera manifestaci¨®n en Bil¨ªn se produjo el 20 de febrero de este a?o, cuando los tractores del Ej¨¦rcito de Israel arrasaron los primeros almendros y olivos de las afueras de ese pueblo de unos 1.700 para iniciar la construcci¨®n de un Muro que dejar¨ªa divorciados para siempre a los campesinos de sus huertos de cultivo y de los terrenos donde pastan sus animales. Al mismo tiempo, se supo que dos nuevos asentamientos de colonos se levantar¨ªan en las inmediaciones. Fue la gota que colm¨® el vaso. Desde ese d¨ªa, todos los viernes, a veces algunas decenas, y a veces unos cuantos cientos, de palestinos e israel¨ªes, y tambi¨¦n de voluntarios extranjeros, luego de que terminan las oraciones en la mezquita, salen a desfilar por la trayectoria que va a seguir el Muro, y cantan canciones de protesta, corean estribillos, lanzan piedras, y, a veces, improvisan espect¨¢culos en que participan los ni?os del lugar. No parecen cosas que puedan poner en peligro al Estado israel¨ª. ?Por qu¨¦, entonces, ¨¦ste ha reaccionado cada vez con m¨¢s intemperancia hasta llegar a las agresiones f¨ªsicas y los lanzamientos de granadas lacrim¨®genas y atronadoras y disparos con balas de goma de la semana pasada? Porque, con buen olfato, ha adivinado que estos peque?os grupos podr¨ªan ir creciendo, acaso resucitando al movimiento pacifista israel¨ª y fomentando una solidaridad internacional que perturbe los beneficios que espera sacar de aquel monstruo serpenteante de concreto.
Esta semana, el Ej¨¦rcito israel¨ª ha decidido impedir la menor demostraci¨®n. Amigos que ya se encontraban en Bil¨ªn desde el amanecer o la noche anterior hacen saber a Meir Margalit por tel¨¦fono que los soldados han lanzado granadas lacrim¨®genas al interior de la mezquita y que hay varios heridos. Est¨¢n reclamando una ambulancia. Hemos llegado a una colina vecina a aquella en cuya ladera se desparraman las casitas de Bil¨ªn y hasta aqu¨ª llega el eco de los disparos. Unos polic¨ªas de civil, irritados, nos advierten que ha sido declarado el estado de sitio para Bil¨ªn y que de ninguna manera podremos acercarnos a la aldea. Pero la gente del ¨®mnibus ha abandonado el veh¨ªculo y se ha lanzado a campo traviesa, para tratar de llegar a pie a Bil¨ªn, bajando y trepando los cerros. Es un espect¨¢culo bastante conmovedor ver a las viejas y viejos pacifistas, ayud¨¢ndose con bastones y pa?uelos amarrados a la cabeza, avanzando con dificultad, pero con convicci¨®n, entre las bre?as. Los detiene una barrera militar que les lanza granadas lacrim¨®genas y captura a unos cuantos. Pero por lo menos un centenar de chiquillas y chiquillos se les escurren y los vemos saltando como cabras, ya a la altura de las primeras viviendas de Bil¨ªn.
Morgana y Ricardo van tras ellos. Meir y yo nos quedamos observando, desde un altozano, pero poco despu¨¦s ¨¦ste me convence que es una descortes¨ªa quedarse tan lejos de la candela. Bajamos hasta donde se producen algunos forcejeos entre manifestantes y soldados, pero ¨¦stos, que deben tener instrucciones al respecto, dejan en paz a periodistas y fot¨®grafos, y s¨®lo detienen a los pacifistas, meti¨¦ndolos a unas camionetas. ?Qu¨¦ les ocurrir¨¢ ahora? Nos lo explica Claudia Levin, una israel¨ª de origen argentino, que, aprovechando un momento de desorden, se escabulle de los soldados que la han arrestado y nos pide que la saquemos de all¨ª. Es cineasta y est¨¢ haciendo un documental sobre Bil¨ªn. La han detenido ya otras veces. El Ej¨¦rcito ficha a los detenidos, les impone una multa, y los despacha generalmente el mismo d¨ªa, a menos que los acuse de agredir a los soldados, en cuyo caso les abre un proceso. Nos cuenta que ¨¦ste es ahora uno de los poqu¨ªsimos casos en que israel¨ªes y palestinos colaboran en una acci¨®n conjunta y que probablemente a ello se deba que el gobierno aplique aqu¨ª la mano dura. "A nosotros no nos tratan con el cari?o con que trataban a los colonos que sacaron de los asentamientos de Gaza", bromea. Es una mujer joven y conversadora. Nos cuenta que ha pasado muchas noches en Bil¨ªn y que ha filmado escenas en que se ve a los ni?os del pueblo improvisando situaciones teatrales para representarlas en las manifestaciones de los viernes. "Para ellos esto es tambi¨¦n una diversi¨®n", a?ade, "aunque a veces los gases los dejen sin respiraci¨®n y las balas de goma los tumben y hasta los desmayen".
Ma?ana, cap¨ªtulo 4: El horror se llama Hebr¨®n
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