Cenizas y personas
No hace mucho tiempo fui invitado a asistir a un entierro despu¨¦s de la correspondiente celebraci¨®n lit¨²rgica. Asent¨ª pensando que el acto religioso se prolongaba con el correspondiente enterramiento en el sentido estricto y etimol¨®gico de la palabra: depositar un cad¨¢ver en la tumba propia, cubrir con tierra aquel lugar destinado para este fin, junto a sus familiares y sellando con nombre propio ese trozo de suelo.
Poco despu¨¦s se me indic¨® que despu¨¦s de la incineraci¨®n el acto tendr¨ªa lugar en un monte cercano en el que hay un santuario famoso en la zona, dedicado al ¨¢ngel patr¨®n, con la iglesia circundada por su correspondiente cementerio. Mi sorpresa fue considerable cuando al llegar a la cima de la monta?a no nos dirigimos a la iglesia y al campo santo sino al campo abierto, donde comenzaron a buscar la pe?a m¨¢s alta desde la que mejor poder esparcir las cenizas. En ese momento se produjo una situaci¨®n inesperada. El hermano del difunto que ten¨ªa entre sus manos la urna cineraria prorrumpi¨® entre cortante y retador: "Las cenizas de mi hermano no se esparcen".
Ante ese acerado desaf¨ªo se decidi¨® hacer un hoyo y derramarlas dentro de ¨¦l o enterrar tambi¨¦n el ¨¢nfora. Casi todos los asistentes eran ciudadanos que conoc¨ªan mucho del monte, m¨¢s mitolog¨ªa que geograf¨ªa, m¨¢s por leyendas y relatos ideol¨®gicos que por haberlo andado a pie y conocer la estructura de su suelo. Primero intentaron cavar al lado de un haya, sin percatarse de la oposici¨®n que sus ra¨ªces ofrecen a la hora de excavar. Un segundo intento choc¨® con un pedregal. Finalmente quienes por nacimiento ¨¦ramos realmente de monte y por conocer sus trochas, tejidos y declives, perforamos un hueco donde se pudo introducir el ¨¢nfora.
Mientras ca¨ªa una heladora aguanieve sobre los presentes y yo, temiendo el paso y pisadas de cabras, perros y onagros, recubr¨ªa el lugar en forma de t¨²mulo, no pude evitar el dirigir la mirada a uno de los hijos, mientras pon¨ªa mis ojos en una lastra cercana: "En el primer d¨ªa libre, t¨² y tus hermanos volv¨¦is a este lugar y en esa piedra grab¨¢is el nombre, la fecha de nacimiento y la fecha de muerte de vuestro padre, porque quien no tiene nombre, lugar y tiempo, no existe, y si nadie le recuerda, no es persona. Y si ¨¦l deja de existir con nombre y tiempo, dej¨¢is tambi¨¦n vosotros de existir, porque cerrados sobre vosotros mismos y olvidados de vuestro origen no sabr¨¦is qui¨¦n sois, de d¨®nde ven¨ªs, de qui¨¦n sois y ante qui¨¦n est¨¢is. Os habr¨¦is olvidado de vosotros mismos, al olvidar el lugar y los signos que mantienen viva la ra¨ªz amorosa de la que hab¨¦is surgido".
?Qu¨¦ trivializaci¨®n y menosprecio han inundado la experiencia humana actual para despreciar hasta ese l¨ªmite a los muertos, arrojando sus cenizas a un r¨ªo, dispers¨¢ndolas en el monte o espolvoreando con ellas un ¨¢rbol? En la vida humana los signos son la realidad y los fragmentos son el todo. No hay relaci¨®n con la persona si no hay remitencia a su tiempo y lugar propios. Quien borra las huellas del pr¨®jimo le ha arrancado de su vida, le ha condenado al exilio, le ha declarado inexistente. A la trivializaci¨®n de la muerte sigue la trivializaci¨®n de la vida, porque s¨®lo quien sabe dar raz¨®n de la muerte y dar amor a los muertos, sabe dar raz¨®n de la vida y amor a los vivos. ?Ese amor a los que han partido, dec¨ªa Kierkegaard, que es el m¨¢s gratuito, desinteresado y generoso, porque no nace de la melancol¨ªa sino de la gratuidad agradecida y esperanzada!
Por eso hay que poner distancia a ellos, deposit¨¢ndolos en lugar propio y sagrado, no reteni¨¦ndolos en casa, como alimento de la melancol¨ªa y sucumbiendo a una sensaci¨®n falaz de presencia y compa?¨ªa; pero a la vez hay que mantener la cercan¨ªa mediante el signo y el s¨ªmbolo, el lugar y el tiempo, que se vuelven as¨ª sagrados, por participar del destino sagrado de la persona sustra¨ªda y esperada.
Lejos estoy de pensar que el guardar cenizas o el enterrar cad¨¢veres sean pensados como la garant¨ªa de una inmortalidad o resurrecci¨®n. La fe cristiana no se apoya en el soporte biol¨®gico de una incorruptibilidad f¨ªsica o indestructibilidad natural, a las cuales colaborar¨ªa el cuidado de esos restos. La fe cristiana es fe en la resurrecci¨®n; se apoya en el Dios vivo, que ha creado a los hombres para participar en su propia existencia eterna, y lo mismo que los llam¨® desde la nada a la existencia los llamar¨¢ desde la muerte a la vida eterna.
No estamos aqu¨ª primordialmente ante un problema religioso sino ante un hecho antropol¨®gico fundamental: el valor y la sacralidad del hombre, que se expresan en el respeto que sus pr¨®jimos le otorgan vivo y muerto. No en vano los primeros signos de humanizaci¨®n y expresi¨®n religiosa aparecen en la historia unidos al culto a los muertos, a sus tumbas y fechas necrol¨®gicas, al memorial de sus haza?as y a la esperanza de su compa?¨ªa. Una cultura que olvida y dispersa de esta forma los despojos de los muertos los est¨¢ "expoliando" y despu¨¦s terminar¨¢ dispersando por insignificantes a los vivos. Si todo es recuerdo en el amor y espera, donde desaparecen los signos concretos de una persona concreta, ¨¦sta termina desapareciendo de la conciencia. Esa soledad otorgada a los muertos se vuelve sospecha en los vivos: no valgo la pena a nadie, si mi recuerdo no acompa?a a nadie, mi soledad es definitiva y absoluta. Si no existo ya para nadie, ?soy alguien?
Memoria e identidad son inseparables, en cada uno y en el pr¨®jimo. La Biblia define al hombre como aquel de quien Dios se acuerda, aquel de quien Dios nunca se olvida. La memoria de Dios es la garant¨ªa de la definitividad del hombre y de su valor imperecedero. Por eso en la iglesia primitiva se manten¨ªa el mismo respeto al cuerpo de Cristo, conservado en el columnario lateral del templo y a los cuerpos de los cristianos, enterrados a su lado. All¨ª en esa paz que deriva de la cercan¨ªa de Cristo (eso significan las tres letras: RIP) esperan la revelaci¨®n y redenci¨®n definitivas. Cada uno est¨¢ de alguna forma vivo mientras uno de los humanos se acuerde de ¨¦l, invoque con la palabra y rece por ¨¦l. ?Qui¨¦n no ha le¨ªdo sin conmoverse el poema Masa de C¨¦sar Vallejo?
Al volver del monte esa noche me tocaba leer el canto XVI de la Il¨ªada. El oprobio mayor para un hombre es que su cad¨¢ver quede a merced de los enemigos o de las aves del cielo, sin enterrar, sin el honor de sus compa?eros y sin la memoria fiel de los suyos. "All¨ª sus hermanos y amigos le har¨¢n exequias y le erigir¨¢n un t¨²mulo y una estela, que tales son los honores debidos a los muertos" (XVI, 674-675). En este orden cada hombre es un h¨¦roe; su existencia es un absoluto por pobre y desconocida que sea; su camino hacia Dios es un camino propio; por ello reclama una tumba con nombre y fecha propios. ?Habremos retrocedido m¨¢s atr¨¢s de Homero y de los griegos? Ning¨²n platonismo y espiritualismo, ninguna mitolog¨ªa de bosques, montes o r¨ªos, puede conducirnos a esta degradaci¨®n del hombre, que tiene lugar cuando se borran las huellas de su presencia y se deja a la memoria sin los fragmentos de tiempo y tierra en los que expresar el valor indestructible del ser querido, que expresamos con nuestro recuerdo, oraci¨®n y veneraci¨®n. Sin ra¨ªces de memoria no hay frutos de esperanza. Sin anticipo de esperanza, la existencia es una condena. Dispersar cenizas, ?no es despreciar personas?
Olegario Gonz¨¢lez de Cardedal es catedr¨¢tico de la Universidad Pontificia de Salamanca.
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