La modificación
McEwan disfruta dibujándonos un mundo feliz que infecta con un virus emocional extra?o para que asistamos al espectáculo narrativo de su sutil envilecimiento. El pic-nic en la soleada campi?a con el que arranca Amor perdurable (1997) deja paso a la muerte violenta y al delirio de un paranoico, y en Expiación (2001), su magistral novela anterior, la sensibilidad poética nacida en el entra?able hogar de los Tallis engendra injusticia y a la literatura le da la mano la muerte. Ahora también en Sábado construye una Arcadia truncada luego por el desvarío y el miedo, la del honesto y prestigioso neurocirujano Henry Perowne, felizmente casado con una hermosa abogada y con dos hijos que tienen mucho de ni?os prodigio, la poeta Daisy, que está ya en el catálogo de Faber & Faber, y su hermano Theo, prematuro monstruo del blues, viviendo todos en una mansión de Fitzrovia sus regaladas e idílicas vidas de burgués (?por una vez, el poeta canta a la felicidad!). Y entonces, ?a la expiación de qué pecados es condenado Henry desde la noche de autos del sábado 15 de febrero de 2003, día de las manifestaciones de protesta contra la guerra de Irak, en que se asoma insomne a la ventana y, viendo pasar un avión ardiendo hacia Heathrow, abre sin remedio la caja de Pandora de las ansiedades y temores que surgieron para siempre con el auge de Al Qaeda y la caída de las Torres Gemelas? ?Qué demonios hace el hombre ante la evidencia de que su hábitat ha mutado, se ha modificado, y le ha arrebatado la inocencia abandonándolo al miedo? Chomsky en 11/09/2001 o Todorov con El nuevo desorden mundial jugaron a las conjeturas políticas y sociológicas. McEwan, que ya trató en El inocente (1990) de la orfandad del nuevo clima emocional surgido tras la caída del muro de Berlín, prefiere resolver el enigma desde el terreno de lo individual y lo psicológico, moviéndose a un lado y otro de la endeble línea que divide el equilibrio del desquiciamiento y atisbar, en términos quijotescos y con la irónica ayuda de su neurocirujano, cuáles son las razones de la sinrazón.
S?BADO
Ian McEwan
Traducción de Jaime Zulaika
Anagrama. Barcelona, 2005
328 páginas. 18 euros
La novela transcurre en un
día y una noche, como el Ulises de Joyce, libro con el que comparte el placer de las descripciones obsesivas (la partida de squash de catorce páginas, la operación quirúrgica) y al que se le dedican algunos gui?os relacionados con inodoros (sic), piezas de menaje y regodeos carnales. A Perowne le sigue muy de cerca el narrador, como si de un espía de Graham Greene se tratase -y no queda dicho a humo de pajas, pues El ministerio del miedo (1943) de Greene, acerca de la ansiedad en Londres durante la última gran guerra, y su manejo del suspense, están muy presentes en la narrativa de McEwan-, decidido a saberlo todo del protagonista (focalización interna, estilo indirecto libre), sin llegar a confundirse con él (sin monólogo interior).
Como La se?ora Dalloway (1925) de Virginia Woolf, muy presente en las páginas de Sábado (esas "miríadas de impresiones que bombardean la mente de un hombre normal en un día normal" a las que se refiere en 'Modern fiction', por ejemplo), transita por Londres entre banalidades y angustias, hace los preparativos para una velada festiva y reflexiona acerca de la guerra. Su lujoso Mercedes choca con el BMW rojo de un energúmeno con el síndrome de Huntington llamado Baxter -escena que trae a la memoria el enfrentamiento del yuppy con los delincuentes del Bronx en La hoguera de las vanidades de Wolfe-, acude a ver a su madre al geriátrico en el que la consume el Alzheimer (el eje del relato no es otro que la mente), medita acerca de la guerra de Irak y de si quienes se manifiestan por las calles llevan o no la razón, nos acerca las discusiones literarias de su hija con su suegro el poeta Grammaticus, escucha a Bach, saluda a Tony Blair en la Tate Modern, confiesa que McEwan tampoco le gusta, acude al quirófano a trabajar, le hace el amor a su esposa, emprende ciertas digresiones sobre la fragilidad de los valores en los que ha sido educado y la discutible solidez del bienestar de su estatus (siguiendo el estilo e inquietudes de Saul Bellow y de su Herzog, homenajeado en el epígrafe), cree ver el BMW rojo a cada instante -convertido en recurrencia y advertencia- y sigue sin entender por qué la literatura despierta pasiones (el sarcasmo de McEwan convierte en héroe novelesco a quien desprecia la ficción porque no entiende que el objetivo consista en inventar el mundo, y no en explicarlo).
Y, en los restos del día, Baxter irrumpe en la casa de los Perowne cuchillo en mano y convierte en física la amenaza psicológica que ensombrece la vida perfecta de la familia perfecta desde el primer capítulo. Y que los Perowne salven su pellejo gracias a la capacidad de rapsoda de Daisy no es una frívola concesión a lo grotesco, sino la metáfora empleada por McEwan para retratar nuestro mundo violento y disparatado, sólo aplacado por la cultura.
Hiperbólica y construida entre simetrías y anisocronías, Sábado resulta equilibrada y trastornada a un tiempo, como la historia que cuenta y el mundo confuso que la inspira, a medio camino entre el retrato social de la clase acomodada, a lo Updike, cierto remedo de los thrillers domésticos de Hitchcock, y una suerte de alegoría del bien (Henry) y el mal (Baxter) que enriquezca el ramplón maniqueísmo que los políticos más necios intentan inculcarnos. No se piense que supera las incontables excelencias de Expiación, pero sí puede alardear de encerrar lo mejor de McEwan -la tensión narrativa, la irrupción de la pesadilla en la vida cotidiana, su interés por la cara oculta del individuo, sus técnicas del claroscuro emocional y del tiempo elástico-, y de haber llevado a cabo un extraordinario trabajo psicológico en torno a Henry y a su lucha frente a la modificación sufrida por el mundo al que pertenecemos. El placer del viajero a lo largo de las páginas de Sábado será inmenso. Póngase cómodo y déjese llevar. Ah, y repare en que todo lo que aquí se ventila le concierne.
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