Violaciones y silencio
Horror. Tambi¨¦n piedad fue el sentimiento que la autora de 'La joven de la perla' experiment¨® ante el drama de las mujeres violadas en Burundi. La escritora viaj¨® hasta este pa¨ªs africano para mostrar la tragedia de una de las zonas m¨¢s olvidadas.
Un poco m¨¢s abajo del mercado y la estaci¨®n de autobuses de Bujumbura, capital de Burundi, el visitante se topa con un an¨®nimo port¨®n de metal oscuro. Un guardia abre una rendija a la altura de los ojos, nos mira y despu¨¦s abre lentamente. Entramos en un amplio jard¨ªn. Al fondo se divisa una casa amarilla de una sola planta. El recinto, rodeado por un muro elevado, est¨¢ principalmente lleno de maleza y hierbajos que un hombre corta con una guada?a; macizos de buganvilla, limoneros, naranjos y pl¨¢tanos proporcionan una m¨¢s que necesaria sombra.
Un grupo de mujeres y ni?as se arremolina en la escalera de la casa. Cuando nos acercamos nos miran fijamente y yo trato de no hacer lo mismo con ellas. Entramos. La sala de espera est¨¢ fresca y tranquila. En los sof¨¢s y en las sillas hay m¨¢s mujeres y ni?as sentadas que han ido llegando desde las seis de la ma?ana; unas han venido a pie o en autob¨²s desde el campo; otras, acompa?adas de familiares o amigos. Algunas, como una colegiala de la ciudad con su uniforme blanquiazul, o una abuela con 60 a?os y 16 nietos procedente del norte, optaron por venir solas. Constantemente aparecen m¨¢s; al mediod¨ªa la sala estar¨¢ a rebosar. Es lunes por la ma?ana y algunas han tenido un fin de semana muy ajetreado. La mayor¨ªa de estas mujeres y ni?as han sido violadas.
Llegu¨¦ pensando que ver¨ªa l¨¢grimas y gestos de dolor, que escuchar¨ªa gritos y llantos, pero las mujeres est¨¢n impasibles. Algunas hablan en voz baja con sus acompa?antes, pero la mayor¨ªa permanecen sentadas en silencio, esperando. Los ni?os no paran de entrar y salir. Una ni?a de cinco a?os que fue violada hace cuatro meses est¨¢ sentada en el suelo, al sol, jugando con mu?ecas de madera.
Puede que esta atm¨®sfera contenida se deba a la conmoci¨®n, puesto que algunas mujeres han sido violadas hace s¨®lo unas horas. Pero tambi¨¦n sea quiz¨¢ el deseo de guardar las emociones delante de desconocidos. A lo mejor, la falta de dramatismo tambi¨¦n tiene algo que ver con el propio car¨¢cter burund¨¦s. A diferencia de otros pa¨ªses africanos, en Burundi la gente no muestra mucho sus emociones. Quiz¨¢ sea ¨¦sta una de las razones por las que aqu¨ª proliferan las violaciones: es f¨¢cil esconderlas cuando todo lo dem¨¢s tambi¨¦n est¨¢ oculto.
Bujumbura se asienta a orillas del largo y estrecho lago Tanganica. En la orilla de enfrente se alza un imponente muro monta?oso que parece salido de El se?or de los anillos; detr¨¢s se encuentra la enorme Rep¨²blica Democr¨¢tica del Congo. Seg¨²n todos los informes, el Congo es un caos: abundan los rumores sobre salvajes asesinatos, violaciones sistem¨¢ticas e incluso canibalismo. En comparaci¨®n, el diminuto Burundi (un poco mayor que Gales) parece reposado. La propia Bujumbura es una sencilla ciudad africana, con calles aceptablemente pavimentadas, luz, un enorme mercado, bancos, tiendas, escuelas e incluso una piscina p¨²blica. No obstante, pese a su aparente orden, en Bujumbura reina la violencia y la anarqu¨ªa; las casas donde vive la clase media est¨¢n amuralladas y custodiadas. Hubo una guerra civil en Burundi entre 1993 y 2003, y aunque el pa¨ªs no cay¨® en el genocidio absoluto como la vecina Ruanda, comparte cierta similitud con las tensiones ¨¦tnicas entre hutus y tutsis, y con la erosi¨®n del tejido social.
El Gobierno burund¨¦s de posguerra sigue siendo provisional, a la espera de unas elecciones que conviertan el pa¨ªs en una aut¨¦ntica democracia. La guerra desgarr¨® el pa¨ªs econ¨®mica y socialmente: el Informe sobre Desarrollo Humano de la ONU del a?o 2004 situaba a Burundi en el puesto 173 de una lista de 177 pa¨ªses. En las estribaciones monta?osas que rodean Bujumbura se esconden guerrillas contrarias al Gobierno y de noche la ciudad est¨¢ bajo el toque de queda.
El Centro Seruka (que significa "Sal a la Luz" en kirundi, el idioma local) lo inaugur¨® en septiembre de 2003 la ONG M¨¦dicos Sin Fronteras. El centro dispensa tratamiento m¨¦dico y terapia psicol¨®gica a v¨ªctimas de violencia sexual. Antes eran tratadas en el veterano Centro para los Heridos de Guerra Civiles de la misma organizaci¨®n, situado en otro barrio. All¨ª, las mujeres y las ni?as que hab¨ªan sido violadas pod¨ªan encontrarse a veces con sus agresores, que estaban siendo atendidos por heridas de bala o fracturas. Era necesario que las mujeres necesitaran poder ir a un lugar en el que se sintieran protegidas y an¨®nimas. Adem¨¢s de atender a v¨ªctimas de violaci¨®n, el Centro de Salud de la Mujer tambi¨¦n tiene un servicio de planificaci¨®n familiar y trata enfermedades de transmisi¨®n sexual (ETS) para que as¨ª la gente no presuponga que cualquier mujer que acude al centro ha sido violada. Sin embargo, la violaci¨®n es su principal preocupaci¨®n. En la actualidad atiende un promedio de 120 casos mensuales de violaci¨®n, mientras que cada mes s¨®lo acuden entre 5 y 10 personas para asesorarse sobre planificaci¨®n familiar.
En este centro, gestionado por mujeres, se respira energ¨ªa, algo que tambi¨¦n he detectado en el conjunto de las mujeres de Burundi: aunque ejerzan un poder econ¨®mico o pol¨ªtico escaso, siguen siendo la dinamo que empuja los engranajes sociales. Nunca est¨¢n sentadas indolentemente junto a las carreteras, como hacen los hombres. Siempre se encuentran haciendo algo: llevar agua, vender cosas en el mercado, cuidar de los ni?os o trabajar en los campos con un beb¨¦ sujeto a la espalda. Hasta sus ropas son m¨¢s espectaculares: lucen pareos y pa?uelos para la cabeza de llamativos colores, mientras que los hombres prefieren las camisetas y los pantalones occidentales.
La mayor¨ªa de las v¨ªctimas de violaciones acude inicialmente al centro para conseguir antivirales que puedan impedir la infecci¨®n del sida, pero para que surtan efecto hay que administrarlos antes de las 72 horas y tomarlos durante 28 d¨ªas. Se ha desarrollado una eficiente y generalizada campa?a para concienciar a la poblaci¨®n burundesa sobre el sida y aqu¨ª a la gente le aterroriza la enfermedad, aunque en t¨¦rminos relativos la situaci¨®n no sea tan mala como en otros pa¨ªses africanos: en Burundi, el 8,3% de los adultos es portador del virus del sida, frente al 20% en Sur¨¢frica, el 25% en Zimbabue y el 36% en Botsuana. A las v¨ªctimas de violaci¨®n que acuden a la cl¨ªnica tambi¨¦n se les realiza un examen m¨¦dico y pruebas de ETS, y las atiende una psic¨®loga.
Aunque los antivirales pueden atraer a las v¨ªctimas al centro, la atenci¨®n psicol¨®gica que reciben es un complemento ¨²til. A C¨¦lestine, una de las psic¨®logas de la instituci¨®n, no le da tanto miedo como a m¨ª hacer preguntas dif¨ªciles. Me ense?a un esquema de los que plantea y de los temas que trata con cada v¨ªctima. Van desde detalles concretos de la violaci¨®n -"?d¨®nde te toc¨®?", "?qu¨¦ te dijo?", "?te hizo da?o?"- hasta cuestiones sobre otros aspectos de la vida de la agredida que se han visto afectados -"?c¨®mo te sientes con tu cuerpo?", "?consigues dormir?", "?te preocupa la seguridad?", "?con qui¨¦n crees que puedes hablar?"-. El hacer que hablen de lo ocurrido les ayuda a purgar su experiencia. C¨¦lestine ser¨¢ para muchas la ¨²nica persona con la que hablen de su violaci¨®n.
As¨ª le ocurre a Fran?oise, una abuela de 60 a?os. Viuda desde hace a?os, lleva en la cabeza un pa?uelo verde, amarillo y naranja bajo el que asoman rizos negros y grises. Durante la sesi¨®n de terapia, C¨¦lestine le mira constantemente a los ojos y esboza una media sonrisa, mientras se dirige en tono quedo y sosegado a Fran?oise para animarla a hablar. Aunque no entiendo kirundi, parece que Fran?oise le est¨¢ relatando con todo detalle lo ocurrido. Apenas muestra emociones evidentes, pero de vez en cuando se inclina hacia un lado y se lleva la mano a la frente. "Le averg¨¹enza que violen a una mujer de su edad", me explica C¨¦lestine. "No se lo ha dicho a nadie y nunca lo har¨¢". Ahora ha venido por primera vez a la cl¨ªnica -dos meses despu¨¦s de la violaci¨®n- porque le duele el abdomen (las pruebas revelan que Fran?oise ha contra¨ªdo una enfermedad de transmisi¨®n sexual), y ha mentido a sus hijos para desplazarse hasta Bujumbura.
Al final de la sesi¨®n, Fran?oise me mira y me dice: "Quiero saber algo de usted". Me parece justo, as¨ª que le digo lo que puedo y le ense?o una foto de mi hijo. "?S¨®lo uno?", comenta. "?Doy gracias a Dios por haber tenido tantos hijos!". Cuando le prometo que guardar¨¦ su secreto, Fran?oise me sonr¨ªe.
La edad de Fran?oise es relativamente inusual. En Burundi, la mitad de las v¨ªctimas de violaci¨®n tiene menos de 18 a?os y muchas son ni?as de pocos a?os, quiz¨¢ porque est¨¢ claro que son v¨ªrgenes y que, por tanto, no transmitir¨¢n el virus del sida. Hay algunos violadores que creen incluso que mantener relaciones con una virgen les curar¨¢ su propio virus. Tambi¨¦n oigo hablar de otras supersticiones como que acostarse con una enana trae suerte o hacerlo con una anciana da sabidur¨ªa.
En el centro conozco a chicas de 5, 10, 14 y 17 a?os que han sido violadas. A la v¨ªctima m¨¢s joven la visito en su casa, a unos diez kil¨®metros de Buhiga, una localidad del norte en la que M¨¦dicos Sin Fronteras ha comenzado a hacerse cargo de las v¨ªctimas de violencia sexual, al tiempo que mantiene el hospital provincial y un centro de nutrici¨®n. Christine tiene dos a?os y diez meses, y la semana pasada fue violada por un hombre empleado por su madre para ayudarla con la casa. La casa -una choza, seg¨²n los esquemas occidentales- es mayor y est¨¢ mejor construida que las dem¨¢s que visito, est¨¢ hecha de ladrillos y cuenta con un tejado de cinc. Puede que el suelo de la cocina sea de tierra compacta, pero est¨¢ lleno de comida: manojos de pl¨¢tanos, latas de aceite y sacos de harina de yuca. Hay dos camas y una mesa con sillas de madera maciza en lugar de banquetas hechas de cajas. Christine y su madre, B¨¦atrice, llevan ropa limpia y bastante nueva: Christine va con un vestido blanco y un jersey de rayas; B¨¦atrice, con una camisa roja y blanca, un pareo verde y blanco, y un pa?uelo le oculta el pelo. Los otros hijos de B¨¦atrice, cinco chicos y otra chica, est¨¢n en la escuela mientras conversamos. Un vecino de 11 a?os cuida de Christine cuando B¨¦atrice va a trabajar en los campos o vendiendo rengarenga -una planta de hojas largas similar a la espinaca- en el mercado.
La peque?a Christine es todo un car¨¢cter, fuerte y juguetona, y en cuanto la conozco s¨¦ que va a superar la violaci¨®n. A gran parte de las ni?as de su edad que han sufrido esa clase de experiencias traum¨¢ticas les aterrorizar¨ªan los desconocidos, pero Christine s¨®lo se retrae por un momento. Enseguida nos lanza largas y simp¨¢ticas miradas, con la cara llena de curiosidad, levantando la barbilla y mir¨¢ndonos directamente a los ojos. Posa obedientemente con su madre para una foto de espaldas, pero no puede evitar volverse hacia Tom para observarle con detenimiento y evaluarle.
B¨¦atrice, su madre, es una mujer menuda, de un rostro expresivo y suavemente anguloso, que habla con una voz suave que, como la de una cantante bien adiestrada, no flaquea. Tiene las cosas claras y es f¨¢cil darse cuenta de d¨®nde saca su hija su determinaci¨®n. Es evidente que madre e hija se adoran mutuamente. Sentados todos dentro de la casa mientras una s¨²bita tormenta golpea contra el tejado, las dos permanecen abrazadas; Christine, feliz y descarada en el regazo de su madre.
La ni?a se qued¨® en casa sola con el chico -en realidad, un hombre de 18 a?os- durante s¨®lo un rato que, por desgracia, fue suficiente. B¨¦atrice hab¨ªa ido a los campos; los dem¨¢s ni?os, al colegio, y la canguro sali¨® un momento a por leche. Cuando volvi¨® se encontr¨® al hombre encima de Christine. ?l escap¨® corriendo, pero lo atraparon y ahora est¨¢ en la c¨¢rcel. Mediante gestos, Christine mostr¨® a su madre lo que hab¨ªa ocurrido con el sirviente. B¨¦atrice la llev¨® a un m¨¦dico cercano, quien confirm¨® que hab¨ªa sido violada, aunque parece que no fue penetrada, lo cual puede ser positivo con vistas al futuro, puesto que la virginidad es muy apreciada y constituye un requisito indispensable si una muchacha quiere casarse.
Christine no ha llorado desde entonces, ni ha hablado de la violaci¨®n. Pero por la noche tiene pesadillas y entonces su madre la estrecha entre sus brazos como lo hace ahora. "La quiero tanto?", dice B¨¦atrice. Al final descubro que posiblemente Christine puede ser su ¨²ltimo hijo -B¨¦atrice tiene 44 a?os- y que se le han muerto otras tres ni?as. Aqu¨ª los hijos son tan importantes para las mujeres que generalmente la primera pregunta que les hago es cu¨¢ntos tienen. Me dicen el n¨²mero de chicos y de chicas, pero detr¨¢s siempre se cierne una tercera cifra fantasmal: la de los ni?os que han muerto por malaria, diarrea, infecciones respiratorias, tifus y desnutrici¨®n.
Ahora parece que a Christine y a su madre todo les va bien, salvo una cosa. Es f¨¢cil olvidarse de los padres en situaciones como ¨¦sta. El marido de B¨¦atrice es un soldado que vive en un campamento del que el resto de la familia se mud¨® hace un a?o, porque se dieron cuenta de que all¨ª era dif¨ªcil llegar a fin de mes. Se establecieron donde consiguieron comprar un trozo de tierra, pero eso significa que el padre tiene que vivir separado de su esposa y de sus hijos. El padre de Christine ya se ha enterado de la violaci¨®n: B¨¦atrice pidi¨® a un familiar que fuera a cont¨¢rselo. Cree que su marido volver¨¢ en un par de d¨ªas. Seg¨²n ella, ¨¦l es quien tiene que decidir qu¨¦ hay que hacer con el sirviente encarcelado. B¨¦atrice es cristiana y cree en el perd¨®n. "Cuando mi marido vuelva", dice, "si el hombre acepta que ha hecho algo malo y pide perd¨®n, mi marido lo har¨¢ porque conoce a Dios. No somos qui¨¦nes para juzgarle".
No est¨¢ claro que el marido de B¨¦atrice vaya a mostrarse igual de comprensivo con su mujer. Ella teme que se enfurezca. "?Qu¨¦ puedo hacer para aplacarle?", pregunta. Allison, la psic¨®loga de M¨¦dicos Sin Fronteras, se ofrece para hablar con ¨¦l sobre la medicaci¨®n que est¨¢ tomando Christine y para explicarle que la violaci¨®n no es culpa ni de la ni?a ni de B¨¦atrice. Pero todas las mujeres de la habitaci¨®n -la madre y la hija, los m¨¦dicos y yo- sabemos lo dif¨ªcil que es contener la marea de furia de un marido contra su esposa. No paro de preguntarme al d¨ªa siguiente si habr¨¢ llegado ya a su casa, si ha golpeado a B¨¦atrice o a Christine o si las ha echado de casa. Y todav¨ªa me lo sigo preguntando.
L¨¦ocadie es una de las muchas mujeres del centro de salud de Bujumbura que se muestra sorprendentemente dispuesta a hablar de sus experiencias y a ser fotografiada de frente, incluso cuando le damos muchas oportunidades de negarse o de fotografiarla de espaldas o perfilada para conservar su anonimato. El centro, mediante una compleja codificaci¨®n y escondiendo los historiales, se asegura de que ¨¦stos sean absolutamente confidenciales. En Burundi, como en la mayor¨ªa de los lugares, el estigma sobre las mujeres violadas es enorme. En el Reino Unido tampoco se da el nombre de las v¨ªctimas de violaciones en la prensa.
L¨¦ocadie tiene 20 a?os y vive en una provincia apartada. Ha tenido que coger un autob¨²s para llegar a Bujumbura. Envuelto en un pa?o azul y amarillo lleva a un ni?o de un mes al que amamanta mientras hablamos. Mientras mama, su hijo fija la mirada en ella; cuando abre la boca para bostezar, tiene la lengua blanca de leche.
L¨¦ocadie fue violada cuando estaba casi en su quinto mes de embarazo. Vende ma¨ªz en el mercado y, a veces, cuando su huerto no le da lo suficiente, sus vecinos le entregan algo de sus cosechas para que lo venda. Un d¨ªa, un vecino le ofreci¨® ver las verduras de su huerto y la condujo a un rinc¨®n apartado para luego violarla. "Era muy fuerte", me dice. "Me agarr¨® con una mano la garganta y con la otra me tap¨® la boca". No pareci¨® importarle que estuviera embarazada.
L¨¦ocadie ha venido al centro para su revisi¨®n semestral y ya sabe que no es portadora del sida. Es un golpe de suerte en su vida. Despu¨¦s de la primera visita a la cl¨ªnica no tuvo tanta suerte: se qued¨® durante una semana para que pudieran controlarle el embarazo (hay espacio para que varias mujeres puedan pernoctar all¨ª), y cuando volvi¨® a su pueblo descubri¨® que su marido la hab¨ªa abandonado a causa de la violaci¨®n, llev¨¢ndose a su hija de tres a?os con ¨¦l. L¨¦ocadie s¨®lo ha visto a la ni?a dos veces desde entonces y dice que ella y su marido est¨¢n "divorciados", aunque posiblemente no en un sentido legal. Tambi¨¦n se ha cambiado de pueblo porque unos vecinos se portaron mal con ella, y ahora vive entre vecinos cristianos que, seg¨²n ella, son mucho m¨¢s afables. Sol¨ªa encontrarse con la esposa de su atacante, pero la saludaba y poco m¨¢s. Nunca hablaron de lo ocurrido. El hombre se ha escapado. Aquel momento de violencia en el huerto ha roto dos matrimonios y ha privado a una mujer de su hija.
Durante las entrevistas que mantuve con estas mujeres les pregunt¨¦ por qu¨¦ violaban los hombres. Me dieron respuestas como ¨¦stas: "Sat¨¢n le oblig¨®"; "le dieron una mala educaci¨®n"; "su padre tambi¨¦n violaba a mujeres y ¨¦l ha heredado el impulso"; "est¨¢ loco"; "quer¨ªa una esposa". Ninguna habl¨® sobre lo mal que les va en general a las mujeres en Burundi o sobre la dominaci¨®n masculina que tanto las oprime. Son fatalistas, lo cual quiz¨¢ explique por qu¨¦ el cristianismo ha calado tanto aqu¨ª. Ninguna de las respuestas va realmente al fondo de la cuesti¨®n: ?por qu¨¦ los hombres les hacen esto a las mujeres? No es un problema que afecte ¨²nicamente a Burundi o a los pa¨ªses del Tercer Mundo. En el Reino Unido tambi¨¦n hay hombres que violan a ni?as de dos a?os y nadie sabe por qu¨¦. Quiz¨¢, aunque me asqueen las respuestas de las mujeres burundesas, mi reacci¨®n no sea la de la rectitud, sino un cauteloso gesto de reconocimiento.
En Burundi, las circunstancias facilitan realmente que los hombres puedan violar impunemente. Fuera de Bujumbura, en el campo, hay pocos pueblos -la gente m¨¢s bien alude a su "colline", la colina donde viven-, y las casas est¨¢n dispersas y aisladas. La guerra civil ha socavado los elementos comunitarios que hab¨ªa al destruir familias y dispersar a los vecinos. Adem¨¢s, muchos hombres han muerto y muchas mujeres se han convertido en cabezas de familia. Con frecuencia trabajan en los campos y tienen que recurrir a sirvientes que pueden acceder con facilidad a ni?as solas y vulnerables.
Es muy habitual que a los violadores ni se les atrape ni se les castigue, ni siquiera cuando se sabe qui¨¦nes son. Un chaval, cuya hermana sordomuda de 13 a?os fue violada por un vecino, me dijo que todav¨ªa sigue viendo a veces al hombre en el mercado, pero que no va a hacer nada porque la familia de ¨¦ste ha amenazado a la suya para que no trate de denunciarle. Hay varios casos en los que el acusado est¨¢ en la c¨¢rcel, pero es improbable que le juzguen: los retrasos y las costas suelen disuadir a las familias de las v¨ªctimas. M¨¦dicos Sin Fronteras remite a las mujeres y muchachas que s¨ª quieren exigir justicia a la organizaci¨®n francesa Abogados Sin Fronteras, una ONG que en la actualidad registra 74 casos de violaci¨®n en sus libros, de los cuales s¨®lo se espera que la mitad llegue a juicio. Por desgracia, como suele ocurrir en las violaciones, hay pocas pruebas concretas para incriminar a un agresor y, aunque haya un "certificado de violaci¨®n" emitido por un m¨¦dico, sin un testigo es muy habitual que el caso se reduzca a enfrentar la palabra de la mujer contra la del hombre.
Sin embargo, esto no significa que las v¨ªctimas hayan renunciado a la justicia. "Ahora quiero que se muera en prisi¨®n", declara Alicia, una en¨¦rgica ni?a de 10 a?os que hab¨ªa sido violada el d¨ªa anterior por el hijo de un vecino mientras su madre estaba en misa (el 60% de la poblaci¨®n es cat¨®lica). Su elegante madre, que luce un pa?uelo de cabeza y un vestido de sat¨¦n p¨²rpura, parece un poco azorada ante la empecinada respuesta de su hija. "Quiz¨¢ deba quedarse para siempre en la c¨¢rcel", rectifica la madre.
Durante nuestro ¨²ltimo d¨ªa visitamos a Josephine, en el extremo sur de Bujumbura, en un barrio poblado por personas desplazadas por la guerra civil. Esos barrios sufren una pobreza cr¨®nica y carecen de la cohesi¨®n social de una comunidad m¨¢s consolidada. La zona est¨¢ llena de gente que lo ha perdido todo -hogar, trabajo, familia- y que irradia vulnerabilidad. El director del centro de salud local me dice que atienden un promedio de ocho casos de violaci¨®n al mes -aunque seguramente se cometan muchas m¨¢s- y que los violadores suelen ser soldados del Gobierno o de antiguos grupos guerrilleros incorporados al ej¨¦rcito, que atacan a quienes menos posibilidades tienen de defenderse.
Josephine tiene 16 a?os y un hijo de un mes cuyo padre es su violador. Tiene un rostro felino, de p¨®mulos altos y anchos, ojos casta?os rasgados y labios carnosos que se dibujan en torno a una boca peque?a. Lleva una camisa amarilla y un pareo azul y verde, y se sienta conmigo en una estera sobre el suelo de tierra de una habitaci¨®n vac¨ªa que, junto a otro cuarto (tambi¨¦n vac¨ªo, salvo por una alfombrilla de pl¨¢stico donde tumba a su ni?o), Josephine comparte con una viuda que la ha acogido. En este pa¨ªs he comenzado a comprender lo que significa ser pobre y en este lugar ya no se puede caer m¨¢s bajo: ni muebles, ni comida, ni m¨¢s ropa que la que la muchacha lleva encima.
Antes, Josephine viv¨ªa en el campo con sus padres. Los mataron en 2002, poco antes de finalizar la guerra. No tiene ning¨²n hermano. Acab¨® en una zona para personas desplazadas de Bujumbura llamada Kiname, donde hace 10 meses irrumpieron unos atracadores desconocidos y la violaron. Los vecinos escucharon sus gritos, pero no pudieron socorrerla y la ayudaron a llegar al centro sanitario local. Ha pasado por diversas asociaciones -sorprendentemente, proliferan- que terminaron traslad¨¢ndola a este nuevo barrio. Josephine frunce el labio superior casi con un elaborado desd¨¦n cuando le preguntamos por su situaci¨®n. "Preferir¨ªa volver a Kiname", dice. "All¨ª no hay tanta pobreza como aqu¨ª".
No tiene mucho que decir sobre el rumbo que ha tomado su vida, por qu¨¦ la violaron o qu¨¦ ser¨¢ de ella. Mis preguntas le resbalan. Yo, protegida por el bienestar material, la asistencia sanitaria y la educaci¨®n, me permito el lujo de abarcar mucho m¨¢s que el presente, analizando el pasado y anticipando el futuro. Sin embargo, Josephine vive completamente el momento; no se detiene en su desdichado pasado y se encoge de hombros cuando le preguntan por el futuro. Nunca hab¨ªa conocido a alguien tan absolutamente ajeno al discurrir del tiempo. El pasado y el futuro bien podr¨ªan no existir; s¨®lo existe la boca abierta de su hijo que necesita llenarse, su cuerpo que hay que lavar y vestir. Nos pide comida -reconoce que no come todos los d¨ªas-, ropa y jab¨®n; ¨¦stas son sus necesidades inmediatas.
Josephine es la ¨²ltima mujer que entrevisto antes de abandonar Burundi y, de golpe, al negarse a abordar el trauma de la violaci¨®n, ampl¨ªa el panorama del que me he estado ocupando toda la semana. Cuando le pregunto qu¨¦ le ha afectado m¨¢s, la violaci¨®n o la guerra, me responde inmediatamente: "La guerra, por supuesto, porque a¨²n sigue afect¨¢ndome". Con un adem¨¢n alude a la nada que la rodea. Su respuesta es cort¨¦s, pero siento que ha sido una ingenuidad hacerle esa pregunta. La violaci¨®n, por lo menos, le dio a su hijo, la ¨²nica cosa positiva de su vida. "?l es mi futuro", dice, mucho m¨¢s preocupada por ¨¦l que por cualquier futuro marido.
Cuando el fot¨®grafo le sugiere que se cubra la cara para proteger su anonimato en las fotos, Josephine se lo piensa por un momento; despu¨¦s se incorpora, se quita del pelo su pa?uelo de lunares y se lo enrolla alrededor de la cara, dejando s¨®lo un ojo visible. Es un gesto de seguridad digno de una pasarela de moda; en otra vida, con sus bellos labios y su serenidad, Josephine podr¨ªa haber sido una modelo. En otra vida, podr¨ªa haber sido muchas cosas. Pero est¨¢ aqu¨ª y, probablemente, su precaria existencia se vea salpicada por el hambre, las penalidades y la p¨¦rdida hasta que, finalmente, pierda su propia vida. Se queda de pie en el umbral con su beb¨¦ en brazos, mir¨¢ndonos marchar, y tengo la sensaci¨®n de que yo ya la he perdido.
Este art¨ªculo forma parte del proyecto de M¨¦dicos Sin Fronteras del Reino Unido para mostrar la violaci¨®n de los derechos humanos en las zonas m¨¢s olvidadas del planeta.
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