La vaca de los encantes
Quien pasee por los Encants Vells, emporio del consumo barato y la ganga colorista voceada con euforia ("?Los polares! ?Los polares! ?Tengo los pantalones polares, los que abrigan!", "?A cinco, a cinco, a cinco euros los tres pares, nadie m¨¢s da tres por cinco euros!"), luego puede visitar (y "recomiendo la visita", como repite invariablemente un cr¨ªtico muy estimado y benigno) Barcemobel (Consejo de Ciento, 592), una tienda llena, de suelo a techo, de muebles de despacho nuevos y de segunda mano: sillas giratorias, archivadores, armarios de persiana provistos de cerradura y llave muy ¨²tiles para guardar carpetas, buzones, mesitas bajas ideales para que el representante despliegue su muestrario, y sillones rinconeros para que el cliente aguarde a que podamos atenderle, etc¨¦tera. El espacioso almac¨¦n reclama a gritos la resurrecci¨®n de Ram¨®n G¨®mez de la Serna, autor de El rastro, ese libro que por s¨ª solo ya justificar¨ªa la vida de tres o cuatro literatos, para destilar la poes¨ªa pobre que alienta en esos muebles, la historia trivial y secreta de los que cada uno es testigo mudo: y as¨ª un conjunto de escritorios de madera lustrosa como esmalte procede de una empresa que, como tantas, se fund¨® con grandes ilusiones de prosperidad, pero los c¨¢lculos estaban mal hechos, mientras aquellas otras con sus rieles de metal abollados y mellas en la madera delatan un uso cotidiano y perseverante durante d¨¦cadas, y quiz¨¢ un cierre por defunci¨®n.
Apostada y vigilante a la entrada de Barcemobel, me llama la atenci¨®n una vaca de poli¨¦ster, de tama?o natural, blanca y con manchas negras, vaca holandesa, como si se hubiera fugado de esa tontorrona Cow parade que peregrina de ciudad en ciudad y este verano sembr¨® Barcelona de vacas pintadas por "artistas". Pero ¨¦sta es un reclamo para la f¨¢brica de artesan¨ªa Manos creativas (www.manos-creativas.com), especializada en r¨¦plicas de animales: perros, gatos, ovejas, cabras, la familia Bambi y... vacas.
Bien pensado, no es extra?o ese maridaje entre los muebles de oficina y el animal, porque al fin y al cabo el camino de la vaca conduce invariablemente al matadero, y la oficina es el moderno altar sacrificial; pero la verdad es que a menudo las vacas se me aparecen, tanto en la vida como en el arte, por sorpresa, de repente, como en Vaca y viol¨ªn, aparici¨®n na?f y divertida que Malevich inserta en el pretendido rigor poli¨¦drico de las composiciones cubistas.
Una ma?ana, ya hace algunos veranos, en La Cabrera, provincia de Le¨®n, subimos desde la aldea de Truchillas por una empinada senda entre brezos y espinos; al cabo de dos horas de ascenso el sendero se confundi¨® con un regato fangoso, y por fin, tras un recodo, vimos extenderse al pie de un imponente circo roque?o la aparici¨®n maravillosa del lago oval como un espejo turbio. No se o¨ªa ni una esquila, ni una cigarra, ni el vuelo de una mosca... En las orillas pac¨ªan aquellas vacas pardas, sueltas hasta el invierno, tranquilas como ellas solas, solas.
Y ser¨ªa por aquellas fechas m¨¢s o menos cuando se celebr¨® en Madrid una exposici¨®n del c¨¦lebre pintor suizo, y pintor de vacas por excelencia, Ferdinand Hodler. Pero la exposici¨®n se centraba en la estremecedora serie de ¨®leos y dibujos que dedic¨® a la agon¨ªa, muerte y recuerdo imperecedero de su mujer, Valentine God¨¦-Darel. En cambio, apenas incluy¨® un par de cuadritos de vacas a modo testimonial. Tampoco en los cat¨¢logos de su obra suelen aparecer, sin duda los comisarios y curadores las considerar¨¢n prosaicas; prefieren sus sugerentes caminos y paisajes de alta monta?a y sus alegor¨ªas patri¨®ticas o simbolistas, pintadas en violentos escorzos; pero en cada sala de la Kuntshaus de Z¨²rich ellas te salen al paso, como tema central de la composici¨®n o elemento secundario de un paisaje, ora mostrando el rotundo, carnoso perfil, ora tumbadas apaciblemente bajo las encinas, o desfilando por un camino entre ¨¢lamos... elementales y rotundas y llen¨ªsimas de s¨ª mismas.
Hodler, que pas¨® alg¨²n tiempo en Espa?a, reflexion¨® por escrito sobre el asunto que nos ocupa. "El ganado vacuno espa?ol tiene un aspecto muy diferente al nuestro. En nuestras praderas de los Alpes el ganado vacuno es grande y, aunque tambi¨¦n resulte demasiado voluminoso, hay en su expresi¨®n una cierta dignidad. En Espa?a es m¨¢s peque?o, desali?ado, frecuentemente parece bastante inteligente; sin embargo, tiene una extra?a expresi¨®n servil. Claro que no se le cuida ni se le mima tanto como lo hacemos nosotros. Y que tampoco carece de temperamento es patente en la apariencia de los toros en las corridas. Hay aqu¨ª una bravura primitiva unida a una cierta elegancia que nada tiene que ver con la est¨²pida furia de uno de nuestros toros de monta?a que se ha vuelto malvado".
Acabo de pasar unos d¨ªas en el Bristol de Oslo, un hotel d¨¦co algo tronado. Mi cuarto estaba en el quinto piso y para no bajar en el ascensor, donde acecha un espectro bastante impertinente, bajaba por las escaleras, iluminadas en cada rellano por una bailarina de cobre encaramada a la barandilla, que sostiene en alto una l¨¢mpara de s¨®lo 40 vatios. Preside el rellano entre el tercer y cuarto piso un gran cuadro de dos vacas, en verdes, grises y azules muy oscuros, sugiriendo la humedad de las horas tard¨ªas en los prados, y esas vacas te miran con sus ojos grandes, negros y l¨ªquidos en los que es imposible ver nada, salvo el bostezo primigenio del caos.
Yo las miraba con un resentimiento injustificado, reproch¨¢ndoles su presencia en el hotel, y recordaba un aforismo de Nietzsche: "La felicidad es para las vacas y los ingleses" (un sarcasmo contra el pragmatismo filisteo de la democracia brit¨¢nica, tan opuesta a sus ideales de genio y destino). Precisamente ¨¦l, que se preciaba de "rumiar" sus pensamientos, entend¨ªa bien el tedio de las vacas, su opulencia aparatosa, inc¨®moda, que les da ese andar oscilante, ese desamparo a ratos exasperante y a ratos conmovedor, su resignaci¨®n m¨¢s all¨¢ de todo asombro...
En los sof¨¢s y butacas del vest¨ªbulo biblioteca del Bristol, compartimentados por estanter¨ªas a modo de mampara o biombo, se sirven pastelitos y t¨¦ en vajilla de plata, para gente de edad avanzada que acude a merendar, alternar y bailar al son de un pianista excelente, muy gordo, en esmoquin.
Cuando cruzas la luz mortecina del vest¨ªbulo oyes al fondo el tango o el vals. O s¨®lo el murmullo de las conversaciones, y entonces es que el pianista gordo est¨¢ fuera, bajo la marquesina sobre la que repica la lluvia, fumando un cigarrillo y viendo llover con cara de leve pero inacabable preocupaci¨®n.
museosecreto@hotmail.com
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