Viaje al mar de la literatura
El viaje del Mediterr¨¢neo es, por fuerza, un recorrido literario. No puede uno navegar sus aguas ni recorrer sus litorales sin cargarse el alma de literatura. O por lo menos, sin manifestar una cierta voluntad de abrir los oidos a los cantos de la sirenas en Capri; o al rumor de los pasos que Justine deja en las calles de Alejandr¨ªa; o al eco de los versos de Virgilio sobre los campos romanos. El Mediterr¨¢neo tiene alma mitol¨®gica y m¨ªstica. Pero sobre todo, posee un alma po¨¦tica. Muchos de los grandes caminos del mar de la literatura salen desde sus puertos o van a morir en sus orillas. Y cada ola escoge una canci¨®n.
Podemos zarpar de cualquiera de sus d¨¢rsenas. Y a mi se me ocurre que la primera de todas sea Sid¨®n, hoy un pedazo de tierra de las costas libanesas y, hace treinta siglos, m¨¢s o menos, el lugar en donde se alzaba la fastuosa ciudad de Tiro. Desde all¨ª, los marinos fenicios iniciaron los grandes viajes mediterr¨¢neos desde el Este hacia el Oeste y, en el cruso de sus arriesgadas navegaciones, sin duda sufrieron no pocas penalidades y vivieron al tiempo imponentes aventuras que fueron corriendo de boca en oreja. Y aquellos relatos de la mar, unidos a los que los mic¨¦nicos hab¨ªa acu?ado en navegaciones anteriores, llegaron a los o¨ªdos de los cantores ciegos. Y los cantores los convirtieron en mitos. Y los mitos, en f¨ªn, se tradujeron en palabras cuando el alfabeto fenicio form¨® con el verbo griego la diab¨®lica fusi¨®n que provoc¨® la m¨¢s honda de las revoluciones humanas: la aparici¨®n de la lengua escrita. De los viajes, pues, de los cuentos marineros del Mediterr¨¢neo, del genio fenicio unido al talento griego, brot¨® la voz enorme de la literatura. Y lo hizo sobre las olas y en las orillas del mar que de nuevo surcamos.
La ¨¦pica de aquel viaje [el de Jas¨®n y los Argonauta] la cant¨® siglos despu¨¦s Apolonio de Rodas. Y hace unas pocas d¨¦cadas la repiti¨®, incluso conm¨¢s talento, un poeta brit¨¢nico afincado en Mallorca: Robert Graves
Hypatia, la primera fil¨®sofa de la historia, inventa el astrolabio, que determina la distancia entre las estrellas y el horizonte. Sin ello, los europeos no hubieran llegado a Am¨¦rica tan pronto
Seguimos viaje, pues, de la mano de un primer mito del que se guarda memoria: el de Jas¨®n y los Argonautas, que navegaron desde las costas continentales griegas, en Tessalia, hasta la C¨®lquide, en las riberas del Mar Negro, en busca del Vellocino de Oro. La aventura que dio pie a la epopeya pudo suceder en el siglo XII antes de Cristo. Y aunque los versos que recitaron los cantores ciegos de los d¨ªas anteriores a Homero se hayan perdido en su mayor¨ªa, algunos de los personajes de la historia sobrevivieron en la literatura cl¨¢sica, como la infeliz Medea y el propio Jas¨®n. La ¨¦pica de aquel viaje la cant¨® siglos despu¨¦s Apolonio de Rodas. Y hace unas pocas d¨¦cadas la repiti¨®, incluso con m¨¢s talento, un poeta brit¨¢nico al que se le antoj¨® rebautizarse mediterr¨¢neo en las soledades de Mallorca: Robert Graves.
La entrada del B¨®sforo
En un viaje posterior, un griego llamado Bizas (Bizancio le debe su nombre) levant¨® un fort¨ªn en la entrada del B¨®sforo, que con el paso de los siglos pasar¨ªa a convertirse en Constantinopla, primero, y m¨¢s tarde Estambul. Y Estambul, pese a "indolencia de Oriente" que se mece en su atm¨®sfera, como escrib¨ªa Pierre Loti, es esencialmente una ciudad mediterr¨¢nea. Victor Hugo, Lady Montagu, G¨¦rard de Nerval, The¨®phi-le Gautier, Edmundo de Amicis, Juan Perucho, Hemingway y otros cuantos arrancaron literatura de sus calles, sus puertos y sus bazares. Y por los pasillos del fastuoso hotel Pera Palace deambul¨® varias noches Agatha Christie buscando un asesino.
Pero regresa Jas¨®n a Tessalia y es la hora de que Ulises (Odiseo en griego) se eche a la mar. Escribe Joseph Conrad: "?Dichoso aquel que, como Ulises, ha hecho un viaje aventurero; y para viajes aventureros no hay mar como el Mediterr¨¢neo". El poderoso Agamen¨®n reune a los pr¨ªncipes mic¨¦nicos y organiza la mayor expedici¨®n militar de su tiempo para rendir la ciudad de Troya y limpiar los cuernos de su hermano Menelao. Ulises se embarca en la aventura. Vencen los griegos a los troyanos tras diez a?os de lucha, los h¨¦roes supervivientes regresan, Agamen¨®n muere asesinado y Ulises se pierde en el mar. Y la literatura se llena de los mitos, de los nombres y las voces que dar¨¢n contenido a los cantos ¨¦picos hom¨¦ricos (siglo VIII a.C.) que, tres siglos despu¨¦s, poblar¨¢n los escenarios de la tragedia en Atenas. Arde el mar de la poes¨ªa en la nave de Ulises, cuyo viaje de regreso a la patria, a la peque?a isla de ?taca, le ocupa diez a?os. Y en el camino, nuestro h¨¦roe, tan sabio como c¨ªnico, tan astuto como truquista, lanza en la cara del gigante Polifemo, el hijo de Poseid¨®n, el primer grito rebelde y desesperado de la literatura, aunque lo haga con ¨¢nimo de burla: "?Mi nombre es Nadie!". ?No estaremos percibiendo ya los lamentos de Hamlet en el eco de ese grito?
Las llamas de Troya se extienden a la l¨ªrica y a la comedia. Se alumbran los g¨¦neros literarios. Safo teje en Lesbos los mejores poemas de amor de la Historia y P¨ªndaro tersa las cuerdas de su lira para cantar en eleg¨ªas a los atletas vencedores en los juegos. Junto a la monta?a de la ¨¦pica alzada por los versos de Homero, crece una nueva cima literaria: la tragedia. Los h¨¦roes de Esquilo, S¨®focles y Eur¨ªpides son los mismos desafortunados guerreros de Troya, como Ajax; crueles criminales como Egisto; desafortunados vengadores como Orestes, y sufrientes doncellas como Medea. El armaz¨®n teatral creado por los tres atenienses y por autores de comedias como Arist¨®fanes sienta, adem¨¢s, las bases del teatro del Siglo de Oro y, si me apuran, de la t¨¦cnica del gui¨®n de Hollywood: eso que hoy nos parece tan sencillo como la estructrua del planteamiento, el nudo y el desenlace.
Descartes y Hume lo escribieron siglos despu¨¦s: "La filosof¨ªa nace del viaje". Y as¨ª suced¨ªa sobre las ondas de aquel mar de ida y vuelta, donde los h¨¦roes navegaban en la leyenda y en la literatura, donde los Diez Mil de Jenofonte gritaban "?el mar, el mar!" al divisar las aguas del Mediterr¨¢neo, su verdadera patria. Quiz¨¢s lo vieron asi los primeros hombres que rescataron el pensamiento de las manos de los dioses, que desde?aron la magia a favor de la raz¨®n. En las costas del Egeo, en el Asia Menor, la civilizaci¨®n j¨®nica dio a luz la filosof¨ªa. Y en la ciudad de Mileto, hoy un campo en ruinas de las costas del Egeo turco, nacieron y crecieron los tres primeros rebeldes que, dando la espalda a los dioses, quisieron explicarse el mundo: Tales, Anaximandro y Anaximenes. Tras ellos, otros dos hombres buscaron definir lo que era el ser: Her¨¢clito, en Efeso, tambi¨¦n territorio de Asia Menor, y Parm¨¦nides, en Elea, la Magna Grecia de entonces y hoy Sicilia. En f¨ªn, ya en el esplendoroso siglo V, el siglo de Pericles, la filosof¨ªa dio el salto definitivo para instalarse en Atenas. Y tres nombres se clavaron para siempre en el firmamento literario: S¨®crates, Plat¨®n y Arist¨®teles.
La fundaci¨®n de Roma
La nave vuelve a navegar, sigue el viaje por las aguas mediterr¨¢neas, esta vez camino de Occidente. El pr¨ªncipe troyano Eneas, escapado del incendio de su ciudad, arriba a las costas de la entonces inculta Italia. Y funda Roma. Un poeta llamado Virgilio se ocupa de cantar la gesta. Grecia desfallece y el nuevo imperio toma el tim¨®n de la nave mediterr¨¢nea. Los dioses se mudan del Egeo al Tirreno; cambian su nombre, pero no sus aficiones, sus poderes y sus vicios. Los nuevos poetas cantan y escriben teatro. O¨ªmos la l¨ªrica de Ovidio y Horacio, escuchamos la oratoria de Cicer¨®n, seguimos los caminos de la ciencia de la historia de la mano de Julio C¨¦sar, T¨¢cito y Tito Livio, las cr¨®nicas de Pausanias y de los dos Plinios, las ense?anzas morales de S¨¦neca, los epigramas de Marcial, las f¨¢bulas de Fedro, las narraciones de Petronio... ?Para qu¨¦ seguir? Entretanto, en Alejandr¨ªa, los descendientes Ptolomeos del Gran Alejandro han dejado encendida una l¨¢mpara de sabidur¨ªa y all¨ª se recogen, se ordenan, se codifican y se almacenan los conocimientos del mundo antiguo. Crecen la geograf¨ªa y las ciencias que estudian el cielo, la mar y la tierra. Hay viajeros que recorren el interior oscuro de ?frica y una mujer, Hypatia, la primera fil¨®sofa de la Historia, inventa el astrolabio, el instrumento que determina la distancia entre las estrellas y el horizonte. Sin ello, los europeos no hubieran alcanzado Am¨¦rica tan pronto.
Entonces los b¨¢rbaros atacan, Roma muere de asfixia y la literatura navega a la deriva en los siglos oscuros. Pero es el turno de la otra orilla. Con paciencia, tenacidad y sin descanso, hombres de ciencia y pensamiento surgidos de las hasta entonces silenciosas gargantas del Islam cruzan la mar y reconstruyen en C¨®rdoba, Murcia, Sevilla y Toledo, sin alharacas y sin miedo, el tejido del saber. Salvan lo que pueden del desastre. Y lo entregan con generosidad a los hombres que van a abrir las puertas del Renacimiento.
Las campanas debieron de haber repicado en todos los campos de la Toscana, aunque no lo hicieron, aquel d¨ªa de primavera en que Florencia vi¨® nacer al Dante. De la mano del poeta Virgilio y de su amada Beatriz, el poeta pase¨® la literatura por los Infiernos y la elev¨® despu¨¦s al Purgatorio y el Para¨ªso. Y con generosidad, volvi¨® a echarla a la mar, a bordo de un velero remozado, para que siguiera navegando durante los siglos siguientes. "El d¨ªa terminaba -comienza el Canto II-. El aire oscuro de la noche a los seres de la tierra al reposo invitaba. Yo, inseguro y solo, me aprestaba a hacer la guerra del viaje y de la angustia, guerra m¨ªa que evocar¨¢ la muerte que no yerra".
El rostro delgado del caballero
Nadie detiene ya la derrota del nav¨ªo. De costa a costa, de sur a norte, de oriente a occidente, lucen las luminarias de un fuego ya inextinguible. Estamos a salvo, no importan las guerras y ni siquiera los muertos. Hacia Levante, una escuadra de estados cristianos aliados le cierra la mar a una gran flota turca. Y en una galera espa?ola, La Marquesa, un soldado es herido en un brazo. Pero le queda el otro sano para escribir. Y quiz¨¢s all¨ª mismo en Lepanto, en lo que el soldado herido llamar¨ªa "la m¨¢s alta ocasi¨®n que vieron los siglos", comienza su imaginaci¨®n a entrever el rostro delgado del caballero que recorrer¨¢ las tierras manchegas para inventar por f¨ªn la novela, el g¨¦nero que ha salvado desde entonces los estragos y des¨¢nimos de quienes lo dan una y otra vez por muerto. Skakespeare, contempor¨¢neo de Cervantes, se asoma tambi¨¦n a las orillas mediterr¨¢neas y sit¨²a en Venecia la historia de un mercader y, m¨¢s al sur, en la otra ribera, los desdichados ¨²ltimos amores de Cleopatra con Marco Antonio. Nadie est¨¢ inmune en literatura a la fuerza de ese mar que hierve.
Baja del norte ingl¨¦s una tr¨ªada de poetas que llevan en sus sienes el laurel de los cl¨¢sicos. Pronto, el m¨¢s fr¨¢gil de ellos, John Keats, muere de tuberculosis en Roma; pero deja escrito un verso que define a todo el romanticismo: "La belleza es verdad y la verdad belleza; nada m¨¢s es preciso saber en la tierra". Percy B. Shelley se ahoga en una playa toscana, con un libro de Keats en el bolsillo: "Desafiar al poder absoluto; amar y soportar", proclamaba en uno de sus versos. Y Lord Byron, el m¨¢s bello, el m¨¢s vigoroso, el m¨¢s ardiente, fallec¨ªa devorado por la malaria en Missolonghi, no muy lejos de Lepanto. Luchaba, cuando muri¨®, por la causa de la independencia de Grecia: "Busca la tumba de un soldado -ped¨ªa-; para ti, la mejor. Luego, mira a tu alrededor y elige el sitio, y entr¨¦gate al descanso (...), haciendo de la muerte una victoria".
En Espa?a, Espronceda arr¨ªa las velas de su barco y llega hasta Estambul: "Navega velero m¨ªo sin temor...". Cheateubriand viaja de Par¨ªs a Jerusal¨¦n y otros poetas franceses como Lamartine se arriman a las orillas de su mar. Unas d¨¦cadas antes, en Alemania, el gigantesco Goethe ha ense?ado el camino a los centroeuropeos con su fastuoso Viaje a Italia y ha cantado al clasicismo en sus Poemas Romanos. Se asombra a la vista de Venecia, y no siempre en un sentido positivo. Stendhal no tardar¨¢ en seguirle unos cuantos a?os m¨¢s tarde y, en su libro Roma, N¨¢poles, Florencia, traza una vigorosa pintura de la capital toscana.
Bien entrado el XIX, Charles Dickens se embarca hacia el Sur para escribir su libro Im¨¢genes de Italia. Queda prendado de Venecia, cuya realidad, en su opini¨®n, "excede el sue?o m¨¢s extravagante". Y sobre la ciudad cae la riada de la literatura iniciada por Goethe. Llegan Ruskin, Twain, Henry James, Proust, George Sand, Gauthier, Morris, Hemingway, d'Annunzio, Carpentier..., la lista es interminable. "Es el Shakespeare de las ciudades -se le ocurre decir a John Addington Symonds-: incomparable, irrebatible, y por encima de la envidia". Thomas Mann pervierte a su personaje, el escritor Aschenbach, mientras persigue la belleza destructora, encarnada en la figura de Tadzio. El ruso Joseph Brodsky escribe: "Al rozar el agua, esta ciudad mejora la im¨¢gen del tiempo, embellece el futuro. ?se es el papel de esta ciudad en el universo". No muy lejos de all¨ª, en un castillo sobre el Adri¨¢tico, a las afueras de Trieste, Rainer Mar¨ªa Rilke canta en sus Eleg¨ªas del Duino: "Pues lo bello no es m¨¢s que ese grado de lo terrible que a¨²n podemos soportar. Todo ¨¢ngel es terrible". Y Joyce se larga de Zurich para vivir ense?ando ingl¨¦s y seguir tejiendo su monumental Ulises entre prost¨ªbulos y tabernas.
Hechizado, Henry Miller recorre los mares griegos. Su amigo Lawrence Durrell reflexiona en Sicilia: "Qu¨¦ afortunado soy de haber vivido en el Mediterr¨¢neo y contemplado tan a menudo el sol y la luna juntos en el cielo". M¨¢s al Este, en Bosnia, Ivo Andric adelanta una cr¨®nica de la ira, la venganza y la sangre. Kazanzakis, Elites y Seferis hacen renacer el clasicismo all¨¢ en las islas egeas. No lejos, Amin Maalof nos relata historias del Levante mediterr¨¢neo, Naguib Mahfuz nos lleva a oler El Cairo y Albert Camus desciende a Or¨¢n para mostrarnos los l¨ªmites del alma. El Chukri nos cuenta las penas de la gente del Rif y, dando un poco la vuelta, asoman en el litoral espa?ol el aroma a naranjos en las p¨¢ginas de Vicent, las ramblas y las flores de la Barcelona brava de Mars¨¦, el campo ampurdan¨¦s de Josep Pl¨¢. De nuevo en Italia o¨ªmos tambores de guerra en el N¨¢poles de Malaparte y Norman Lewis. Y m¨¢s abajo, otra vez en Sicilia, Lampedusa nos retrata el fin de toda una era... No es posible continuar, el papel se acaba y el barco de la literatura navega todav¨ªa.
Por cierto, ?hemos dicho algo sobre un libro de viajes llamado la Biblia?
Javier Reverte
Periodista y escritor, ha viajado por los cinco continentes. Su trilog¨ªa de ?frica ('El sue?o de ?frica', 'Vagabundo en ?frica' y 'Los pasos perdidos de ?frica') ha conseguido miles de lectores. Es autor tambi¨¦n de 'Coraz¨®n de Ulises', un recorrido por la Grecia actual. En este art¨ªculo, el autor relata un viaje literario por el mar Mediterr¨¢neo, cuna de obras cumbres de la literatura mundial.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.