Los monstruos no envejecen, agonizan
Uno de esos d¨ªas, el viejo general cumpli¨® 90 a?os. Hubo fiesta en la calle donde ¨¦l vive: alguna gente exhib¨ªa pancartas con su nombre, y en ellas hab¨ªa corazoncitos pintados. La gente cantaba y gritaba mensajes de apoyo al viejo general, que pasa por un mal rato.
El general, que detesta gritos ajenos y la vulgaridad de quien canta por las calles, no vio ni oy¨® nada: detr¨¢s de los muros altos y gruesos de su casona, detr¨¢s del inmenso port¨®n de hierro que lo separa de la calle y del mundo, ¨¦l estaba molesto. S¨ª, por esos d¨ªas el general anda especialmente irritado. Al fin y al cabo, a nadie le gusta, y a ¨¦l menos, estar detenido. En su propia casa, es verdad. Pero detenido. ?l, que siempre odi¨® la libertad ajena, ahora extra?a la suya.
El viejo general es un hombre de apariencia un tanto fr¨¢gil, las manos temblorosas, los pasos titubeantes. Se viste, o lo visten, con esmero. Los ojos miran la nada, pero todav¨ªa exhiben el brillo del poder, la prepotencia y la crueldad. Porque ese viejo es un refinado monumento a la maldad.
Le han dado al general dos privilegios que ¨¦l jam¨¢s concedi¨® a nadie: poder defenderse y tener un juicio justo. Pero esos detalles siquiera pasan por su cabeza adornada por una melena todav¨ªa vigorosa, toda blanca y retenida por una fina camada de gomina que aun de lejos, aun en las fotograf¨ªas, exhala un suave olor a lavanda y perversidad.
Cuando vi por televisi¨®n a las personas en la calle celebrando el cumplea?os del general trat¨¦ de descubrir, en el rostro de cada una de ellas, qu¨¦ tipo de alma se ocultaba. He paseado por todos los noticieros, avanzando contra el cambio de horas y olvidando de dormir, en el insano y vano intento de adivinar, por detr¨¢s de cada risa, de cada mirada puesta en aquel port¨®n de hierro, qu¨¦ lumen alumbrar¨ªa o quemar¨ªa aquellas vidas. ?Qu¨¦ clase de gente es esa? Por horas me pregunt¨¦ eso porque el general es parte sombr¨ªa y espantosa de la historia de todos nosotros, de nuestro tiempo, estandarte mayor del absurdo y de la maldad. S¨ªmbolo de los encajes y engranajes que se desataron sobre Am¨¦rica Latina, sin olvidar a nadie, y da igual de qu¨¦ pa¨ªs uno sea, o qu¨¦ vida haya vivido. El general, bandera luminosa de un sistema que triunf¨® atropellando luces y amaneceres.
"A m¨ª no me importa si lo detienen o no, lo que importa es que lo condenen", dijo a comienzos del a?o una periodista valiente y osada que se llama Patricia Verdugo. Ella naci¨® y vive en la tierra del general, ahora condenado y preso, y sabe bien lo que dice. Ese viejo quebrantado no ha sido un dictador nom¨¢s, otro de los ensandecidos destrozadores de la libertad y del sue?o que se multiplicaron por las comarcas de Am¨¦rica Latina. No, no: el general es un s¨ªmbolo del odio, que ha sido su alimento y su aliento. Su fuego y su alma.
El general tiene problemas. Primero, en un desliz imperdonable, dej¨® sobrevivientes. Y segundo, olvid¨® que la memoria humana es un arma terrible. Gracias a la memoria de los sobrevivientes el general vio c¨®mo han dilacerado su poder, su pasado, su farsa. El pedestal que elev¨® para perpetuarse flotando por encima de los peligros de la justicia ha sido devastado a golpes de la memoria de los sobrevivientes.
El general vive cercado por las sombras de los bultos y sofocado por las voces de los que han sobrevivido. En esas sombras y en esas voces ¨¦l ve, de regreso, a aquellos que mand¨® acallar para siempre. Vive cercado por el pasado, porque hay, en la historia de nuestros tiempos, los muertos que se niegan a morir. Maldito en su soledad miserable, el general Augusto Pinochet intenta convencer al mundo que no es m¨¢s que un viejo senil. ?l no sabe, en su lucidez de farsante cruel, que los monstruos no conocen la paz, jam¨¢s envejecen y no son nunca olvidados. Nunca, jam¨¢s.
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