?Quiero vivir!
YO NO QUISIERA morirme, ni ahora ni nunca. A m¨ª eso de morirse no me gusta nada, no me resigno. El otro d¨ªa me qued¨¦ en casa por la tarde. Eso es fatal para mi cabeza. Como me quede en casa en ese momento neoyorquino en que, catapl¨®n, se va la luz del cielo y se te echa la noche encima, me pongo a pensar cosas muy tremendas. Me entra como una flojera de ¨¢nimo que ni puedo leer ni escribir. Voy a la nevera, saco el bizcocho de zanahoria, que compro en Zabar's y del que me declaro adicta, y me tumbo en el sof¨¢ a ver el programa del Dr. Phil, un psic¨®logo con cara de Constantino Romero que lleva a su programa a mujeres muy gordas con gord¨ªsimos problemas psicol¨®gicos a las que hace llorar con sus consejos. "Oh, Liz, para que te quiera tu marido debes quererte m¨¢s a ti misma, ?a que comes para autocastigarte?", y Liz, entre avergonzada y asombrada por la perspicacia del Dr. Phil dice que s¨ª con la cabeza. "Liz, ?a que comes para matar esa mujer hermosa que hay en ti?". Y Liz se come en silencio las l¨¢grimas que corren por sus mejillas porque el Dr. Phil ha puesto el dedo en la llaga. "Liz, eres una mujer hermosa". Liz se derrumba y las c¨¢maras enfocan al p¨²blico, que tambi¨¦n llora, y yo tambi¨¦n lloro con un llanto miserable, porque no lloro por tener a los hijos lejos, ni por mi padre, ni por un amigo; voy y lloro por Liz, que ni me va ni me viene, pero es que en este momento me siento un poco Liz y si me quedara en casa con el bizcocho de zanahoria un mes entero ser¨ªa Liz en el sentido m¨¢s literal. Es por esto por lo que es raro que a m¨ª se me pille en casa a la ca¨ªda de la tarde. Si me quedo en casa me pongo nihilista, y a m¨ª el nihilismo me despierta el apetito. Y me pongo, por ejemplo, en cu¨¢ntos a?os me quedar¨ªan por vivir si lograra llegar a la edad de la mujer m¨¢s vieja del mundo, Mar¨ªa Esther Capovilla. Sesenta y tres. Ser¨ªa fant¨¢stico si me prolongaran esta espl¨¦ndida madurez en la que me encuentro, pero para qu¨¦ quiero yo cincuenta a?os de ancianismo: ?me merece la pena ser la abuela eterna, yo, que por no creer no creo ni en la sabidur¨ªa de la vejez? Lo dec¨ªa Woody Allen hace poco: "Me hago viejo y encima no soy m¨¢s listo". Si me quedo en casa me vuelvo loca, me pongo a navegar por Internet, entro en Google y busco la posibilidad de apuntarme a ese centro de congelaci¨®n para enfermos que hay en Colorado dentro de una monta?a. Pongamos que me congelaran ma?ana: ?cu¨¢ntos a?os deber¨ªa pasar congelada para que cuando me descongelaran se hubiera dejado de hablar en Espa?a del Estatut? Imaginemos que soy descongelada dentro de 50 a?os, pongo la radio y seguimos con el Estatut. Ah¨ª s¨ª que ya no habr¨ªa arreglo porque una vez que te descongelan ya no te pueden volver a congelar. Se romper¨ªa la cadena del fr¨ªo. A veces, sin embargo, navegando encuentro noticias alegres: un cient¨ªfico americano est¨¢ experimentando con moscas el alargamiento de la vida y dice que tiene la cosa encaminada. El hombre ha descubierto que si le retrasa el periodo de reproducci¨®n a la mosca, la mosca muere m¨¢s tarde. Malditas sean las circunstancias, ?por qu¨¦ me reproduje yo tan pronto? Siguiendo la teor¨ªa darwinista de evoluci¨®n de las especies podr¨ªamos tener a nuestra Ana Rosa Quintana como conejillo de Indias en la cosa del alargamiento de la vida. Tampoco hace falta llevarla a una Universidad americana a la pobre y encerrarla en un laboratorio, por qu¨¦ no plantearlo como un experimento a la vista de todo el mundo, en la tele. Alguien serio (no yo) como Santiago Dexeus deber¨ªa animar a la Quintana a que a su vez inste a sus descendientes a reproducirse maduritos para que lo que comienza siendo una costumbre acabe siendo ley natural. De momento cada vez que vengo a Espa?a y la veo no salgo de mi asombro, tengo para m¨ª que el empuj¨®n vital y hormonal de los gemelitos es lo que a la postre le ha subido la audiencia. A las mujeres, como a las moscas, les sienta de perlas retrasar su reproducci¨®n. A los hombres, como a los z¨¢nganos, les sienta mucho mejor la vida contemplativa. No s¨¦ qui¨¦n invent¨® esa bobada de la er¨®tica del poder, porque los hombres cuando est¨¢n en pol¨ªtica se hinchan, se abotargan, se cargan de espaldas. Lo pens¨¦ el otro d¨ªa paseando con Felipe Gonz¨¢lez en la avenida Lexington. No s¨¦ si ser¨¢ verdad eso que dice de que est¨¢ muy contento de no estar en el poder. No s¨¦, no s¨¦. Yo a los hombres coquetos no los creo por sistema. La cosa es que ya no es aquel pol¨ªtico al que se le echaron los a?os encima en los ¨²ltimos a?os de presidente. Ahora camina ligero, rejuvenecido, contando chistes, soltando impertinencias y diciendo lo que le sale de las narices sin la carga del Estado sobre sus hombros. ?Te acuerdas de cuando dijiste aquello de que prefer¨ªas morir de un navajazo en el metro de Nueva York que de aburrimiento en Mosc¨²?, le digo. Ahora te puedes morir del navajazo en Mosc¨², dice. Contamos los a?os que hace de aquella frase. Mejor no decirlos. Lo veo perderse hacia el sur de Manhattan. Yo me voy hacia el norte, a echar la tarde en la calle, oyendo los empalagosos villancicos que salen de las tiendas. Cualquier cosa con tal de que no me pille la hora negra en casa, viendo a las gordas del Dr. Phil; haciendo oposiciones, con mi bizcocho de zanahoria, a ser alg¨²n d¨ªa una de ellas.
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