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Reportaje:RELATO

Ser ni?o con escolta era lo normal para m¨ª

El sonido de la campana del colegio se?al¨® el final de la jornada y el comienzo de un nuevo cap¨ªtulo en mi vida. Durante el camino a casa no me dejaron escuchar la radio por miedo a que oyera la noticia, y, al llegar, me sorprendi¨® encontrar a mi madre all¨ª; normalmente tardaba varias horas m¨¢s en volver del trabajo. Sospech¨¦ que pasaba algo, pero no ten¨ªa ni idea de qu¨¦. Era el 14 de febrero de 1989, el D¨ªa de San Valent¨ªn. Ten¨ªa nueve a?os. El l¨ªder musulm¨¢n iran¨ª, ayatol¨¢ Jomeini, hab¨ªa amenazado de muerte a mi padre por su novela supuestamente blasfema Los versos sat¨¢nicos. Su declaraci¨®n, emitida por Radio Teher¨¢n, dec¨ªa: "Notifico al orgulloso pueblo musulm¨¢n de todo el mundo que el autor del libro Los versos sat¨¢nicos, que va en contra del islam, el profeta y el Cor¨¢n, y todos los que hayan participado en su publicaci¨®n con conocimiento de su contenido, est¨¢n condenados a muerte".

"El 14 de febrero de 1989 estaba sentado en casa, en un sal¨®n ocupado por 30 polic¨ªas, chalecos antibalas, armas autom¨¢ticas por el suelo y todos viendo la serie 'Neighbours"
"Me volv¨ª casi inmune a las amenazas; desde luego,aprend¨ª a vivirlas con despreocupaci¨®n. Que yo sepa, ninguno de los que llamaban se acerc¨® jam¨¢s a mi puerta"
"Mis padres me proteg¨ªan todo lo posible de la aterradora realidad de nuestra situaci¨®n. Aquello me ocurri¨® a una edad bastante buena (9 a?os): comprend¨ªa en lo b¨¢sico la realidad, pero no captaba todos los detalles"
"Si quer¨ªa hablar con mi padre ten¨ªa que llamar a Scotland Yard, donde desviaban la llamada. Y cuando consegu¨ªa verle, la polic¨ªa formaba un anillo de seguridad alrededor"
"Durante un viaje a Italia con el colegio, observ¨¦ que dos hombres con aspecto sospechoso nos hab¨ªan seguido por las ruinas de Pompeya. Result¨® que eran dos polic¨ªas italianos"

Recuerdo que mi padre me llam¨® esa misma noche para explicarme que estaba a salvo y en compa?¨ªa de un equipo escogido de protecci¨®n de Scotland Yard. Se encontraba en la primera de las numerosas residencias que iba a ocupar durante los diez a?os siguientes.

Al d¨ªa siguiente hice lo de siempre y fui a clase. Para mi sorpresa, en mi colegio de Belsize Park me aguardaba un ej¨¦rcito de polic¨ªas uniformados. Mis amigos hac¨ªan cola para entrar, llenos de excitaci¨®n y sin saber que todo aquella actividad era por m¨ª. En realidad, se hab¨ªan equivocado. Se supon¨ªa que un coche camuflado ten¨ªa que seguirme la mitad del recorrido hasta el colegio para asegurarse de que no era objeto de ninguna atenci¨®n indeseada. En lugar de eso, hab¨ªa delante del colegio alrededor de 50 o 60 agentes que acamparon all¨ª todo el d¨ªa, y despu¨¦s, cuando nos fuimos a casa, me siguieron de cerca. Daba un poco de miedo pero, sobre todo, era embarazoso. Yo no acababa de entender a qu¨¦ se deb¨ªa todo aquello. Por desgracia, he perdido una foto muy divertida en la que se me ve sentado en casa, esa noche, en un sal¨®n ocupado por unos 30 polic¨ªas, con el suelo lleno de armas autom¨¢ticas y chalecos antibalas, todos viendo la serie Neighbours conmigo.

Extra?os al tel¨¦fono

Las llamadas an¨®nimas a todas horas del d¨ªa y la noche se convirtieron en algo corriente. Cu¨¢ntas veces descolgu¨¦ el tel¨¦fono para o¨ªr la voz de un extra?o que me dec¨ªa que sab¨ªa mi n¨²mero (evidentemente) y mi direcci¨®n, y que ¨ªbamos a pagar por la blasfemia de mi padre. Me volv¨ª casi inmune a las amenazas; desde luego, aprend¨ª a vivirlas con despreocupaci¨®n. Que yo sepa, ninguno de los que llamaban se acerc¨® jam¨¢s a mi puerta. Cambi¨¢bamos de n¨²mero con frecuencia, pero siempre se las arreglaban para conseguir el nuevo. Muchas veces sal¨ªa de casa para ir a ver a un amigo y, de pronto, unos fot¨®grafos, periodistas o equipos de televisi¨®n saltaban desde detr¨¢s de alg¨²n seto y empezaban a asaetearme a preguntas. Creo que, en realidad, no me enteraba. Desde luego, no comprend¨ªa por qu¨¦ estaban tan interesados por m¨ª y por mi vida. De hecho, no lo estaban; en mi opini¨®n, segu¨ªan ciegamente un edicto absurdo y destructivo, impuesto por un hombre que seguramente no hab¨ªa le¨ªdo jam¨¢s la obra supuestamente blasfema.

Mis padres me proteg¨ªan todo lo posible de la s¨®rdida y aterradora realidad de nuestra situaci¨®n. Seguramente, aquello me ocurri¨® a una edad bastante buena: comprend¨ªa en lo fundamental la gravedad de las circunstancias y sab¨ªa que ten¨ªa que tener cuidado, pero no captaba toda la dimensi¨®n ni todos los detalles de lo que estaba ocurriendo. A menudo me hacen comentarios sobre lo extra?o que debe de ser haber crecido en esas condiciones, pero, dado que la mayor parte de mi vida ha sido as¨ª, aquello se convirti¨® en la norma. Mentir a mis amigos sobre mi paradero, vivir y viajar con polic¨ªas armados, visitar a mi padre en casas alquiladas y prestadas por todo el pa¨ªs: todo eso pas¨® a ser natural.

Como ya me hab¨ªa acostumbrado a que mis padres estuvieran divorciados y hac¨ªa un par de a?os que viv¨ªa repartido entre los dos, la situaci¨®n result¨® un poco menos dura, pero al principio no pod¨ªa imaginar lo dif¨ªcil que iba a ser ver a mi padre. Si quer¨ªa hablar con ¨¦l, ten¨ªa que llamar a un n¨²mero de tel¨¦fono de Scotland Yard, donde desviaban la llamada al lugar en el que estuviera. Y, cuando consegu¨ªa verle, la polic¨ªa formaba un anillo de seguridad a nuestro alrededor cada vez que sal¨ªamos de casa para que nadie pudiera reconocerle e intentar hacerle da?o. Durante un tiempo, la polic¨ªa utiliz¨® un taxi negro londinense para llevarnos de un lado a otro porque se consider¨® menos llamativo; un buen plan, en teor¨ªa, hasta que los transe¨²ntes, indignados, empezaron a insultar al conductor porque no se deten¨ªa cuando intentaban llamarle. Siempre que ¨ªbamos a alguna parte nos segu¨ªa un segundo veh¨ªculo, atento a posibles problemas. En todos los viajes ten¨ªamos que cambiar, por lo menos una vez, de coche blindado. Muchas veces eso supon¨ªa circular en direcci¨®n opuesta a la que quer¨ªamos hasta llegar a alg¨²n lugar tranquilo, cambiar de coche y luego retroceder hacia nuestro verdadero destino.

Muy pronto me di cuenta de que ten¨ªa dos padres: el padre con el que hab¨ªa crecido y el escritor famoso que se hab¨ªa convertido en una figura pol¨ªtica internacional. No es que ¨¦l me tratara de manera diferente: el cambio se notaba en los que nos rodeaban. Yo s¨®lo conozco a un hombre que es mi padre, no una celebridad, ni una figura pol¨ªtica, ni siquiera un escritor. Es el mismo que envolv¨ªa a su hijo peque?o en una toalla al salir del ba?o y se inventaba un cuento para acostarle, cada noche la continuaci¨®n de donde se hab¨ªa quedado la noche anterior. Durante los dos primeros a?os que vivi¨® escondido, acab¨® ese cuento sin m¨ª y lo transform¨® en su aplaudida novela Har¨²n y el mar de las historias (Har¨²n es mi segundo nombre).

No siento amargura ni resentimiento exactamente, pero a veces me doy cuenta de c¨®mo ha influido todo esto en mi forma de pensar y de comportarme. Desde luego, s¨¦ que puedo ser un c¨ªnico cabr¨®n. Seguramente, la mayor consecuencia indirecta -aunque tal vez l¨®gica- es mi firme antipat¨ªa hacia la religi¨®n organizada. Soy ateo y nunca he sentido la menor necesidad de ning¨²n dios. Desde luego, no me gustar¨ªa que me dijeran c¨®mo practicar mi fe. Tal vez es lo que se aprende cuando un l¨ªder fundamentalista dicta una condena a muerte contra tu padre en nombre de Al¨¢. O tal vez es simplemente falta de fe y de imaginaci¨®n.

La verdad es que s¨ª hay algunas cosas que ech¨¦ de menos en aquellos a?os. Pocas veces pude ir a un parque con mi padre a dar patadas a un bal¨®n. Hac¨ªa falta montar una operaci¨®n de tal envergadura que nos desanim¨¢bamos. Un par de veces me llevaron a campos de deportes de la polic¨ªa -sin mi padre- para jugar al rugby o al f¨²tbol con los agentes. Creo que mis primeras botas de rugby las compr¨¦ con uno de nuestros chicos, que es como siempre llamaba a aquellos agentes selectos de la Secci¨®n Especial. Mi padre no pod¨ªa salir un momento a comprar el peri¨®dico o la leche. Cualquier salida no planeada o innecesaria era tan complicada que se nos quitaban las ganas.

La polic¨ªa hizo una labor magn¨ªfica. Aquellos agentes, acostumbrados a proteger a pol¨ªticos y jefes de Estado, ten¨ªan que cuidar ahora de un escritor y su familia. A muchos de ellos llegu¨¦ a considerarlos casi como si fueran mis hermanos mayores, pese a la dificultad que supon¨ªa el hecho de que el destino se cubriera por rotaci¨®n y, cada dos a?os, todos los guardaespaldas con los que me hab¨ªa encari?ado se fueran para ser sustituidos por un equipo nuevo.

Durante todo ese periodo viv¨ª sobre todo en casa de mi madre, donde la vida era un poco m¨¢s normal. No ten¨ªamos tanta protecci¨®n (aunque siempre me pareci¨® que, seguramente para cualquier asesino en potencia, yo era la forma m¨¢s directa de llegar a su objetivo, es decir, mi padre), pero s¨ª contrataron a una sucesi¨®n de canguros para que cuidaran de m¨ª mientras mi madre estaba en el trabajo y para llevarme y traerme del colegio; todos ellos varones, de veintitantos a?os, grandullones, australianos o neozelandeses, y con amplia experiencia en artes marciales. Muchos, adem¨¢s, hab¨ªan estado en el ej¨¦rcito en alg¨²n momento de su vida. Por desgracia, no sol¨ªan quedarse con nosotros mucho tiempo, seguramente por las amenazas an¨®nimas que recib¨ªamos por tel¨¦fono, o quiz¨¢ porque les caducaba el visado. Cada vez que se iba uno, yo me quedaba destrozado. Consegu¨ªan llenar en parte el hueco que no pod¨ªa llenar mi padre -aunque no por culpa de ¨¦l-, estaban siempre a mi alcance... y luego desaparec¨ªan.

Dificultades en el colegio

En el colegio, a menudo, tambi¨¦n me costaba relacionarme con la gente. Ten¨ªa que guardar en secreto una parte tan grande de mi vida que me resultaba m¨¢s f¨¢cil no hablar de ella. Todav¨ªa soy bastante reservado; en general, tardo mucho en abrirme a alguien, incluidos mis mejores amigos, a los que conozco, en su mayor¨ªa, desde hace casi 20 a?os. En el colegio privado donde hice la ense?anza secundaria, algunos padres llamaron para exigir que me sacaran de all¨ª. Pensaban que estaba poniendo en peligro las vidas de sus hijos y que era una irresponsabilidad dejarme seguir. El director les dijo, con gran valor, que, si no quer¨ªan que sus hijos se educaran conmigo, eran ellos quienes deb¨ªan sacarlos. De esto no me enter¨¦ hasta varios a?os despu¨¦s, y siempre le he respetado enormemente por haber tomado aquella decisi¨®n.

En mis ¨²ltimos a?os escolares, los problemas siguieron siendo parecidos. En una situaci¨®n pol¨ªtica m¨¢s relajada pero todav¨ªa con protecci¨®n permanente, mi padre se instal¨® en Highgate, muy cerca de mi colegio. Entonces yo ya ten¨ªa carn¨¦ de conducir y pod¨ªa ir a su casa por mi cuenta, pero ten¨ªa que ser muy precavido para que nadie supiera d¨®nde estaba, cosa muy dif¨ªcil cuando muchos amigos m¨ªos viv¨ªan a minutos de distancia. Cuando llegaba el viernes por la noche y me llamaban para quedar con gente en alguno de los pubs de Highgate Village, a cinco minutos en coche, ten¨ªa que hacer grandes esfuerzos. Para que no se supiera lo cerca que estaba, ten¨ªa que decir que iba a tardar 45 minutos y luego esperar para salir en el ¨²ltimo momento. Y nunca me gust¨® tener que mentir incluso a mis amigos m¨¢s ¨ªntimos. Despu¨¦s de tantos a?os de pr¨¢ctica me hice un experto en cubrirme las espaldas y escoger con sumo cuidado las palabras. Lo peor eran las situaciones en las que estaba por ah¨ª bebiendo, pero ten¨ªa que seguir muy pendiente de lo que revelaba sobre ciertos aspectos de mi vida.

Durante un viaje a Italia que hice con el colegio, m¨¢s o menos en la ¨¦poca de mis ex¨¢menes para el t¨ªtulo de bachillerato elemental, me di cuenta de que dos hombres de aspecto muy sospechoso, con bigote y gabardina, hab¨ªan seguido a nuestro grupo por Pompeya toda la ma?ana. Un amigo sugiri¨® que nos separ¨¢semos del grupo para ver si los tipos se iban o segu¨ªan con nosotros. Siguieron all¨ª y, cuanto m¨¢s intent¨¢bamos perderlos, m¨¢s parec¨ªa que no hab¨ªa forma de que desaparecieran para inquietud nuestra. Al principio, los otros alumnos se preocuparon, hasta que, de repente, comprendimos que esa falta de sutileza ten¨ªa que querer decir que eran la polic¨ªa italiana. Por lo visto, sin que lo supi¨¦ramos mi familia ni yo, les hab¨ªan notificado todo nuestro itinerario. Junto con otros colegas, llevaban diez d¨ªas sigui¨¦ndonos y aloj¨¢ndose en los mismos hoteles que nosotros, con el fin de mantenerme custodiado. Por supuesto, a los 16 a?os nos excit¨® bastante la idea de que nos vigilasen unos hombres armados.

En otra ocasi¨®n, en un viaje a la India con mi padre, nos recibi¨® en el aeropuerto de Nueva Delhi una caravana de ocho viejos Ambassador (el modelo de coche, no unos embajadores). Nos sacaron r¨¢pidamente del avi¨®n y nos alejaron por la pista a toda velocidad en unos coches poco acostumbrados a correr. Los 20 hombres del equipo de protecci¨®n que nos hab¨ªan asignado apuntaban sus armas desde las ventanillas en prevenci¨®n de un atentado; con los botes que daban los veh¨ªculos debido a su suspensi¨®n, me sorprendi¨® que no se disparara ning¨²n arma por accidente. Al llegar al hotel descubrimos que hab¨ªan tomado todo el piso en el que est¨¢bamos para garantizar su seguridad. Fui un par de veces al gimnasio del hotel, pero me desanim¨® la frustrante imagen de los cuatro guardaespaldas que me acompa?aban y se quedaban mir¨¢ndome mientras hac¨ªa ejercicio. Prefiero pensar que lo hac¨ªan para protegerme de posibles atacantes, y no de pura estupefacci¨®n ante mi mala forma f¨ªsica.

No obstante, a pesar de las bolsas de anormalidad, mi ni?ez fue bastante parecida, en general, a la de cualquier otra persona que tuviera que dividir su tiempo entre unos padres divorciados. Recuerdo pensar, por aquel entonces, que una de las cosas m¨¢s frustrantes era tener mi colecci¨®n de CD separada entre dos casas. Mi padre vivi¨® casi diez a?os en su propia casa y all¨ª yo pod¨ªa llamar o visitarle sin problemas despu¨¦s de clase o los fines de semana. En ella viv¨ªamos bastante tranquilos, si exceptuamos el sal¨®n en el que cuatro polic¨ªas vigilaban por pantallas de televisi¨®n de circuito cerrado. Yo no era muy buen estudiante, y siempre recuerdo un comentario de uno de mis profesores de ingl¨¦s despu¨¦s de terminar los ex¨¢menes de bachillerato superior. Est¨¢bamos charlando en un pub cuando me cont¨® en tono de broma que nunca se olvidar¨ªa de haber tenido que explicarle a Salman Rushdie, en las entrevistas entre padres y profesores, que su hijo era una mierda en literatura inglesa.

Relaci¨®n intensa

Creo que mucha gente piensa que es imposible que conozca bien a mi padre, que no podemos tener una relaci¨®n muy estrecha con todo lo que ocurri¨®, porque supone que no le vi pr¨¢cticamente durante todo el tiempo que estuvo vigente la fetua. La verdad es que pas¨® todo lo contrario. Las amenazas iran¨ªes, unidas a toda la especulaci¨®n del p¨²blico y los medios sobre su vida, me han hecho sentirme siempre muy unido a ¨¦l y muy deseoso de protegerle. Incluso nos hemos unido mucho m¨¢s durante los ¨²ltimos a?os, seguramente como consecuencia de todas las dificultades que tuvimos que vivir; tenemos un v¨ªnculo y una experiencia com¨²n de los que casi nadie m¨¢s puede hacerse idea. Le admiro y conf¨ªo en ser capaz de triunfar en mi vida como lo ha hecho ¨¦l, aunque seguramente no ser¨¢ como escritor. Si me encontrara alguna vez en unas circunstancias parecidas, me gustar¨ªa tener la misma determinaci¨®n y el mismo valor que siempre ha mostrado ¨¦l.

Mis padres se divorciaron tres a?os despu¨¦s de que Jomeini dictase la fatwa. Poco despu¨¦s de cumplir yo 15 a?os, a mi madre le diagnosticaron un c¨¢ncer de pecho; falleci¨®, tras cinco a?os de remisi¨®n, un mes antes de cumplir 51 a?os. No hay duda de que tuvo que sufrir mucho m¨¢s que yo durante la fatwa, con todas las emociones provocadas por la situaci¨®n y con la necesidad de filtrar, mi padre y ella, la informaci¨®n que se me transmit¨ªa. Supongo que hab¨ªa muchas cosas de las que nunca me enter¨¦ y ella tuvo que vivirlo todo.

Conozco a muchas personas que se han enfrentado a grandes problemas, a situaciones distintas, pero igualmente inquietantes. S¨¦ bien que varios amigos m¨ªos est¨¢n convencidos de que deber¨ªa estar destrozado emocionalmente y deber¨ªa estar yendo al psiquiatra desde hace a?os. Siempre respondo lo mismo: "Estoy muy bien". Y lo digo de verdad. Es cierto que crec¨ª en circunstancias ligeramente extraordinarias: guardaespaldas, coches blindados, armas, amenazas de muerte y equipos de televisi¨®n que sal¨ªan de detr¨¢s de los arbustos. Pero eso, para m¨ª, es lo normal.

Traducci¨®n de Mar¨ªa Luisa Rodr¨ªguez Tapia.

El novelista Salmon Rushdie con su nieto en brazos y su hijo Zafar, autor de este relato.
El novelista Salmon Rushdie con su nieto en brazos y su hijo Zafar, autor de este relato.
El escritor y su hijo, protegidos por la polic¨ªa.
El escritor y su hijo, protegidos por la polic¨ªa.

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