Octubre feliz en R¨ªo Gallegos
Los habitantes de esta capital, dividida en dos comunidades, recuerdan el autoritarismo y el sentido de la libertad del presidente Kirchner cuando era gobernador de Santa Cruz
Pocas semanas antes de viajar a la Argentina le¨ª en alg¨²n sitio de Internet que R¨ªo Gallegos era la ciudad m¨¢s rica del pa¨ªs. Y que San Miguel de Tucum¨¢n, junto con Resistencia, ten¨ªa el privilegio de ser la m¨¢s pobre. Como siento una desconfianza instintiva por las afirmaciones absolutas decid¨ª comprobar por m¨ª mismo si aquellas estad¨ªsticas reflejaban la realidad. Visito Tucum¨¢n al menos una vez por a?o y nunca he dejado de conmoverme por la pobreza extrema que se ve al salir del aeropuerto y cruzar el puente sobre el r¨ªo Sal¨ª, pero casi no me quedaban recuerdos de R¨ªo Gallegos, donde llegu¨¦ en 1973 buscando los rastros de la familia Per¨®n. Lo ¨²nico que sobreviv¨ªa en mi memoria era el viento inclemente, los matorrales de molles y coirones volando por la estepa muerta, y la transparencia del aire helado, detr¨¢s del cual se adivinaba el oc¨¦ano.
Un empresario necesita anticiparse a los cambios econ¨®micos, pero tambi¨¦n buena suerte
La gente no cree en lo que es ni en lo que hace, y compara con el exterior
Los chilenos pobres son m¨¢s pobres que los pobres argentinos Kirchner construy¨® escuelas y viviendas, pero no industrias
"Por algunas razones vi poca desdicha en R¨ªo Gallegos"
Lo que vi un s¨¢bado de este ¨²ltimo octubre era muy distinto. El viento segu¨ªa en su sitio, atenuado por la avalancha de nuevas construcciones, y a la estepa de pastos duros s¨®lo se la distingu¨ªa desde el aire. Por lo dem¨¢s, R¨ªo Gallegos exhala una prosperidad de primer mundo, con la ventaja adicional de que su gente -al menos la veintena de personas dispares con las que habl¨¦- se declara feliz.
Qui¨¦n sabe si siempre es as¨ª. Junto al hotel donde me aloj¨¦, en la avenida San Mart¨ªn, hay un casino cuyos esplendores de bronce se reflejan en la vereda. Cada vez que pas¨¦ por all¨ª vi a decenas de personas afan¨¢ndose en las m¨¢quinas tragamonedas. Una mujer sali¨® llorando a mares el s¨¢bado 1? de octubre, a eso de las diez de la noche, mientras el hombre que la acompa?aba insist¨ªa en que volvieran a entrar. "?Pero con qu¨¦, con qu¨¦?", protestaba ella. Debajo de la superficie apacible de R¨ªo Gallegos han quedado, supongo, muchos infortunios por los que pas¨¦ de largo.
Algunas estad¨ªsticas sugieren que no consegu¨ª ver toda la realidad. R¨ªo Gallegos es la capital de la provincia de Santa Cruz, una de las m¨¢s extensas y menos pobladas de la Argentina. Tambi¨¦n es una de las m¨¢s ricas, por sus yacimientos de petr¨®leo, de carb¨®n y de gas y por sus millones de ovejas. La agencia independiente de noticias OPI asegura que los salarios promedio de la polic¨ªa, los docentes y hasta los m¨¦dicos son inferiores a los cien euros mensuales, y que el costo de la vida duplica el de la ciudad de Buenos Aires. Los inviernos son crud¨ªsimos, de hasta veinticinco grados bajo cero, y todav¨ªa quedan casas que se calientan con carb¨®n mineral. El ¨ªndice de empleo -sobre todo en las oficinas p¨²blicas- es alto, y ese espejismo, sumado al auge del turismo y de la construcci¨®n, atrae una corriente migratoria de cinco a siete familias por semana. No todas encuentran El Dorado que han ido a buscar. La mayor¨ªa termina pidiendo asilo y comida en las parroquias. Pero, a diferencia de lo que les sucede a la mayor¨ªa de los argentinos, creen que una vida mejor est¨¢ al alcance de la mano.
R¨ªo Gallegos se extiende sobre una superficie lisa, sin otro sobresalto geogr¨¢fico que las entradas del mar. Hacia el este la flanquea un malec¨®n con chalets elegantes junto a ruinas de locomotoras y a viejos silos de carb¨®n. Hacia el otro extremo est¨¢n los barrios m¨¢s pobres, el Evita y el Belgrano, donde las casas de chapas y madera coexisten con otras s¨®lidas de ladrillo y cemento. M¨¢s all¨¢, camino al aeropuerto, veinte o treinta construcciones cerradas a cal y canto lucen grandes letreros de ne¨®n en los que se prometen para¨ªsos artificiales: Aquelarre, El Cielo, La Perdici¨®n, El Averno.
Apenas desembarco en la ciudad, aprendo que la comunidad se divide en dos mitades n¨ªtidas: la de los nyc y la de los vyq. Los nyc tienen al menos dos generaciones all¨ª, son los nacidos y criados, de apellidos escoceses, irlandeses, alemanes. Los vyq, en cambio, los venidos y quedados, son inmigrantes que llegaron entre los sesenta y los noventa en busca de una vida mejor, y la encontraron en este vasto descampado. El presidente N¨¦stor Kirchner, descubrir¨¦, es un nyc, alguien a quien todos conocen. Su esposa, la senadora Cristina Fern¨¢ndez, es una vyq.
Las primeras personas a las que vi eran todas nyc. Eduardo Costa, un empresario de 44 a?os, es un ejemplo de fortuna lograda al margen de los favores oficiales. Su padre, Carlos, trabajaba como telegrafista en los ferrocarriles cuando decidi¨® instalar una peque?a ferreter¨ªa. Eran los tiempos en que la riqueza proven¨ªa de los frigor¨ªficos, del carb¨®n y del petr¨®leo. Costa apost¨® a que la ciudad crecer¨ªa, y as¨ª fue. Vendi¨® ca?er¨ªas para el gasoducto, los edificios se multiplicaron y ¨¦l los provey¨® de lo que hiciera falta. Hasta mont¨® una f¨¢brica de ladrillos para no depender de terceros.
Eduardo cree que un buen empresario necesita no s¨®lo anticiparse a las transformaciones de la econom¨ªa sino tambi¨¦n una constante buena suerte. Uno de sus secretos ha sido invertir en el negocio casi todo lo que ganaba. La ferreter¨ªa de su padre, que comenz¨® con dos empleados, lleg¨® a tener 40 y se convirti¨® en un enorme corral¨®n en el que nada faltaba, ni electrodom¨¦sticos ni televisores. Ahora, las sucursales cubren, bajo un mismo nombre -Hiper Tehuelche- todo el territorio de la Patagonia, desde Bah¨ªa Blanca a Santa Rosa y desde Bariloche a Puerto Madryn. Antes de marzo, inaugurar¨¢ otras en Calafate y Caleta Olivia, cada una con 100 empleados y una inversi¨®n de entre ocho y doce millones de pesos.
Costa teme que, despu¨¦s de tantos fracasos argentinos, la gente haya dejado caer los brazos y perdido las esperanzas. "No creemos en lo que somos ni en lo que hacemos, y estamos viendo siempre si las cosas andan mejor en otro lado", dice. Y sin embargo, en ese rinc¨®n perdido del mundo, ¨¦l siempre ha pensado que el mejor futuro es ahora mismo y que el mejor lugar es aquel donde se vive.
La familia Beecher me ha invitado a almorzar el domingo y, antes de que me pasen a buscar, he ganado una mitad de la ma?ana en la casa que Josefina Torres ha ido construy¨¦ndose a paso lento en el barrio Belgrano, y la otra mitad en la mansi¨®n espaciosa de Mayo Mackenzie de Hewlett, una de las due?as de la estancia Coyle y del Colegio Brit¨¢nico, donde se ense?a ingl¨¦s a 700 chicos.
Josefina es una chilena de invencible buen humor, que emigr¨® con su familia desde Puerto Natales, una aldea lim¨ªtrofe, al otro lado de R¨ªo Turbio, cuando acababa de cumplir 11 a?os. Siempre trabaj¨® como empleada dom¨¦stica, limpiando a veces hasta 14 casas, desde las siete de la ma?ana hasta las nueve de la noche. Se cas¨® todav¨ªa adolescente con un alba?il tambi¨¦n chileno, y juntos construyeron la espaciosa vivienda donde ahora me recibe, con paredes revestidas de madera noble. Como el terreno donde est¨¢ asentado es fiscal -perteneci¨® a la Marina pero tuvieron que alquil¨¢rselo al municipio-, los materiales fueron precarios al comienzo. Tem¨ªan que los expulsaran en cualquier momento. Despu¨¦s de infinitas averiguaciones se convencieron de que a la larga podr¨ªan comprar el suelo y entonces, s¨ª, completaron el ba?o, la cocina y los dormitorios como si fueran a durarles siempre.
Dice que no puede quedarse en sosiego, y se le nota. Va de un lado a otro en bicicleta, cose, trabaja en yesos y cer¨¢micas, y s¨®lo despu¨¦s del almuerzo se detiene a ver las telenovelas. Ya no se afana en tantas casas ajenas: se ha quedado con tres. Y aunque duerme apenas seis horas cada noche, el s¨¢bado fueron menos de cuatro: ha salido a bailar con el marido y ha regresado al amanecer.
Le pregunto por qu¨¦, si Chile es tanto m¨¢s rico que la Argentina, la emigraci¨®n es tan caudalosa. "?M¨¢s ricos qui¨¦nes?", me replica. "Los pobres de all¨¢ somos mucho m¨¢s pobres. Para que un hijo pueda estudiar, los padres tienen que esclavizarse la vida entera, mientras que ac¨¢ eso es gratis. En la Argentina, si te enferm¨¢s, cualquier hospital te atiende, tengas o no tengas plata. All¨¢, en cambio, aunque llegues a la sala de emergencias con las tripas en la mano, nadie te pone un dedo encima hasta que no sac¨¢s la billetera. Algunos se mueren esperando una operaci¨®n".
Toda la gente de R¨ªo Gallegos con la que habl¨¦ prefiere olvidar el peso del viento sobre las cosas de la vida. Josefina no. Las andanzas en bicicleta la han familiarizado con sus astucias. Hace dos o tres a?os, en el cruce de calles conocido como Rotonda de la Armada, la alcanz¨® una r¨¢faga y la levant¨® en vilo, mientras se llevaba la bicicleta qui¨¦n sabe d¨®nde. A¨²n ahora no se atreve a caminar sola por las noches sin aferrarse a algo, o a alguien. "Mire lo que dibuja el viento", me dice, y me muestra dos peque?as cicatrices en la cara, cerca de los ojos luminosos.
El silencio de las ovejas
Mayo Mackenzie enviud¨® hace tres meses. Se lleva bien con la soledad, sin embargo. Cuando se cas¨®, vivi¨® un a?o entero cerca de Cabo V¨ªrgenes, al extremo sur de la Patagonia, en una estancia de 200.000 hect¨¢reas y 100.000 cabezas de ganado, y aun ahora no sabe qu¨¦ habr¨ªa sido de ella si la llegada del primer hijo no le hubiera llenado las horas. Aunque muchas otras veces se qued¨® sin nadie, desde entonces sabe c¨®mo salir adelante.
El vac¨ªo, el aislamiento, son su tema de conversaci¨®n persistente. Antes -dice-, cuando los servicios eran p¨²blicos, hab¨ªa centrales de radio que le permit¨ªan a la gente mantenerse en contacto. La privatizaci¨®n s¨®lo trajo silencio.
No hay el menor tono pol¨ªtico en esas frases. Como para todos los patag¨®nicos con los que habl¨¦, la pol¨ªtica es para Mayo algo ajeno: la br¨²jula de sus ideas se orienta s¨®lo por las necesidades de la vida.
Fue criada en la austeridad. Su hijo mayor, Leslie, que administra la estancia de la familia, jam¨¢s pidi¨® un pr¨¦stamo bancario. A Mayo y a Leslie les fue mal y bien con las 15.000 ovejas que tienen en 80.000 hect¨¢reas de campo: mal cuando las lanas sint¨¦ticas invadieron los mercados y el uno a uno -la paridad con el d¨®lar- les amarraba las manos. Bien desde hace un par de a?os, cuando el precio de la lana genuina mejor¨® en los mercados internacionales.
Camina por la vida como si cada paso fuera natural, obligatorio. Se levanta todos los d¨ªas a las ocho de la ma?ana, va al quinesi¨®logo para sus terapias de la columna, luego a los bancos y al Colegio Brit¨¢nico, donde tiene un problema dif¨ªcil por resolver. Hace poco muri¨® una de sus socias, que pose¨ªa -como ella- el 40% de las acciones, y ahora hay que venderlas. Por el tono con que lo cuenta se vislumbra, sin embargo, que ya conoce la soluci¨®n.
S¨®lo se queja del aislamiento de los campos, que deja sin asistencia, a veces durante d¨ªas, a los peones que se enferman o se hieren. Quiz¨¢ el problema pudo ser resuelto por Kirchner cuando era gobernador, dice, pero lo que dej¨® en Santa Cruz fueron s¨®lo escuelas y viviendas, no industrias. "Siempre hizo lo que se le canta", observa Mayo. "Y eso que, seg¨²n o¨ª, es muy desafinado".
Almuerzo en familia
En la casa de los Beecher han tendido una mesa grande junto a la parrilla, y no s¨®lo est¨¢n alrededor los miembros de la familia: tambi¨¦n han invitado a Milagros Pierini, profesora de Historia Argentina en la Universidad de la Patagonia Austral. Al principio, la conversaci¨®n se concentra en el asado, confiado a las h¨¢biles manos de Pablo Beecher, un periodista joven que desde hace m¨¢s de un a?o escribe para La Opini¨®n Austral un suplemento sobre las familias pioneras.
Pero poco a poco los relatos van derivando hacia el pasado de Santa Cruz y hacia la figura de N¨¦stor Kirchner, a quien muchos de ellos conocen desde que ten¨ªa pantalones cortos. A mi lado, por ejemplo, est¨¢ sentada Luc¨ªa Arias, que fue su maestra de quinto grado en la escuela provincial Hip¨®lito Yrigoyen. "?Sab¨¦s por qu¨¦ N¨¦stor lleva el saco cruzado sin cerrar?", me pregunta. "No tengo idea", respondo. "Ah", dice, "cuestiones de cultura. En la Patagonia, donde el fr¨ªo castiga tanto, ver¨¢s que todos andamos con las camperas abiertas. Lo hacemos porque necesitamos subir r¨¢pido y sin estorbos a los autos, que ac¨¢ no son un lujo sino una herramienta. A N¨¦stor le parecer¨¢ que el saco y la campera son la misma cosa".
Aunque yo no hab¨ªa ido a o¨ªr lo que se pensaba del presidente, no pude disimular la curiosidad, y la conversaci¨®n se qued¨® clavada largo rato en el mismo punto. Ya se sabe que en los reportajes siempre se encuentra lo que menos se busca. Alguien se acord¨® de lo autoritario que hab¨ªa sido Kirchner con la prensa en sus a?os de gobernador y de cu¨¢nto le incomodaba el menor disenso. "Pero mir¨¢ que siempre tuvo mucho sentido de la libertad", apunta Luc¨ªa. "Siempre fue autosuficiente". "Y desconfiado. Y revoltoso", a?ade la due?a de casa. "Desconfiado hasta de su sombra", insiste alguien m¨¢s.
Esa tarde, cuando tom¨¦ el avi¨®n para volver a Buenos Aires, record¨¦ la frase insignia que Mariano Moreno escribi¨® en La Gazeta de Buenos Ayres y que ahora he buscado en vano entre mis libros: "Rara felicidad la de los tiempos en que se puede sentir lo que se quiere y decir lo que se siente". Tal vez no fue siempre as¨ª en R¨ªo Gallegos, pero quiz¨¢ por razones como esa -hablar y ser como se quiere- vi a mi paso tan pocas huellas de desdicha.
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