El dogmatismo de la flexibilidad
Justo hace ahora cuatro a?os. Quiz¨¢ algunos lo recuerden. La polic¨ªa de Washington andaba detr¨¢s de un francotirador de quien, a ciencia cierta, lo ¨²nico que sab¨ªa era que pose¨ªa una furgoneta blanca, varios rifles y un manual para francotiradores. Entre los cuatro millones de habitantes de la ciudad, s¨®lo 10 cumpl¨ªan los requisitos. Eso quer¨ªa decir que nueve de ellos eran inocentes. La probabilidad, por tanto, de que una persona propietaria de esas cosas fuera inocente era 9/10, cosa bien diferente de la probabilidad de que una persona inocente fuera propietaria de esas cosas, 9/4.000.000. Confundir las dos probabilidades, en un juicio, puede tener graves consecuencias. Sin embargo, jueces y tribunales, a veces, las confunden. Tambi¨¦n los m¨¦dicos, en ocasiones, confunden la probabilidad de que teniendo c¨¢ncer se d¨¦ positivo en una prueba y la probabilidad de que dando positivo se tenga c¨¢ncer. Y muchos de nosotros no reparamos en que no es lo mismo la probabilidad de que un delincuente sea extranjero que la probabilidad de que siendo extranjero sea delincuente. Otro tanto vale para la relaci¨®n entre terroristas y musulmanes.
A juicios como los dos ¨²ltimos, por lo com¨²n, les llamamos prejuicios; a los otros, no. En todos los casos se da lo mismo: una opini¨®n no correctamente fundada en la evidencia disponible. Con algunos matices, el error en el razonamiento no es de distinta naturaleza, pero s¨®lo en los dos ¨²ltimos ejemplos tenemos una disposici¨®n a atribuirlo a "razones pol¨ªticas". Lo que no siempre es verdad. Muchos de esos errores tienen un base biol¨®gica, est¨¢n "programados", por as¨ª decir, en nuestras redes neuronales. Simplificar, a veces, es necesario. Cuando, en mitad de la noche, nuestros antepasados de la sabana escuchaban un ruido, pod¨ªan salvar su vida si se pon¨ªan a correr ante la posible presencia de un depredador. Su razonamiento no era impecable. Muchas cosas pod¨ªan producir el ruido y la evidencia era limitada. Sin embargo, en muchas ocasiones, esa manera de razonar les ayud¨® a sobrevivir.
Hay muchos ejemplos de tales automatismos, de tales respuestas precipitadas. Y erradas. Cuando nos formamos una opini¨®n, y a una primera observaci¨®n levemente favorable le sigue una segunda m¨¢s concluyente, tenemos una natural disposici¨®n a quedar convencidos de que estamos atinados. Si, por cualquier circunstancia, el orden hubiera sido el inverso, y la segunda observaci¨®n hubiese sido las m¨¢s d¨¦bil, tender¨ªamos a pensar lo contrario, a dudar de nuestro juicio. El simple orden de presentaci¨®n, azaroso, ha decidido nuestras opiniones. Tampoco aqu¨ª se atisba sombra de mala fe por parte alguna.
Estas cosas conviene recordarlas antes de cargar las palabras, antes de empezar a hacer acusaciones sin ton ni son. El prejuicio, en realidad, no consiste en el juicio precipitado que cometemos todos, incluidos, por cierto, los estad¨ªsticos en buena parte de sus razonamientos cotidianos. El prejuicio aparece en un segundo momento: en la falta de disposici¨®n a dudar, en la resistencia a rectificar. La persona razonable, cuando se le muestra su error, corrige su opini¨®n. Al cabo lo que nos interesa no es mantener nuestras opiniones, sino mantener opiniones correctas, lo que conlleva la disposici¨®n a someter nuestras ideas al escrutinio de los buenos argumentos y a cambiarlas a su luz.
La mirada prejuiciada se detecta en la transici¨®n entre opiniones. El caso m¨¢s com¨²n es el de quien no transita, de quien no parece dispuesto a modificar un mil¨ªmetro sus ideas. Ante nuevos datos, s¨®lo registra los que refuerzan sus convicciones. Sus opiniones no son el resultado final de ponderar la informaci¨®n, sino la criba para seleccionarla o valorarla. No ve m¨¢s que lo que quiere ver. S¨®lo le interesa el punto de llegada, la compatibilidad con su prejuicio. Enti¨¦ndase: el problema no es la opini¨®n, que puede ser atinada, sino los pobres avales. No consideramos razonable a quien cree que la Tierra tiene un sat¨¦lite "porque se puede leer en las entra?as de un p¨¢jaro", o a quien sostiene que todos los seres humanos tienen dignidad "porque est¨¢ escrito en un libro sagrado". Sus opiniones resultan acertadas, pero no est¨¢n justificadas. Si las entra?as del p¨¢jaro o el libro sagrado "dijeran" otra cosa, sostendr¨ªan otra cosa. Las entra?as, el libro o el secretario general del partido.
Casi todo el mundo conoce a doctrinarios de esa naturaleza. Pero hay otros que tambi¨¦n se detectan en el tr¨¢nsito entre opiniones y que, sin embargo, pasan desapercibidos. Si los anteriores se caracterizaban por su resistencia al cambio, ¨¦stos se identifican por su predisposici¨®n. Cierto d¨ªa, sin que se sepa muy bien por qu¨¦, se levantan con ideas distintas de las que ten¨ªan al acostarse. Los cambios pueden ser m¨¢s o menos graduales, pero lo que nunca hay es una expl¨ªcita reconsideraci¨®n de los propios puntos de vista, una exposici¨®n de las razones que han llevado a cambiar de opini¨®n. Bastantes revisiones ideol¨®gicas son muestras ejemplares de este doctrinarismo.
Hay, sin duda, revisiones que revelan honestidad intelectual. Uno puede, razonablemente, cambiar sus opiniones pol¨ªticas porque crea irrealizables los proyectos, entienda que la realizaci¨®n de los principios en los que siempre ha cre¨ªdo requiere de instituciones distintas a las que pensaba, o, m¨¢s radicalmente, porque estima que su materializaci¨®n conlleva consecuencias que, desde alg¨²n punto de vista, juzga intolerables y, en ese sentido, considera que debe reordenar la prioridad de sus principios. Son casos distintos que no necesariamente conllevan cambios ideol¨®gicos, pero s¨ª, casi siempre, cambios pol¨ªticos. En todo caso, no hay aqu¨ª doctrinarismo ninguno. Al rev¨¦s, hay claridad de juicio, capacidad para pararse a ponderar las bases de las propias acciones. Una tarea nada sencilla que requiere, adem¨¢s de honestidad, bastante coraje, sobre todo en un pa¨ªs en donde el entramado sectario tamiza las relaciones personales y los amigos de un d¨ªa est¨¢n dispuestos a llamarse traidores al d¨ªa siguiente.
A esas revisiones s¨®lo cabe elogiarlas. Pero son infrecuentes. Las m¨¢s comunes tienen menos que ver con la l¨®gica que con la psicolog¨ªa. Nos dicen m¨¢s de las relaciones de uno con sus ideas que de la calidad de las ideas. La propia incapacidad para justificarlas se confunde con la falta de justificaci¨®n.Sin razones se suscribieron y, sin mayores razones, se abandonan. En este caso la facilidad para cambiar revela dos dogmatismos. El inicial, la fragilidad de los cimientos que sustentaban las opiniones de partida, que est¨¢ en la base del tr¨¢nsito, y el final, la arbitrariedad de los motivos que explican los cambios. No son m¨¢s poderosas las razones para caerse del guindo que las que hicieron pasar media vida en ¨¦l. Enfrente de ¨¦l no est¨¢n las ideas que abandona, sino el monigote que alguna vez fue.
Obviamente, el dogm¨¢tico del segundo tipo no puede admitir su condici¨®n. Es m¨¢s, con frecuencia se muestra como el campe¨®n de la flexibilidad mental. En realidad, la prueba que invoca, el cambio de ideas, lo ¨²nico que muestra es que confunde la disputa intelectual con la autobiograf¨ªa, la reflexi¨®n con el div¨¢n. Alguien podr¨ªa pensar que el cambio tiene que ver con la madurez, con aquello de que quien a los veinte a?os no es comunista no tiene coraz¨®n, pero que quien lo sigue siendo a los cuarenta no tiene cabeza. No estoy seguro. Las cabezas juveniles est¨¢n instaladas en la perpetua provisionalidad. Como si se tratara de neocortex lisos, se inauguran cada d¨ªa. Las aguas recientes inexorablemente borran todas las huellas, sin que acabe por sedimentarse criterio alguno. Y sin criterios, no hay ni dudas inteligibles. Pensar requiere, antes que otra cosa, punto de vista, capacidad para cribar, para atender las razones. Sin plataforma desde donde mirar no cabe siquiera la idea de problema por resolver, idea que necesita un marco de preguntas y categor¨ªas. S¨®lo entonces se respetan las ideas, s¨®lo entonces se pueden discutir, s¨®lo entonces se est¨¢ en condiciones de "destruir una idea sin rozar la piel de su autor", como reclamaba Bernard Shaw. Nuestros dogm¨¢ticos, d¨ªa a d¨ªa, peleando consigo mismos, acaban desollados. Eso s¨ª, sin rozar una idea.
F¨¦lix Ovejero Lucas es profesor de ?tica y Econom¨ªa de la Universidad de Barcelona.
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