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Reportaje:[46] MALOS DE LA HISTORIA

La madre ara?a

Aurora rodr?guez sufr¨ªa de graves delirios de grandeza. Un d¨ªa decidi¨® emular a Dios y tener un hijo que salvara a la Humanidad. Fue ni?a: Hildegart. La amaestr¨®, la educ¨®, la convirti¨® en figura pol¨ªtica y p¨²blica. A los 17 a?os ya hab¨ªa terminado la carrera de Derecho. Pero pronto quiso ser libre. Y su madre la mat¨®.

Rosa Montero

Contemos cuanto antes los hechos escuetos, sobradamente conocidos y aterradores en su simplicidad mort¨ªfera. Todo sucedi¨® en Espa?a y hace casi un siglo. Aurora Rodr¨ªguez era una mujer con graves delirios de grandeza. Tan graves que un buen d¨ªa decidi¨® emular a Dios y tener un hijo que salvara a la Humanidad. O, mejor, una hija, una ni?a a la que educar¨ªa para ser la Primera Mujer Libre, el prototipo de la nueva sociedad. Y as¨ª, Aurora program¨® su embarazo y pari¨® a Hildegart, a quien amaestr¨® desde la cuna con f¨¦rrea mano de domadora circense, hasta convertirla en un ejemplar an¨®malo y excepcional, en una pobre ni?a prodigio. Hildegart aprendi¨® a leer antes de los dos a?os, a escribir antes de los tres. Con ocho dominaba el franc¨¦s, el ingl¨¦s y el alem¨¢n. Con catorce se lanz¨® a la vida p¨²blica y comenz¨® a escribir en los peri¨®dicos, a dar conferencias, a redactar libros, a participar en la pol¨ªtica (ingres¨® en las Juventudes Socialistas y en UGT). A los diecisiete hab¨ªa terminado la carrera de derecho y era famosa. Un a?o despu¨¦s, en 1933, Hildegart quiso hacer uso de esa libertad para la que supuestamente hab¨ªa sido educada. Quiso independizarse de su madre. Y Aurora, para impedirlo, le peg¨® cuatro tiros una noche de verano, mientras dorm¨ªa.

Cre¨ªa que ella iba a ser la salvadora del mundo

Esta historia truculenta ocasion¨® en su momento un enorme revuelo, no s¨®lo por el morbo de parricidio y por la popularidad de la v¨ªctima, sino tambi¨¦n por razones pol¨ªticas: Hilde era una figura radical y pol¨¦mica, militaba en la izquierda (en 1932 rompi¨® con los socialistas e ingres¨® en el Partido Federal), era una muchacha que hablaba de sexo y que arremet¨ªa contra las prerrogativas de una rancia Iglesia. De hecho, el juicio de Aurora, celebrado en 1934, estuvo muy mediatizado por la ideolog¨ªa y visto desde hoy resulta un disparate. Aurora Rodr¨ªguez era una mujer mentalmente muy enferma. Tanto sus actitudes como sus declaraciones ante el tribunal fueron por completo delirantes pero, aun as¨ª, los peritos psiqui¨¢tricos del fiscal dictaminaron que estaba en sus cabales, y por consiguiente fue condenada a 26 a?os de prisi¨®n. Con esta sentencia probablemente se pretend¨ªa demostrar que el horrible crimen no hab¨ªa sido un producto de la enajenaci¨®n, sino de la disoluci¨®n de costumbres y de la depravaci¨®n de los izquierdistas.

Aurora acogi¨® el veredicto con regocijo mesi¨¢nico. Durante el juicio ya hab¨ªa protestado contra su propio abogado defensor por decir que estaba loca, cosa que, naturalmente, ella negaba. Ahora, declar¨®, iba a aprovechar su paso por la c¨¢rcel para reformar por completo el sistema de prisiones. Disparataba tanto y era tan violenta que en la c¨¢rcel se convirti¨® inmediatamente en un problema. All¨ª, claro est¨¢, era imposible negar la evidencia de su desequilibrio, de manera que a los pocos meses el director de la prisi¨®n pidi¨® otro informe m¨¦dico y consigui¨® que Aurora fuera trasladada al psiqui¨¢trico de Ciempozuelos en 1935.

Al a?o siguiente estallar¨ªa la Guerra Civil, esa gran locura colectiva que arras¨® con todo. Tambi¨¦n con la historia de Aurora y Hildegart, que quiz¨¢ hab¨ªa quedado demasiado pegada, por proximidad temporal, al conflicto b¨¦lico. Tal vez sea por eso por lo que este caso fascinante ha sido tan poco estudiado. Existe una escas¨ªsima documentaci¨®n sobre el tema (un texto de un contempor¨¢neo, Eduardo de Guzm¨¢n; una pel¨ªcula de Fernando Fern¨¢n-G¨®mez; dos o tres trabajos period¨ªsticos y cient¨ªficos) y si no fuera por el libro esencial de Rosa Cal, A m¨ª no me doblega nadie (Edicios do Castro), que es un trabajo de investigaci¨®n casi detectivesco sobre documentos originales, apenas si sabr¨ªamos nada sobre la verdadera tragedia de esta historia. Sobre el horror que se oculta bajo la escueta noticia criminal.

De hecho, durante mucho tiempo se crey¨® que Aurora hab¨ªa permanecido en prisi¨®n y que, puesta en libertad tras las excarcelaciones de 1936, se hab¨ªa esfumado en el ancho mundo. Hasta que en 1987 el psiquiatra Guillermo Rendueles y el psic¨®logo Alejandro C¨¦spedes encontraron en Ciempozuelos el historial de Aurora Rodr¨ªguez y lo hicieron p¨²blico. As¨ª se supo que la parricida hab¨ªa sido enviada al sanatorio mental y que ya no lo hab¨ªa abandonado hasta morir, olvidada de todos, veinte a?os m¨¢s tarde.

La lectura del historial cl¨ªnico de Aurora resulta angustiosa. En primer lugar, porque es un ejemplo de una literatura psiqui¨¢trica dura y arcaica, m¨¢s cercana al atestado policial que al informe m¨¦dico. En una treintena de folios (pocos me parecen para veinte a?os), las palabras de la paciente son recogidas con una especie de desinter¨¦s mec¨¢nico: ya se sabe que, en los viejos manicomios, imperaba el criterio de que los locos s¨®lo dec¨ªan locuras, esto es, cosas sin sentido, cuando lo cierto es que lo que llamamos locura consiste precisamente en darle otro sentido a la realidad. Pero es que adem¨¢s el informe cl¨ªnico va haciendo un retrato desolador de la lenta demolici¨®n de Aurora, de su progresivo destrozo como persona. En prisi¨®n, Rodr¨ªguez pod¨ªa seguir consider¨¢ndose una heroica y grandiosa reformadora social perseguida por sus ideas; pero en el psiqui¨¢trico no era m¨¢s que esa loca a quien nadie hace caso, a quien nadie ve, de la que nadie se acuerda. En las primeras entrevistas todav¨ªa era la Aurora de antes, pedante, egoc¨¦ntrica y terrible. Una mujer abominable. Instalada a¨²n en su delirio demi¨²rgico, se dedic¨® a confeccionar mu?ecos de tama?o natural con genitales y el pene erecto, ya que no pod¨ªa volver a crear una mu?eca de carne y hueso como la pobre Hilde. Pero esa etapa de frenes¨ª prepotente dur¨® poco. Diez a?os despu¨¦s apenas si hablaba, s¨®lo lloraba y repet¨ªa que sufr¨ªa espantosamente y que su ¨²nico deseo era morir fuera del psiqui¨¢trico. En los ¨²ltimos cinco a?os se neg¨® a ver a los m¨¦dicos, ni siquiera a los de medicina general. Estaba ciega y viv¨ªa en un infierno depresivo.

S¨ª, el destino de Aurora es sobrecogedor y mueve a compasi¨®n. Pero, al mismo tiempo, uno experimenta un primitivo sentimiento justiciero, como si la mujer hubiera merecido tal castigo. Porque es un ser que resulta odioso. Nunca se arrepinti¨® de haber asesinado a su hija, antes al contrario, se vanagloriaba de ello: "Como una gran artista que puede destruir su obra si le place, porque un rayo de luz se la muestra imperfecta, as¨ª hice yo con mi hija a quien hab¨ªa plasmado y era mi obra". Solemos decir de manera err¨®nea que alguien es un loco (sin embargo, nunca decimos que un enfermo de c¨¢ncer es un canceroso, por ejemplo), como si eso, la locura, fuese todo lo que ese individuo es. Pero no es cierto: m¨¢s all¨¢ de la dolencia mental sigue existiendo la persona. Y Aurora Rodr¨ªguez era una de las personas m¨¢s malvadas que imaginarse pueda. Una mujer violenta, cruel, egomaniaca, desp¨®tica e inclemente que se disfrazaba con un perverso discurso de abnegaci¨®n y hero¨ªsmo. Su desequilibrio ps¨ªquico no hizo m¨¢s que multiplicar estos siniestros rasgos hasta el delirio.

Aurora Rodr¨ªguez hab¨ªa nacido en 1879 en Ferrol, hija de un abogado adinerado y dentro de una familia con fama de ser bastante extravagante. Nunca fue al colegio, pero se ley¨® toda la biblioteca paterna, que abundaba en textos de socialistas ut¨®picos: Saint Simon, Owen, Fourier y sus falansterios. De estos pensadores premarxistas, que intentaban encontrar un modo de aliviar el sufrimiento de la clase obrera; del superhombre nietzschiano y de las teor¨ªas eugen¨¦sicas, tan en boga entonces, que apostaban por la creaci¨®n cient¨ªfica de una raza de seres superiores, sac¨® Aurora un indigesto y confuso ideario revolucionario que se resum¨ªa, esencialmente, en que ella iba a ser la salvadora del mundo. Ya a los 23 a?os pens¨® en crear una colonia eugen¨¦sica en una de las fincas de la familia, con sirvientes seleccionados a los que cruzar¨ªa entre s¨ª y educar¨ªa correctamente, y a los que luego enviar¨ªa a repoblar la Tierra. Esta especie de ganader¨ªa de superhombres no lleg¨® a realizarse: incluso la propia Aurora debi¨® de ver que era impracticable. Pero fue un antecedente del experimento con su hija.

Aurora adoraba a su padre y detestaba a su madre de una manera an¨®mala y extrema. Era profundamente mis¨®gina: los varones le repugnaban f¨ªsicamente, pero las personas de su propio sexo le parec¨ªan indignas: "La mujer es, por doloroso que resulte confesarlo, lo peor de la especie humana", dec¨ªa, por ejemplo. Y tambi¨¦n: "La mujer en general carece de alma. Hay animales con un alma mucho m¨¢s exquisita que la mujer". En esto Aurora era totalmente convencional, porque la inmensa mayor¨ªa de los varones de entonces opinaban barbaridades semejantes. Me imagino lo mucho que debi¨® de odiar Aurora su condici¨®n femenina, siendo como era tan altiva y soberbia, tan ¨¢vida de alcanzar el m¨¢s alto destino de la Tierra. ?Y c¨®mo iba a llegar a esas alturas sublimes de poder y prestigio, si no era m¨¢s que una mujer en un tiempo en el que las mujeres no eran nada? Resolvi¨® el problema recurriendo al ¨²nico poder esencial que nunca han podido arrebatar los hombres a las mujeres, ni siquiera en los momentos de mayor sexismo: la capacidad de engendrar. La tr¨¢gica historia de Aurora y Hildegart es un producto de su ¨¦poca.

Rodr¨ªguez vivi¨® soltera y virgen con su padre hasta que ¨¦ste muri¨® cuando ella ten¨ªa 35 a?os. Entonces, due?a ya de su herencia y de su destino, puso en marcha su plan. Ya hab¨ªa escogido al posible padre, un capell¨¢n castrense bastante estrafalario, medio escritor, medio aventurero. Se acost¨® con ¨¦l tres veces en los d¨ªas adecuados y s¨®lo con el fin de pre?arse, cosa que logr¨®. A continuaci¨®n se mud¨® a Madrid, en donde dio a luz a Hilde en diciembre de 1914.

Y ah¨ª empez¨® el largo, largu¨ªsimo tormento de la ni?a. Una cr¨ªa que nunca tuvo amigos. Que jam¨¢s pudo jugar con chicos de su edad. "No he tenido infancia", le dijo un d¨ªa Hildegart al periodista Eduardo de Guzm¨¢n: "La necesit¨¦ ¨ªntegra para estudiar sin descanso de d¨ªa y de noche". Una vecina con la que las dos mujeres llegaron a entablar bastante relaci¨®n (Hilde le llamaba la abuelita) declar¨® en el juicio que en doce a?os jam¨¢s las hab¨ªa visto besarse, y la propia Aurora dijo que hab¨ªa acariciado a su hija en muy contadas ocasiones, y s¨®lo cuando ya estaba muy crecida. Tambi¨¦n reconoci¨® que a veces la pegaba. La madre de una compa?era de colegio dijo que Aurora, "que nos era odiosa a todas las dem¨¢s madres", iba a llevar y a recoger a Hilde a clase, y que era raro el d¨ªa en que no la cubr¨ªa de improperios y golpes por alg¨²n motivo nimio, un l¨¢piz perdido, un error en un ejercicio.

Imaginemos a esa ni?a completamente sola, sometida al s¨¢dico capricho de una madre demente. A?o tras a?o, Aurora oblig¨® a Hilde a cumplir su mesi¨¢nico programa; y cuando la cr¨ªa alcanz¨® los catorce, la lanz¨® al mundo como conferenciante, pol¨ªtica, periodista, escritora. Para entonces viv¨ªan en un peque?o ¨¢tico de dos habitaciones y terraza en Galileo, 44, tan aisladas de todos que en la mesa del comedor s¨®lo hab¨ªa dos sillas. Iban siempre vestidas de negro, "para evitar las tentaciones de la coqueter¨ªa". Hilde se pasaba el d¨ªa aporreando su m¨¢quina de escribir. "?Trabaja, hija, trabaja!", ordenaba Aurora cada vez que se deten¨ªa el tecleo siquiera un instante (lo cont¨® la criada). La madre acompa?aba a su hija absolutamente a todas partes, incluso a las reuniones de partido; y si, cuando iban a un peri¨®dico a entregar alg¨²n art¨ªculo, Hildegart se entreten¨ªa hablando un momento con los compa?eros, Aurora le obligaba a interrumpir la charla y a marcharse, en m¨¢s de una ocasi¨®n con l¨¢grimas en los ojos.

Todo esto era ya lo suficientemente horrible, pero, aunque parezca mentira, empeor¨®. Hildegart se hab¨ªa convertido en una muchacha grande y robusta con un rostro carnoso que, en las fotos, parece soso y p¨¢nfilo, pero que en vivo deb¨ªa de tener su gracia, porque todos los contempor¨¢neos la defin¨ªan como una chica guapa (el mismo d¨ªa del asesinato, cuando le preguntaron por qu¨¦ hab¨ªa matado a su hija, Aurora contest¨®: "Porque era tan hermosa"). Y adem¨¢s estaba teniendo un ¨¦xito tremendo, el ¨¦xito al que siempre la empuj¨® su madre, pero que ahora sin duda provocaba grandes celos en Aurora. Por ¨²ltimo, Hilde crec¨ªa y quer¨ªa vivir, respirar por s¨ª sola, liberarse de ese encierro uterino y enloquecedor en el que estaba atrapada y que defini¨® muy bien el socialista Juli¨¢n Besteiro, que fue profesor de la muchacha: "En los estudios Hilde es, sencillamente, formidable, pero este fen¨®meno de ir tan pegada a su madre me evoca la imagen de una cr¨ªa de canguro encapsulada en bolsa invisible y con el cord¨®n umbilical intacto".

Todas estas circunstancias empeoraron gravemente los s¨ªntomas de Aurora, que estaba m¨¢s enajenada cada d¨ªa. Empez¨® a imaginar diab¨®licas conjuras para captar la voluntad de Hildegart, conjuras en realidad encaminadas a acabar con ella, con Aurora, pues ella era en verdad la ¨²nica importante y los enemigos s¨®lo usaban a su hija como veh¨ªculo para hacer da?o a la insigne madre. Mientras tanto, la fama de Hildegart traspasaba fronteras. Se carteaba habitualmente con el escritor H. G. Wells y con el no menos famoso sex¨®logo Havelock-Ellis. Ambos brit¨¢nicos le aconsejaron que fuera a pasar una temporada a Inglaterra, y esa propuesta debi¨® de ser como un sue?o de liberaci¨®n para Hilde. Adem¨¢s parece ser que la muchacha se enamorisc¨® de un joven pol¨ªtico, Abel Velilla, compa?ero del Partido Federal. Eso termin¨® de cerrar la trampa mortal. Hay una foto conmovedora de la muchacha, tal vez la ¨²ltima que le hicieron: ha cortado sus pesadas y aburridas trenzas y luce un pelo cortito, coqueto y rizado. Adem¨¢s, va adornada con pendientes y un modesto collar. Se hab¨ªa convertido en una mujer que quer¨ªa gustar. Una aberraci¨®n para su madre. "Desgraciadamente, cada d¨ªa notaba que mi influencia (en Hildegart) era menor", declar¨® Aurora en el juicio. Y no estaba dispuesta a consentirlo.

Para abril de 1933 la agresiva paranoia de Aurora se hab¨ªa hecho insoportable. Un d¨ªa Hildegart le pidi¨® que la dejara vivir sola, o al menos con la vecina a la que llamaban la abuelita. La petici¨®n gener¨® broncas, violencia, dramas desquiciados, noches enteras de tortura emocional. Al cabo, Aurora fingi¨® aceptar. Pero todo era una mera apariencia. A finales de un mes de mayo t¨®rrido, Hilde mand¨® una tarjeta al periodista Cohucelo, una de las pocas personas que manten¨ªan alg¨²n trato con las dos mujeres: "Amigo Cohucelo, venga a vernos esta noche si es posible, hay algo urgente". El hombre acudi¨® y le recibieron en la terraza. Aurora explic¨® que Hilde parec¨ªa mostrar especial inter¨¦s en Abel Velilla, y que su hija no estaba en el mundo para contraer matrimonio: "Casarla ser¨ªa tanto como sacrificar la misi¨®n para la que ha venido a la Tierra". Al o¨ªr esto, Hildegart se levant¨® y llor¨® durante largo rato contemplando el cielo: "?Me muero!", sollozaba. Dos d¨ªas despu¨¦s, Cohucelo, a¨²n impresionado, llam¨® por tel¨¦fono. Descolg¨® Hilde, a quien el periodista pregunt¨®: "?C¨®mo va ese valor?". "No puedo hablar, acaba de llegar mi madre. S¨®lo tengo ganas de morirme", dijo la muchacha, y colg¨® abruptamente.

Desde el 27 de mayo, la noche de la visita de Cohucelo, hasta el 9 de junio, fecha del asesinato, Aurora pr¨¢cticamente secuestr¨® a su hija en el sofocante, recalentado ¨¢tico de la calle Galileo. La madre no abr¨ªa la puerta a las visitas e incluso lleg¨® a arrancar el tel¨¦fono para que Hilde no pudiera hablar con nadie. Estremece imaginar lo que debieron de ser esos ¨²ltimos d¨ªas de encierro y de tormento, de calor y violencia. A finales de mayo, Aurora hab¨ªa pedido a una vecina que le guardara los tiestos y los perros mientras ella hac¨ªa un viaje a Cuba de tres o cuatro meses, y le hab¨ªa dado cuatro pesetas por el servicio. Es una mentira que demuestra que ya para entonces ten¨ªa planeado asesinar a su hija. Y que pensaba que con tres o cuatro meses saldr¨ªa libre.

El 8 de junio volvieron a discutir. Como cada d¨ªa, Hilde insisti¨® en irse y Aurora en torturarla. La muchacha, agotada, se acost¨® y se durmi¨®. Su madre pas¨® la noche de rodillas delante de la cama de su hija, vi¨¦ndola dormir. "Y en el centro puntual de la mara?a, Dios, la Ara?a", escribi¨® la poeta argentina Alejandra Pizarnik antes de suicidarse. Cuando amaneci¨®, la madre ara?a se desembaraz¨® de la sirvienta orden¨¢ndole que sacara a los perros. Luego cogi¨® un peque?o rev¨®lver que guardaba en el armario y dispar¨® a Hilde en el lado izquierdo de la frente; a continuaci¨®n le meti¨® otra bala casi en el mismo lugar. Despu¨¦s le dio un tiro en el coraz¨®n y, por ¨²ltimo, "a¨²n dispar¨¦ un tiro de gracia en el carrillo izquierdo". Extra?o lugar para colocar un tiro de gracia, puesto que no afecta a ¨®rganos vitales. Pero, eso s¨ª, consigui¨® destrozarle la cara. El hermoso rostro de su hija.

Hay un detalle aterrador que a¨²n no he contado y que permite intuir la sordidez y la asfixia de ese infierno dom¨¦stico: en la casa de Galileo s¨®lo hab¨ªa un dormitorio. Compart¨ªan incluso la habitaci¨®n. Me pregunto cu¨¢ntas madrugadas debi¨® de pasarse Aurora en vela vigilando el sue?o de su hija, celosa tal vez de esas inevitables horas de descanso en las que Hilde no era del todo suya. Y me pregunto si la muchacha estaba durmiendo de verdad en esa ¨²ltima noche; si no ten¨ªa miedo de la alucinada, venenosa mirada de su madre. Tal vez la vio venir con la pistola; y tal vez esa violencia final no fue sino un alivio, la ¨²nica liberaci¨®n posible para la v¨ªctima atrapada en la pegajosa y letal tela de ara?a.

Bibliograf¨ªa: 'A m¨ª no me doblega nadie', Rosa Cal, Edicios do Castro. 'Aurora de sangre', Eduardo de Guzm¨¢n, Edit. G. del Toro. '?Criminales o locos?', Raquel ?lvarez Pel¨¢ez y Rafael Huertas Garc¨ªa-Alejo, CSIC, Cuadernos Galileo de Historia de la Ciencia. 'Aurora Rodr¨ªguez, la tragedia de la Eva futura', Jos¨¦ Manuel Fajardo, Cambio 16 (11-5-87). V¨¦ase tambi¨¦n la pel¨ªcula 'Mi hija Hildegart', de Fernando Fern¨¢n-G¨®mez.

Hildegart no tuvo infancia, ni juegos, ni amigos. A los 17 a?os era ya abogada. Su madre la mat¨® a tiros mientras dorm¨ªa.
Hildegart no tuvo infancia, ni juegos, ni amigos. A los 17 a?os era ya abogada. Su madre la mat¨® a tiros mientras dorm¨ªa.

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