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Reportaje:

La costura de Am¨¦rica

De Alaska a Tierra del Fuego, la carretera Panamericana recorre el continente a trav¨¦s de 28.500 kil¨®metros de trazado. Del desierto a la Amazonia, de los polos a los tr¨®picos, de la opulencia a la miseria, a sus m¨¢rgenes se suceden los contrastes del paisaje y el paisanaje americanos.

Recorrer Am¨¦rica de arriba abajo, desde las fr¨ªas monta?as de Alaska hasta la soledad de la Tierra del Fuego, es un viaje que contiene en s¨ª mismo la esencia de la aventura; no en vano supone atravesar 17 pa¨ªses, cuatro zonas clim¨¢ticas, entornos sociales muy distintos y una variedad infinita de paisajes, desde los desiertos de Utah y Atacama hasta las selvas de la Amazonia y Guatemala, y desde los volcanes de Centroam¨¦rica hasta la vasta soledad de la pampa argentina. Una carretera, la Panamericana, lo hace posible, aunque no hay que llamarse a enga?o: m¨¢s que una carretera, la Panamericana es un largo trayecto de 28.500 kil¨®metros en el que conviven carreteras de todo tipo, desde cuidadas autopistas de cuatro carriles hasta lodazales impracticables durante la estaci¨®n de lluvias. Todo esto es Am¨¦rica, un continente capaz de reunir un cat¨¢logo de postales maravillosas y, al mismo tiempo, de mostrar los contrastes sociales m¨¢s lacerantes.

Am¨¦rica es capaz de mostrar postales maravillosas y los contrastes sociales m¨¢s lacerantes
En la Panamericana conviven desde autopistas de cuatro carriles hasta lodazales impracticables
En el lago Titicaca, los indios punos crean islas de juncos que parecen surgidas de la nada
Las pistas de tierra se ven derrotadas por la gran avenida que de hecho es el Amazonas
Los vecinos de Ushuaia dicen con orgullo que aquello es el fin del mundo y el principio de todo

Hay quien opta por remontar la idea de la Panamericana a los viejos caminos del Inca, que ya antes de la llegada de Col¨®n discurr¨ªan por los Andes para conducir hacia la ciudad de Cuzco, que en quechua significa "ombligo del mundo". Puede que aqu¨¦l fuera un lejano primer intento, pero la carretera Panamericana nace en realidad en 1923, cuando se decide impulsarla en una reuni¨®n de pa¨ªses americanos en Santiago de Chile. A partir de aqu¨ª se fueron concretando los distintos tramos de esta importante v¨ªa de comunicaci¨®n que atraviesa Am¨¦rica de punta a punta. La ruta so?ada es hoy d¨ªa una realidad, aunque todav¨ªa se resiste un trazado de poco m¨¢s de un centenar de kil¨®metros entre Panam¨¢ y Colombia, el llamado Tap¨®n de Dair¨¦n, donde la carretera tendr¨ªa que atravesar una frontera conflictiva y una zona selv¨¢tica calificada como reserva de la biosfera.

Peter Gebhard, el autor de las fotograf¨ªas de este reportaje, dedic¨® cinco a?os de su vida a recorrer Am¨¦rica para realizar el libro Panamericana (Abenteuer zwischen Alaska und Feuerland), todav¨ªa no disponible en castellano. Inici¨® la aventura en Inuvik, en el extremo norte de Canad¨¢, y la termin¨® en Ushuaia, la m¨ªtica ciudad de la Tierra del Fuego argentina; por si no fueran suficientes kil¨®metros, se permiti¨® algunos desv¨ªos para fotografiar lugares que le atra¨ªan, con lo que al final su viaje sum¨® 40.000 kil¨®metros.

Inuvik es un buen lugar para iniciar este largo recorrido, ya que estamos en un pueblo perdido en la soledad del fr¨ªo norte canadiense, dos grados por encima del C¨ªrculo Polar ?rtico. En Inuvik hay una notable poblaci¨®n esquimal y tambi¨¦n habitantes de nuevo cu?o vinculados al negocio del petr¨®leo y del gas, que fue la causa de que en 1979 se inaugurara una carretera, la Dempsey Highway, que conecta este lugar desolado con Dawson City y, a partir de all¨ª, con el resto del pa¨ªs y del continente. El sol de medianoche en los meses de verano y las auroras boreales en invierno son los principales atractivos tur¨ªsticos de Inuvik, adem¨¢s de una magn¨ªfica naturaleza de formato panor¨¢mico que desemboca, en el viaje hacia el sur y hacia el oeste, en la contundencia de los montes de Alaska o el inicio de las Monta?as Rocosas, columna vertebral, junto con los Andes, de las Am¨¦ricas.

En este primer tramo del viaje, el protagonismo es para el fr¨ªo, el agua, la tundra, las grandes llanuras, los tupidos bosques de abetos y las monta?as nevadas, junto con una cultura india que logra sobrevivir en medio de una civilizaci¨®n muy alejada de sus valores. La llegada a Vancouver, ya en la Columbia Brit¨¢nica, supone el primer contacto con una gran ciudad norteamericana, dotada con una moderna arquitectura que se alza desafiante entre el Pac¨ªfico y las monta?as nevadas.

La entrada en Estados Unidos por el Estado de Washington no supone un cambio de paisaje radical. Es bastante m¨¢s al sur, con la llegada a California, cuando el viajero tiene la impresi¨®n de abandonar por fin los fr¨ªos territorios del norte para entrar en un mundo m¨¢s c¨¢lido y m¨¢s habitable. En este sentido, la ciudad de San Francisco es la que marca un cambio decisivo y la que encaja en el viejo dicho que asegura que California es, antes que nada, "un estado mental".

Un paseo en tranv¨ªa por las calles en cuesta de San Francisco sirve para confirmar que estamos ante la m¨¢s europea de las ciudades norteamericanas, marcada siglos atr¨¢s por la fiebre del oro y el esp¨ªritu de los pioneros y m¨¢s recientemente por el fen¨®meno hippy y la contracultura de los a?os sesenta, y por el rastro literario de las novelas de Dashiell Hammett y los poemas como pu?os de la beat generation. El puente del Golden Gate, construido en 1937, merece ejercer de s¨ªmbolo de una ingenier¨ªa norteamericana que nos han vendido desde hace a?os como sin¨®nimo de progreso y de modernidad. Como inevitable banda sonora, le ajusta como anillo al dedo a San Francisco la canci¨®n de Otis Redding Sitting on the dock of the bay, compuesta en 1967, poco antes de que falleciera en accidente de avi¨®n.

Siempre hacia el sur, la costa de California aparece jalonada por un paisaje escarpado que se alterna con playas infestadas de surfistas que parecen moverse al ritmo de los Beach Boys y una serie de pueblos que han heredado los nombres de las misiones que en el siglo XVIII fundaron los franciscanos: Monterrey, Carmel, Santa B¨¢rbara, San Luis Obispo? Y al final, de modo inesperado, surge la gran metr¨®poli de Los ?ngeles, la ciudad del futuro, el exceso por definici¨®n: mide 80 kil¨®metros de punta a punta, ocupa 1.200 kil¨®metros cuadrados y tiene m¨¢s de 1.000 kil¨®metros de autopistas. M¨¢s que una ciudad parece un laberinto de asfalto en el que el hombre es tan s¨®lo un pe¨®n sin importancia. El barrio de Hollywood, los estudios de las grandes productoras, las lujosas casas de Beverly Hills, el observatorio Griffith y la playa de Santa M¨®nica, punto final de la m¨ªtica Route 66 (3.800 kil¨®metros desde Chicago), son referencias inexcusables de esta ciudad en la que logran convivir el esp¨ªritu de las novelas de Raymond Chandler, el desmadre de Bukowski y las im¨¢genes trepidantes surgidas del cine de Quentin Tarantino o, en un ¨¢mbito muy distinto, de pel¨ªculas como Blade Runner o Pretty woman.

A partir de Los ?ngeles, la ruta hacia el sur prosigue por la costa hasta San Diego y la frontera mexicana, con Tijuana al otro lado, pero es preferible virar hacia un interior inmerso en un paisaje que se desertiza por momentos. El cruce del Mojave, o el desv¨ªo hacia el valle de la Muerte, un territorio desolado y asfixiante, permiten circular por un dram¨¢tico escenario de no vida que, parad¨®jicamente, se transforma unos kil¨®metros despu¨¦s en el estallido de luz y de color de Las Vegas, la gran ciudad surgida como una vibrante excepci¨®n en el desierto de Nevada.

Las Vegas, que vista desde lejos semeja un espejismo surgido de la nada, supone un punto y aparte en cualquier viaje. Cuando el viajero circula por el Strip, una avenida de 10 kil¨®metros de largo por 60 metros de ancho, no logra salir de su asombro. Los hoteles y los casinos de Las Vegas son en su conjunto el mayor parque tem¨¢tico para adultos del mundo, con imitaciones al por mayor de las pir¨¢mides de Egipto, de los palacios y canales de Venecia, de los callejones de la antigua Roma o de los galeones de la isla del tesoro. Nada es imposible en Las Vegas, la ciudad del dinero; cualquier sue?o puede hacerse realidad en esta ciudad que parece dise?ada para circular con un viejo descapotable de los a?os sesenta y con una banda sonora compuesta por canciones de Elvis Presley, y con luces de ne¨®n marcando el camino.

Cuando el viajero se sumerge en los parques nacionales de Utah y Arizona, una maravilla rocosa de formas caprichosas y tonos rojizos -con el impresionante Monument Valley a la cabeza-, constata que de all¨ª surge el imaginario de casi todos los westerns del Hollywood dorado, con John Wayne como actor casi obligado. No muy lejos, el Gran Ca?¨®n del Colorado se abre como una grandiosidad esculpida a lo largo de los siglos por un r¨ªo fangoso que recorre 2.500 kil¨®metros antes de desembocar en el Pac¨ªfico.

El siguiente paso, siempre hacia el sur, viene marcado por la frontera con M¨¦xico, una l¨ªnea de alambradas y desierto que pugnan por cruzar los espaldas mojadas, en su anhelo por incorporarse al rico norte, o los narcotraficantes, en su af¨¢n por conseguir dinero f¨¢cil. Localidades como El Paso o Ciudad Ju¨¢rez, a ambos lados de la frontera, se han convertido en emblem¨¢ticas de esta divisi¨®n.

Una vez en territorio mexicano se impone otro idioma, otra mentalidad y otra banda sonora, marcada por los ritmos del acorde¨®n del tex mex, los narcocorridos de Los Tigres del Norte -"reales como la vida misma"- o las canciones tradicionales que desgranan los mariachis con sus guitarrones. Tambi¨¦n hay un cambio de bebida, ya que el whisky cede el paso al tequila. El M¨¦xico del norte sigue siendo un paisaje ¨¢rido e incluso des¨¦rtico, con indios de mirada baja y sombrero de ala ancha, con la sierra Madre a un lado y las altas monta?as del centro del pa¨ªs enfrente. Es all¨ª donde, tras cruzar el tr¨®pico de C¨¢ncer, el viajero puede hacer un alto en ciudades con encanto, como Guanajuato o Zacatecas, o detenerse en el exceso de M¨¦xico DF, una ciudad de m¨¢s de 20 millones de personas que se levanta a 2.240 metros de altura. La plaza del Z¨®calo o el largu¨ªsimo paseo de la Reforma simbolizan perfectamente la exageraci¨®n de una ciudad cosmopolita capaz de ofrecer lo mejor y lo peor de M¨¦xico.

Octavio Paz escribi¨® que M¨¦xico es un pa¨ªs en el que "conviven no s¨®lo distintas razas y lenguas, sino varios niveles hist¨®ricos". En este sentido, ser¨ªa un error no desviarse hacia Teotihuacan para contemplar la grandeza de las pir¨¢mides aztecas; pero el viaje debe continuar, siempre en direcci¨®n sur, hacia Puebla, una preciosa ciudad colonial que se alza en un valle entre volcanes, y hacia Oaxaca, una tranquila poblaci¨®n con encanto, con casas pintadas de colores vivos, convertida en meca de artistas e intelectuales. No demasiado lejos queda la tentaci¨®n de las playas del Pac¨ªfico, pero el destino tiene que ser Chiapas, el Estado del que surgi¨® la rebeli¨®n de los indios y del subcomandante Marcos, y en el que se encuentra el bello pueblo de San Crist¨®bal de las Casas.

Y de nuevo, la frontera, esta vez con Guatemala. La ruta de la Panamericana, siempre llena de camiones de transporte -que en M¨¦xico reciben el curioso nombre de materialistas-, contin¨²a hacia la capital, Ciudad de Guatemala; pero vale la pena desviarse hacia las ruinas de Tikal, que proclaman el enigm¨¢tico esplendor maya en medio de la selva; la bella ciudad de Antigua, superviviente de un terremoto; los pueblos apacibles del lago de Atitl¨¢n, o el m¨¢gico mercado de Chichicastenango.

Los siguientes pa¨ªses del recorrido son El Salvador y Honduras, en los que la Panamericana se muestra breve, sin caer en el exceso. Es a la entrada en Nicaragua donde el perfil monta?oso del norte y los montes llenos de plantas de caf¨¦ y de tabaco, escoltados por una cadena de volcanes, permiten intuir un para¨ªso apagado por los ecos de una guerra no muy lejana y por desastres naturales que han golpeado el pa¨ªs en forma de terremotos y huracanes. La capital, Managua, es una ciudad desfigurada por un violento terremoto, pero vale la pena viajar a Granada, en la orilla del lago Nicaragua, para contemplar unos bellos edificios que conectan directamente con el esp¨ªritu del periodo colonial. Playas como la de San Juan del Sur o, ya en el Caribe, las de Bluefields o Corn Island son toda una tentaci¨®n para hacer un alto en este largo viaje.

La frontera entre Nicaragua y Costa Rica es a menudo, como sucede en otros pa¨ªses, una zona ca¨®tica con largas colas de camiones, tr¨¢mites lentos y gente que cruza a pie cargada de todo tipo de mercanc¨ªas. Toda frontera implica en el fondo un negocio, y tanto los nicas como los ticos no son ajenos a esta eventualidad. Costa Rica ofrece, de nuevo, un paisaje tropical, con cafetales y tabaqueras en los montes y pl¨¢tanos, pi?a y ca?a de az¨²car en el llano. Los volcanes como el Arenal o el Iraz¨² llaman la atenci¨®n por su belleza, y sucede lo mismo con los bosques h¨²medos o con las playas de Manuel Antonio, Tortuguero o Puerto Lim¨®n, que convierten el pa¨ªs en una especie de para¨ªso natural.

El viaje hacia el sur, sin embargo, pasa por la capital, San Jos¨¦, y por Cartago, hasta llegar a la frontera con Panam¨¢, un pa¨ªs c¨¢lido y h¨²medo marcado por su famoso canal, abierto en 1914. Aqu¨ª se hace m¨¢s evidente la presencia de los indios, como los kunas, y de unas islas que invitan a que la gente se pierda en ellas por tiempo indefinido. El viaje, sin embargo, debe continuar, aunque en Panam¨¢ surge el Tap¨®n de Dair¨¦n, que hace imposible proseguir por carretera.

El viajero debe embarcar, pues, hasta Colombia o Venezuela, pero antes tiene que elegir entre la rama de la Panamericana que baja hacia Chile por Colombia, Ecuador y Per¨², siguiendo la costa del Pac¨ªfico, o la que lo hace por el centro del continente, al otro lado de los Andes.

En su largo viaje, el fot¨®grafo Peter Gebhard opt¨® por embarcar hasta Caracas y, una vez all¨ª, adentrarse en la zona monta?osa del sur del pa¨ªs, hacia las maravillas de Canaima y Roraima, donde est¨¢n los incre¨ªbles tepuys, unas imponentes formaciones rocosas con la cima plana y las paredes como cortadas a pico que surgen con autoridad en medio de la selva tropical y de la sabana. Es all¨ª donde Arthur Conan Doyle situ¨® su "mundo perdido" y es all¨ª donde se puede contemplar el Salto del ?ngel, la catarata m¨¢s alta del mundo (979 metros).

En el m¨¢s alto de los tepuys, de 2.800 metros, se encuentra el hito fronterizo llamado Punto Triple, donde convergen las fronteras de Venezuela, Brasil y Guyana; el viaje por la Panamericana debe continuar, a trav¨¦s de pistas abiertas en la selva, hasta la frontera con Brasil, m¨¢s all¨¢ de la l¨ªnea imaginaria del ecuador. Es ¨¦ste un mundo c¨¢lido, h¨²medo y a veces inh¨®spito, con enfermedades como la malaria y el dengue al acecho; pero la llegada a Manaus permite asistir al gran espect¨¢culo de la Amazonia. Es aqu¨ª donde el caudaloso r¨ªo Negro desemboca en el inmenso Amazonas, y es aqu¨ª tambi¨¦n donde el gran r¨ªo sorprende con un laberinto de brazos de agua que parecen anegarlo todo, en medio de una llanura y de una selva que no parecen tener fin. Y aqu¨ª es donde estall¨® hace un centenar de a?os la revoluci¨®n del caucho, un negocio floreciente y ef¨ªmero que permiti¨® enriquecerse a unos cuantos terratenientes y que supuso que se levantaran joyas tan incre¨ªbles como el edificio de la ?pera, un espejismo cultural y arquitect¨®nico en medio de la selva.

La Panamericana prosigue, a trav¨¦s de la cuenca amaz¨®nica, hacia el sur, hacia Porto Velho, aunque en esta regi¨®n las pistas de tierra se ven derrotadas claramente por la gran autopista que de hecho es el r¨ªo, donde el barco pasa a ser el transporte m¨¢s com¨²n. Una vez en Per¨², sin embargo, todo cambia, sobre todo cuando la selva cede el paso a la contundencia de la sierra, una zona de altura, con escasos ¨¢rboles, en la que los incas levantaron su imperio y en la que todav¨ªa dominan esos rostros hier¨¢ticos y callados de sus descendientes, que parecen resumir una resignaci¨®n de siglos.

Estamos ya en los Andes, en el territorio del c¨®ndor, de la llama y de la chicha; en el Altiplano, donde todo parece reseco, sin vida, hasta que surge el milagro de agua del lago Titicaca, situado a 3.812 metros de altura. Los indios punos construyen en ¨¦l unas islas de juncos que parecen nacidas de la nada, mientras que al otro lado de la frontera, ya en territorio boliviano, la poblaci¨®n de Copacabana, situada junto al lago, se ofrece como un lugar de reposo ideal y como un buen puerto de partida para visitar las islas del Sol y de la Luna, dignificadas por la presencia de los restos de construcciones incas y por las leyendas de tesoros perdidos.

La monoton¨ªa desolada del Altiplano se impone de nuevo al abandonar el Titicaca en direcci¨®n a La Paz, una ciudad recluida en el interior de una gran olla natural, con el barrio de El Alto como vigil¨¢ndola y con las siluetas de los Andes nevados como tel¨®n de fondo. La carretera que va de La Paz a Coroico, por cierto, est¨¢ considerada oficialmente la m¨¢s peligrosa del mundo. No es que sea un galard¨®n muy honroso, aunque hay que admitir que la vista del gran abismo sobre el que avanza, casi cortado a pico en un flanco de la monta?a, permite intuir que es m¨¢s que merecido. Las cifras tambi¨¦n la avalan, ya que cada a?o se desploman hacia el vac¨ªo un promedio de 26 veh¨ªculos, algunos de ellos camiones o autobuses cargados de pasajeros hasta los topes.

Bolivia es un pa¨ªs complicado para trazar una carretera, ya que las monta?as dominan la parte central del mismo. El valle de Cochabamba se ofrece, sin embargo, como un oasis de eterna primavera, y la ciudad de Sucre se muestra como una agradable joya colonial. En la subida hacia Potos¨ª, sin embargo, vuelve el v¨¦rtigo de la alta monta?a, ya que esa ciudad, que se justifica por sus minas de plata, est¨¢ situada nada menos que a 4.090 metros de altura. Vale la pena, sin embargo, continuar el viaje, ya que en la siguiente parada, Uyuni, se extiende una de las grandes maravillas de Am¨¦rica: el Salar de Uyuni. All¨ª el fr¨ªo se intensifica, pero la vista disfruta ante una inmensa llanura recubierta de sal, de m¨¢s de 12 kil¨®metros cuadrados, por la que se puede circular en coche y admirar los continuos reflejos y espejismos que ofrece esta gran nada de color blanco. Hay un hotel construido con bloques de sal en el centro y, un poco m¨¢s all¨¢, una isla maravillosa, Inca Huasi, llena de cactus enhiestos y rodeada de blanco por todas partes. Se cuenta que fue un lugar sagrado de los incas, y la verdad es que no cuesta nada creerlo.

En el largo viaje hacia el sur vale la pena cruzar por los Andes hasta el desierto de Atacama, ya en territorio de Chile. Es un largo trayecto que se prolonga durante tres d¨ªas y cruza por pistas situadas a m¨¢s de 4.000 metros de altura, pero es muy recomendable, ya que aqu¨ª se siente el viajero en el coraz¨®n de los Andes, en medio de una magn¨ªfica soledad que parece de otro mundo.

Al otro lado, tras un r¨¢pido descenso, vuelve de nuevo el llano, ya cerca del mar. All¨ª se levanta San Pedro de Atacama, una poblaci¨®n de indudable encanto rodeada del desierto del mismo nombre.

La siguiente etapa para el viajero es Antofagasta, desde donde se puede contemplar el oc¨¦ano Pac¨ªfico. Un poco m¨¢s al sur se cruza el tr¨®pico de Capricornio y se avanza por un paisaje casi sin atributos, por un pa¨ªs limitado a la estrecha franja que se extiende entre los Andes y el Pac¨ªfico. Santiago y Valpara¨ªso son los siguientes objetivos; se trata de dos ciudades complementarias, muy distintas entre s¨ª. Santiago es la capital, con su barrio colonial y sus rascacielos de negocios, pero en Valpara¨ªso puede disfrutarse del sosiego del mar y visitar Isla Negra, donde el poeta Pablo Neruda se retiraba a escribir.

El paisaje reverdece por momentos en el camino hacia el sur, hasta que a la altura de Puerto Montt se coge el ferry para viajar hasta la isla grande de Chilo¨¦: un lugar maravilloso, con sus pueblos agazapados, sus casas e iglesias de madera, y su paisaje suavizado por la influencia del mar. Siempre hacia el sur, por el Camino Austral, se llega a Puerto Natales, que cuenta no muy lejos con la cueva del Milod¨®n (donde casi se escucha el eco de los pasos del gran viajero Bruce Chatwin), y a esa maravilla natural que es el parque nacional Torres del Paine, con sus picos afilados, sus guanacos en libertad y sus glaciares con lagos que se ofrecen como espejo. Al otro lado de la frontera, ya en territorio argentino, se encuentran otras maravillas, como la del glaciar Perito Moreno y la del pico Fitzroy, que destacan en la m¨¢gica soledad de la Patagonia.

Punta Arenas, situada en el estrecho de Magallanes, es la ciudad m¨¢s al sur de Chile, aunque en Argentina la supera Ushuaia, poblaci¨®n de nombre po¨¦tico que se levanta en la isla de la Tierra del Fuego, un lugar remoto y encantador donde muere -o donde nace, seg¨²n como se mire- la carretera Panamericana. Es all¨ª, junto al canal del Beagle y a escasa distancia de la Ant¨¢rtida, donde sus habitantes proclaman con orgullo que Ushuaia es a la vez "el fin del mundo y el principio de todo".

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