Una mano nos llama
Ma?ana har¨¢ 27 a?os que muri¨® el poeta Blas de Otero y volver¨¦ a recordar hoy a quien ped¨ªa la paz y la palabra antes que a quienes de un modo u otro imponen el exabrupto y secuestran la concordia. Cada 11 de marzo, pr¨®ximo el aniversario de su muerte, recuerdo este verso de Blas: "Esto es ser hombre: horror a manos llenas". Pero he de recordar despu¨¦s inevitablemente palabras menos justas y malintencionadas, como las de un nacionalista vasco, por fortuna pasado a la reserva, que vino a decir en otro tiempo reciente con verbo atronador que para Madrid era la gloria, y para Euskadi, las bombas, m¨¢s o menos. Respond¨ªa as¨ª aquel l¨ªder pol¨ªtico a la negativa de que el Guernika de Picasso viajara desde Madrid a la ciudad masacrada que lo inspir¨® y le dio nombre. Y menos mal que en estos tiempos de funestas comparaciones, con un esencialismo patrio que separa m¨¢s que acerca, aquella voz de predicador caduco no ha resucitado entre nosotros. No era necesario, sin embargo, que se produjera m¨¢s tarde la tragedia del 11 de marzo de 2004 en Atocha para replicarle cu¨¢ntas bombas han ca¨ªdo sobre Madrid y de qu¨¦ modo su pueblo las ha sufrido. Pero seguramente en aquellos d¨ªas m¨¢s de un pol¨ªtico contestara por su cuenta o por la de su partido al victimismo del vasco con los argumentos victimistas que Madrid no suele hacer suyos.
El victimismo, como se sabe, es la "tendencia a considerarse v¨ªctima o hacerse pasar por tal", y en su ejercicio han encontrado los nacionalismos varios de este pa¨ªs, incluido el casposo nacionalismo centralista, unas veces razonables motivos hist¨®ricos que arg¨¹ir, y otras, materiales demag¨®gicos tan irracionales como inexactos, sobre todo por lo que tiene que ver con la ciudad de Madrid y sus gentes. Tampoco creo que Catalu?a, Euskadi o Extremadura, por poner estos ejemplos, sean comunidades m¨¢s dadas al victimismo que otras, y creo que con frecuencia han sido v¨ªctimas reales de quienes las han victimizado en funci¨®n de sus propios intereses. Pero no cabe duda de que si quienes desarrollan una pedagog¨ªa pol¨ªtica, m¨¢s acertada o menos, consiguen crear un cierto clima social victimista, la sociedad que lo sufre resulta a la postre da?ada por ese victimismo. Para nuestra suerte, no es el caso de Madrid. Y si alguna vez el espa?olismo arrebatado de alguno de sus representantes ha ca¨ªdo en la tentaci¨®n de hacerse con la voz de un Madrid v¨ªctima, la normalidad de su sociedad moderna y cosmopolita ha hecho notar el divorcio de su pac¨ªfica realidad con la ret¨®rica de esos sacerdotes de las patrias que gustan de manipular los sentimientos de dolor para abrigar en ellos los resentimientos. Y cuando los pueblos corren distinta suerte a la que Madrid ha tenido, y meten en el saco de sus identidades las liturgias sombr¨ªas a las que los inducen sus manipuladores, puede llegar a hacerse de una tragedia un emblema, cuando no un motivo de provecho y hasta una triste o mezquina banalidad de marketing, m¨¢s o menos s¨®rdido. De nuevo, para nuestra fortuna, no es el caso de Madrid.
De modo que el Madrid que reaccion¨® en las primeras horas del drama de marzo de 2004 con ordenada conciencia c¨ªvica y solidaria es el mismo Madrid que, a diferencia de alguna de sus autoridades, ha sabido enterrar a sus muertos con templanza, vivir su luto con pudor y recordar a las v¨ªctimas con sosiego. Y si no era verdad que los inocentes de los trenes de la muerte fueran masacrados por ser espa?oles, como dijo con prontitud el entonces presidente del Gobierno, m¨¢s que con intenci¨®n de se?alar los inse?alables motivos de la barbaridad con voluntad de que los criminales fueran los que quiz¨¢ hubiera querido ¨¦l que fueran, menos verdad es que por madrile?os fueran asesinados. Podr¨ªa Madrid pensar en todo caso que por ser capital de Espa?a es la primera v¨ªctima, no ya de una barbarie injustificable, sino de muchas otras torpezas que los gobernantes de Espa?a cometan en su nombre. Y tampoco. Por eso, en la resaca de la conmemoraci¨®n del 11-M, rescato para Madrid unos versos que escribi¨® Juan Larrea sin pensar entonces en la mano del crimen: "En todas las ciudades, / a la misma hora, / alguien nos espera, / y de todos los trenes, / una mano nos llama".
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