De las ambulancias como met¨¢fora
A Esperanza
Necesit¨¦ un rato para darme cuenta de que pod¨ªa pasear tranquilamente. Llevaba unos diez minutos en la calle, a paso vivo, y los hab¨ªa ocupado en su totalidad en pasar revista a las tareas reci¨¦n finalizadas o a las que me aguardaban, pendientes de llevar a cabo en los pr¨®ximos d¨ªas. No le hab¨ªa dedicado ni un solo segundo a lo ¨²nico que, efectivamente, estaba haciendo en aquellos momentos: caminar por la ciudad. Por suerte, una imagen capt¨® mi atenci¨®n. Una imagen insignificante, sin mayor trascendencia, pero que tuvo la virtud de arrancarme de mi absorta y aplicada actitud. Una chiquilla de edad dif¨ªcil de precisar -tal vez en la inminencia de la adolescencia-, paseaba del brazo de su abuela. Ambas portaban un semblante serio, aunque la expresi¨®n de la ni?a denotaba -cosa que me sorprendi¨®- mayor preocupaci¨®n. Ten¨ªa, efectivamente, mal aspecto y pens¨¦ que deb¨ªan de venir del m¨¦dico. Supongo que lo pens¨¦ por asociaci¨®n de ideas, porque me acord¨¦ de m¨ª mismo y de mi extra?a sensaci¨®n, a medio camino entre el descubrimiento y la transgresi¨®n, el d¨ªa en que, siendo ni?o y por la misma raz¨®n (tener que ir al m¨¦dico), me di cuenta de que, por vez primera en toda mi vida, estaba en la calle en horario escolar y pod¨ªa contemplar, a plena luz del d¨ªa, en qu¨¦ se ocupaban los adultos durante las horas que yo permanec¨ªa encerrado en el colegio.
Pero a lo que iba. La evocaci¨®n, vagamente proustiana, de mi infancia tuvo la virtud de devolverme al mundo real, a ¨¦se que transcurre ah¨ª afuera, ajeno a las preocupaciones particulares de cada cual. Mir¨¦ a mi alrededor y lo que entonces pude ver no me result¨® extra?o: un paisaje de gentes apresuradas -como yo mismo apenas un momento antes-, en su mayor parte hablando a trav¨¦s de un tel¨¦fono m¨®vil. La contemplaci¨®n de tanto frenes¨ª comunicativo me dio que pensar. Resulta chocante, ciertamente, comprobar el enorme volumen de recursos verbales que se desperdician en informar a otros de episodios que muy probablemente a ¨¦stos les traen sin cuidado. Pero m¨¢s chocante (y preocupante) deber¨ªa resultar el efecto de ensimismamiento, de enrocamiento en el propio yo, que tan exagerada disponibilidad para la comunicaci¨®n provoca. En perjuicio, dig¨¢moslo ya, de la atenci¨®n al mundo exterior, a los est¨ªmulos que ¨¦ste sin cesar nos manda, a las incitaciones que nos plantea y, tal vez, sobre todo, a los requerimientos que nos hace. Cap¨ªtulo este ¨²ltimo en el que deber¨ªa ocupar un lugar preeminente la atenci¨®n hacia lo que les pasa a los dem¨¢s, especialmente si eso que les pasa afecta a su bienestar. A m¨ª consigui¨® arrancarme por un instante de mi autismo el semblante preocupado de aquella chiquilla, pero lo normal es que se necesite un gran estruendo para sacarnos del encierro en nuestra individualidad.
De ah¨ª el t¨ªtulo del presente art¨ªculo. Las ambulancias constituyen una met¨¢fora, bastante precisa, del tipo de presencia que tiene el dolor en nuestra sociedad o, para ser m¨¢s exactos, en nuestras grandes ciudades. Pasan veloces, con sus sirenas ululando, como un fugaz recordatorio de los padecimientos ajenos. Por unos instantes, la evidencia resulta casi insoslayable: dif¨ªcilmente podemos dejar de preguntarnos, cuando nos vemos obligados a detenernos en el paso de peatones -a pesar de tener el sem¨¢foro en verde- o a echar a un lado nuestro veh¨ªculo, qui¨¦n ir¨¢ ah¨ª dentro, qu¨¦ pensar¨¢ esa persona o la que la acompa?a y que en estos mismos momentos, tomando su mano, intenta tranquilizarle, asegur¨¢ndole, mientras acaricia su frente, que ya falta poco para llegar, que ya ver¨¢s como todo se arregla, que se te pasar¨¢ enseguida, que aqu¨ª vas a estar bien atendido... Pero dura poco nuestra atenci¨®n hacia esos personajes sin rostro. De inmediato, el coche de detr¨¢s nos apremia para que aprovechemos a seguir, antes de que cambie a rojo, o el decidido paso adelante de los otros peatones que est¨¢n a nuestro lado se encarga de recordarnos que ten¨ªamos alguna cosa importante que hacer, y que conviene que nos apuremos.
No pretendo plantear la en¨¦sima denuncia por la insensibilidad de nuestra sociedad (tan deshumanizada y materialista ella), uni¨¦ndome al nutrido coro de los que se lamentan por el hecho de que no tengamos suficientemente presente el padecimiento ajeno. Ser¨ªa incluso contradictorio sostener semejante cosa cuando, con total seguridad, este mismo peri¨®dico que el lector tiene ahora en sus manos dedica bastantes de sus p¨¢ginas a informar puntualmente de una gran variedad de dolores y sufrimientos. Pero parece claro que son los aqu¨ª referidos dolores y sufrimientos que han devenido abstractos. Que han terminado, incluso, por convertirse en mera munici¨®n para los combates dial¨¦cticos entre posiciones pol¨ªticas o filos¨®ficas (en los que no ya s¨®lo las muertes, sino en general los padecimientos de los nuestros son utilizados, con un cierto punto de obscenidad, para cargarnos de raz¨®n). Frente a tanta grandilocuencia, el sufrimiento concreto, real, de esa persona enferma, atemorizada ante su inmediato futuro y preocupada por lo que va a ser de los suyos si todo va mal, apenas nos perturba unos segundos.
Alguna lecci¨®n valdr¨ªa la pena extraer de todo esto. Porque es la tabla de valores con la que funcionamos, la trama de prioridades en la sombra (?incluso para nosotros mismos?) sobre la que descansa el grano menudo de nuestras decisiones cotidianas lo que parece necesario poner en cuesti¨®n. Un ¨²ltimo ejemplo para intentar dejar algo m¨¢s claro lo que he pretendido decir. En las residencias para la tercera edad los residentes m¨¢s envidiados no son los que gozan de mejor posici¨®n econ¨®mica. Tampoco los m¨¢s agraciados f¨ªsicamente o los de mayor encanto personal. Ni siquiera los que disfrutan de un mejor estado de salud, aunque eso cuenta mucho, desde luego. Los m¨¢s envidiados por sus compa?eros de residencia son aqu¨¦llos a los que alguien les viene a ver con alguna frecuencia, siendo tanto m¨¢s envidiados cuantas m¨¢s visitas reciban. Cuando la vida va tocando a su fin, aquellos valores en apariencia tan s¨®lidamente establecidos y un¨¢nimemente compartidos que parec¨ªan sostenerla -el dinero, la posici¨®n social, el trabajo gratificante...- se van volatilizando y s¨®lo queda, como fr¨¢gil esqueleto que a duras penas mantiene a muchos en pie, la esperanza de que alguien aparezca por esa puerta, les mire a los ojos, les sonr¨ªa y les diga, simplemente: "Me alegro de verte". Pensamos poco en lo que m¨¢s importa, creo yo.
Manuel Cruz es catedr¨¢tico de filosof¨ªa en la Universidad de Barcelona e investigador en el Instituto de Filosof¨ªa del CSIC.
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