Elogio de la lectura
Como la experiencia muestra, la debilidad de nuestra memoria olvida f¨¢cilmente no s¨®lo los actos ocurridos hace mucho tiempo, sino tambi¨¦n los recientes de nuestros d¨ªas. Es, pues, muy conveniente y ¨²til poner por escrito las haza?as e historias antiguas de los hombres fuertes y virtuosos para que sean claros espejos, ejemplos y doctrina para nuestra vida, seg¨²n afirma el gran orador Tulio".
As¨ª comienza la novela que, entre los pocos libros perdonados de la biblioteca de Don Quijote, el cura rescata por ser "un tesoro de contento y una mina de pasatiempos": el Tirant lo Blanc de Joanot Martorell y Mart¨ª Joan de Galba. "Llevadle a casa y leedle", le dice a su compadre el barbero, "y ver¨¦is que es verdad cuanto d¨¦l os he dicho".
Si debemos justificarnos inventamos razones est¨¦ticas, culturales, filos¨®ficas o morales. Pero la verdad es que nuestros juicios son casi todos refutables fuera del campo hedonista
La memoria de los libros es la nuestra, seamos quienes seamos y estemos donde estemos
Intimidad solitaria y compartida. La lectura nos ofrece tambi¨¦n el placer de la inteligencia
El Tirant justifica su propia existencia como un remedio a nuestra flaca memoria, como dep¨®sito de nuestra experiencia pasada, como espejo de valores antiguos y de ense?anza meritoria. Eso quiso su autor, pero sus lectores, menos ambiciosos, como aquel cura de La Mancha, no se preocuparon por tales noblezas y lo recomendaron por razones m¨¢s sutiles y menos graves: por dar contento, proveer pasatiempo, provocar deleite. El censorio cura y el ensa?ado barbero condenaron a las llamas aquellos libros de Don Quijote que, a sus ojos, pecaban de revueltos, disparatados, arrogantes, duros, secos -es decir, libros que no les gustaban-. Porque en el momento de la verdad, frente a la salvaci¨®n o a la hoguera, para un verdadero lector lo que importa es el placer.
Pero ?qu¨¦ es este placer? ?En qu¨¦ consiste ese extra?o sentimiento de intimidad compartida, de sabidur¨ªa regalada, de maestr¨ªa del mundo a trav¨¦s de un mero juego de palabras, de entendimiento adquirido como por acto de magia, de manera profunda e intraducible? ?Por qu¨¦ nos lleva a rechazar ciertos libros sin misericordia y a coronar a otros como cl¨¢sicos de nuestra devoci¨®n si algo en ellos nos conmueve, nos ilumina, pero por sobre todo nos deleita?
Como lectores, nuestro poder es aterrador e inapelable. No nos enternecen ni las s¨²plicas de los cr¨ªticos ni las l¨¢grimas de los lectores que nos han precedido. Implacables, a trav¨¦s de los siglos, juzgamos y volvemos a juzgar a los libros que ya se cre¨ªan a salvo. Por puras razones de gusto, en el para¨ªso de la lectura, Cervantes ocupa el lugar que Martorell y Galba han perdido a pesar del juicio del mismo Cervantes. ?Nuestros abuelos adoraban a Anatole France y a Mazo de la Roche? A nosotros no nos gustan: al infierno con ellos. ?Melville fue despreciado y Kafka vend¨ªa apenas unos pocos ejemplares? Hoy Melville est¨¢ sentado a la diestra de Dante y una primera edici¨®n de La metamorfosis de Kafka vale unos seis mil euros. Si debemos justificarnos, inventamos razones est¨¦ticas, culturales, filol¨®gicas, hist¨®ricas, filos¨®ficas, morales. Pero la verdad es que, a fin de cuentas, nuestros juicios son casi todos refutables fuera del campo hedonista.
El lema de todo verdadero lec
tor es De gustibus non est disputandum. "De gustos no se discute", o, como se dice en castellano, "sobre gustos no hay nada escrito". El proverbio latino dice la verdad; la traducci¨®n castellana miente. Nuestro placer no admite argumentos; admite en cambio una infinidad de escritos, los exige. Al fin y al cabo ?qu¨¦ son las bibliotecas sino archivos de nuestros gustos, museos de nuestros caprichos, cat¨¢logos de nuestros placeres?
El placer de la lectura, que es fundamento de toda nuestra historia literaria, se muestra variado y m¨²ltiple. Quienes descubrimos que somos lectores, descubrimos que lo somos cada uno de manera individual y distinta. No hay una un¨¢nime historia de lectura sino tantas historias como lectores. Compartimos ciertos rasgos, ciertas costumbres y formalidades, pero la lectura es un acto singular. No so?amos todos de la misma manera, no hacemos el amor de la misma manera, tampoco leemos de la misma manera.
Para ciertos lectores, el placer de la lectura es uno de intimidad. Ese espacio amoroso que un lector crea con su libro no admite otra presencia. El ni?o que lee bajo la manta a la luz de una linterna cuando se le ha ordenado dormir, el adolescente acurrucado en el sill¨®n para quien el ¨²nico tiempo que transcurre es el del cuento que est¨¢ leyendo, el adulto aislado de sus cong¨¦neres en un atiborrado vag¨®n de tren o en un bullicioso caf¨¦, encuentra su placer en un mundo creado s¨®lo para ¨¦l. Proust volv¨ªa al comedor una vez que la familia hab¨ªa salido a pasear para hundirse en el libro que estaba leyendo, rodeado solamente de los platos pintados colgados en la pared, del almanaque, del reloj, todos objetos, nos dice, "muy respetuosos de la lectura" que "hablan sin esperar respuesta y cuya jerga, a diferencia de la de los humanos, no trata de reemplazar el sentido de las palabras le¨ªdas con un sentido diferente". Dos horas de placer hasta la entrada de la cocinera que, con s¨®lo decir "as¨ª no puede estar c¨®modo. ?Y si le traigo una mesita?", lo obligaba a detenerse, a buscar su voz desde muy lejos, a sacar las palabras de su escondite detr¨¢s de los labios y a responder, "no, gracias", con lo cual el encanto quedaba roto. El placer de la lectura no admite terceros.
Pero hay lectores para quienes la experiencia compartida prolonga y profundiza el placer de la intimidad. Acabo de leer un p¨¢rrafo que me encanta y, antes de cerrar el libro o pasar a otra p¨¢gina, quiero le¨¦rselo a otros, regalar a un amigo el nuevo placer descubierto, formar un peque?o ruedo de admiradores de ese texto. Dar un libro a otro lector es decirle: "?ste fue mi espejo; ojal¨¢ sea el tuyo". Es as¨ª como creamos asociaciones de lectores que tienen algo de sociedades secretas, y es gracias a ellas que ciertos autores no han desaparecido de nuestras bibliotecas can¨®nicas. He regalado innumerables ejemplares de Su mujer mona de John Collier, de la autobiograf¨ªa de Henry Green, de Contra la corriente de James Hanley, de Rosaura a las diez de Marco Denevi, para poder hablar de lo que me gusta, para que mi placer tenga un eco. En su diario, Herv¨¦ Guibert cuenta que compr¨® las Cartas a un joven poeta de Rilke para leer al mismo tiempo que su amigo el libro que ¨¦ste se hab¨ªa llevado de viaje.
Intimidad solitaria y comparti-
da. La lectura nos ofrece tambi¨¦n el placer de la inteligencia. ?Qu¨¦ otro arte nos permite pensar con Pascal, razonar con Montaigne, meditar con Unamuno, seguir los vericuetos de la mente de Vila-Matas o de Sebald? No se trata de dejarse convencer con argumentos ajenos, lo que se ha llamado "terrorismo intelectual". Se trata de ser invitados a un momento de reflexi¨®n, de convertirnos en testigos de la creaci¨®n de una idea, como ocurre en los di¨¢logos de Plat¨®n o en las novelas de Gombrowicz. Se trata de escuchar y pensar. El resultado puede o no ser compartido; poco importa, ya que el recorrido intelectual no prev¨¦ ni conclusi¨®n ni destino preciso. Cerramos ciertos libros y nos sentimos m¨¢s inteligentes, resultado que el autor no puede nunca prever. "El arte alcanza una meta que no es la suya" escribi¨® Benjamin Constant. Lo mismo puede decirse de la lectura.
El placer de la inteligencia significa al menos dos cosas: disfrutar del uso de la raz¨®n y disfrutar del reconocimiento del mundo. Es banal recordar que la lectura nos lleva a regiones insospechadas; menos banal es recordar que nos hace ciudadanos de tales regiones. Para un lector, todo libro es un museo del universo y, a veces, el universo mismo. Los lectores habitamos El Cairo de Naguib Mahfouz, las islas de Conrad, el Madrid de Gald¨®s, pero tambi¨¦n la luna de Wells y de Verne, los universos so?ados por Lovecraft y Ursula K. Le Guin, el Pa¨ªs de las Maravillas de Lewis Carroll. Hay un cuento (ya no s¨¦ qui¨¦n lo escribi¨®) en el que un hombre leyendo las aventuras de otro que se pierde en el desierto muere de hambre y de sed en su cama, rodeado de comida y de bebida. De forma algo m¨¢s moderada, todo lector conoce el placer de habitar el mundo creado por otros, de ser su explorador y su cart¨®grafo.
Un aut¨¦ntico explorador goza de lo que encuentra, sea bueno o sea malo; un lector tambi¨¦n. Que un libro nos parezca p¨¦simo, no significa que no nos pueda dar placer. Los grandes poetas nos deleitan; otros menos agraciados tambi¨¦n son capaces de hacerlo. El ingl¨¦s Charles Waterton, famoso conocedor de las selvas de Suram¨¦rica, se extasiaba ante los animales m¨¢s feos de la creaci¨®n, como por ejemplo el sapo de Bah¨ªa, repugnante criatura que el Dr. Waterton cog¨ªa tiernamente en su mano y acariciaba con cari?o, mientras hablaba emocionado de la profunda mirada y espl¨¦ndido brillo de los ojos del batracio. Igual hacen los lectores con cierta mala literatura. Parafraseando a Wilde, yo dir¨ªa que hay que tener un coraz¨®n de piedra para no morirse de risa ante ciertas p¨¢ginas de Azor¨ªn o de ?ngeles Mastreta. O ante este verso del poeta mexicano D¨ªaz Mir¨®n: "Tetas vastas como frutos del m¨¢s pr¨®digo papayo". Tales abominaciones tienen la marca de un genio.
Tom Stoppard escribi¨® que pa-
ra saber si un escritor es bueno o malo, hay que preguntarle a su madre. M¨¢s interesante, m¨¢s entretenido, m¨¢s placentero es descubrir si es un visionario. Quiero decir, si es capaz de revelarnos en su obra esos peque?os secretos que misteriosamente dan sentido al universo, dici¨¦ndonos lo que no sab¨ªamos que sab¨ªamos. Elijo una frase al azar, de la novela de Ana Mar¨ªa Moix Las virtudes peligrosas: "La experiencia, en contra de lo que la gente suele opinar, no es ninguna forma de sabidur¨ªa
... La experiencia, cr¨¦ame, amigo, no es m¨¢s que una forma de nostalgia".
Tales revelaciones resultan menos ins¨®litas que verdaderas. El lector sabe que, en tales casos, el placer no resulta de la sorpresa, que es obra del azar, sino de la confirmaci¨®n de algo que ya ha intuido vagamente. La orden de Diaghilev a Cocteau -?tonnez-moi! "?sorpr¨¦ndame!"- es el deseo de un empresario, no el de un aut¨¦ntico lector. El lector acepta las sorpresas del texto como un pre¨¢mbulo amoroso -descubrir que alguien toma caf¨¦ en lugar de t¨¦, que duerme del lado izquierdo de la cama, que tararea La violetera en la ducha- pero luego busca un conocimiento m¨¢s ¨ªntimo, m¨¢s profundo del texto, una familiaridad que se extiende y se renueva con cada relectura. "Cuando dise?o un jard¨ªn", dice un personaje de Thomas Love Peacock, "distingo lo pintoresco y lo hermoso, y agrego una tercera calidad que llamo lo inesperado". "?Ah s¨ª? Entonces d¨ªgame", responde su interlocutor, "?qu¨¦ nombre le da usted a esa calidad cuando alguien recorre el jard¨ªn por segunda vez?".
Tampoco debemos olvidar el placer de la memoria. Leer es recordar. No solamente esos "actos ocurridos hace mucho tiempo" sino tambi¨¦n "los actos recientes de nuestros d¨ªas". No solamente la experiencia ajena contada por el autor sino tambi¨¦n la nuestra, inconfesada. Y no solamente las p¨¢ginas del texto que vamos leyendo, memorizando las palabras a medida que adquirimos otras nuevas que olvidaremos en la p¨¢gina siguiente, sino tambi¨¦n los textos le¨ªdos hace tiempo, desde la infancia, componiendo as¨ª una antolog¨ªa salvaje que va creciendo en nuestro recuerdo como la obra fragmentaria de un monstruoso autor ¨²nico cuya voz es la de Andersen, la de San Agust¨ªn, la de Quevedo, la de Javier Cercas, la de Cort¨¢zar. Leer nos permite el placer de recordar lo que otros han recordado para nosotros, sus inimaginables lectores. La memoria de los libros es la nuestra, seamos quienes seamos y estemos donde estemos. En ese sentido, no conozco mayor ejemplo de la generosidad humana que una biblioteca.
Leer nos brinda el placer de una memoria com¨²n, una memoria que nos dice qui¨¦nes somos y con qui¨¦nes compartimos este mundo, memoria que atrapamos en delicadas redes de palabras. Leer (leer profunda, detenidamente) nos permite adquirir conciencia del mundo y de nosotros mismos. Leer nos devuelve al estado de la palabra y, por lo tanto, porque somos seres de palabra, a lo que somos esencialmente. Antes de la invenci¨®n del lenguaje, imagino (y s¨®lo puedo imaginarlo porque tengo palabras), imagino que percib¨ªamos el mundo como una multitud de sensaciones cuyas diferencias o l¨ªmites apenas intu¨ªamos, un mundo nebuloso y flotante cuyo recuerdo renace en el entresue?o o cuando ciertos reflejos mec¨¢nicos de nuestro cuerpo nos hacen sobresaltar y darnos vuelta. Gracias a las palabras, gracias al texto hecho de palabras, esas sensaciones se resuelven en conocimiento, en reconocimiento. Soy quien soy por una multitud de circunstancias, pero s¨®lo puedo reconocerme, ser consciente de m¨ª mismo, gracias a una p¨¢gina de Borges, de Jaime Gil de Biedma, de Virginia Woolf, de un sinn¨²mero de autores an¨®nimos. La lombriz de la conciencia (como la llam¨® Nicol¨¤ Chiaromonte en otra p¨¢gina que me define) denota la incisiva, constante, obsesiva b¨²squeda de nosotros mismos. La lectura a?ade a esta obsesi¨®n la consolaci¨®n del placer.
El placer ha sido denigrado en
nuestra ¨¦poca al entretenimiento superficial, a la distracci¨®n, a la facilidad, a la satisfacci¨®n ego¨ªsta. Confundimos informaci¨®n con conocimiento, terrorismo con pol¨ªtica, juego con habilidad manual, valor con dinero, respeto mutuo con tolerancia altiva, equilibrio social con comodidad personal. Creemos que estar contentos (o creer que estamos contentos) es ser felices. Quienes est¨¢n en el poder nos dicen que para sentir placer tenemos que olvidarnos del mundo, someternos a normas autoritarias, dejarnos subyugar por m¨ªseros para¨ªsos, deshumanizarnos. Pero el aut¨¦ntico placer, el que nos alimenta y nos anima, tiende a lo contrario: a tomar consciencia de que somos humanos, que existimos como peque?os signos de interrogaci¨®n en el vasto texto del mundo. Quienes tenemos la fortuna de ser lectores sabemos que es as¨ª, puesto que la lectura es una de las formas m¨¢s alegres, m¨¢s generosas, m¨¢s eficaces de ser conscientes.
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