Juan Pablo II
El certero y hoy ya casi olvidado hallazgo de Mac Luhan de que "El mensaje es el medio" se ha venido cumpliendo en un grado y hasta en unas formas que nadie, tal vez ni el propio autor, se habr¨ªa atrevido en su tiempo a imaginar. La generalidad y la extensi¨®n mundial del uso, sin comparaci¨®n posible con las de otro medio alguno, han hecho de la televisi¨®n el lugar m¨¢ximo del experimento y de las transformaciones. Parto, pues, de este medio, al que hemos visto en plena actividad y hemos podido observar c¨®mo ha venido -y casi no es hip¨¦rbole- "comi¨¦ndose el mundo"; el mundo, con su papa.
La transformaci¨®n principal del medio televisivo ha sido, por as¨ª decirlo, apropiarse de s¨ª mismo, ensimismarse, aunque parezca parad¨®jico, frente a toda exterioridad hacia la que pudiese estar abierto y orientado, porque por muchas y diversas cosas que se le conf¨ªen, o m¨¢s bien se le echen, su boca viene a ser como la tolva de una hormigonera, que ya est¨¢ girando a¨²n en vac¨ªo, y engulle sin dar muestra, sin detenerse un instante a diversificar los alimentos, pasando directamente a digerirlos y metabolizarlos. Como una ameba, el medio tiene ya fagocitado anticipadamente todo contenido, para encarnar ¨¦l mismo su propio mensaje.
Josep Mar¨ªa Terricabras, en El Peri¨®dico (de Catalunya) del 4-IV-05, dec¨ªa lo siguiente: "En estos d¨ªas, los medios de comunicaci¨®n de todo el mundo no se cansan de decir y repetir que nunca un Papa hab¨ªa tenido tanto eco medi¨¢tico. En realidad, son ellos los que se lo dan [...] Al fin y al cabo, son los medios de comunicaci¨®n los que han experimentado una expansi¨®n enorme, tanto tecnol¨®gica como econ¨®mica, desde 1978 hasta hoy". Los viajes, en tanto que "argumentos especiales", reclamaban un "seguimiento" m¨¢s continuo y aumentaban enormemente la "cobertura" de los medios, sobre todo de la televisi¨®n. Se emprend¨ªan y organizaban como campa?as de lanzamiento multitudinario de lo que hoy suele designarse como "mensaje de la Fe"; visitaba cada vez una naci¨®n, pero, con el inmenso poder amplificador y difusor del medio, el efecto no pod¨ªa ser sino el de que en cada pa¨ªs que visitaba estaba virtualmente visitando el mundo (mejor dicho: si "virtualmente" o "realmente" lo dejo a los sentimientos del lector). Sin el medio televisivo habr¨ªan podido ser 1.000, 5.000, 10.000 las personas que le hubiesen visto besar la tierra, no decenas o cientos de millones. Jam¨¢s ha habido, ciertamente, hombre p¨²blico en el mundo tan mostrado, tan multiplicado, tan publicitado, pero con una diferencia que importa mucho subrayar: la de que ello haya sido, de una manera totalmente predominante, en su aspecto de mera presencia visual.
Pero la cualidad y el poder de lo que hoy llamamos "medios" (cualidad de "mensaje" y poder sobre el "mensaje", por supuesto) estaban ya prefigurados, aunque no fuese m¨¢s que a escala urbana, en las grandes invenciones edilicias. No creo que haya ninguna comparable, a los efectos que aqu¨ª nos interesan, como la que, en el primer siglo de la Edad Moderna, a partir de los primeros sillares de Bramante hasta la elipse porticada de Bernini, se levant¨® en San Pedro Vaticano, aunque fue Miguel¨¢ngel el que con m¨¢s consciente deliberaci¨®n le carg¨® el adem¨¢n autoritario. Ning¨²n papa, ning¨²n santo, ha hecho tanto por mantener a flote la nave de la Iglesia -y a trav¨¦s de aquellos trances procelosos de la Reforma y la Contrarreforma- como aquella aplastante monta?a autoritaria, aut¨¦ntica "mole medi¨¢tica", en la medida en que la autoridad del "mensaje" la aportaba el "medio". Luego vendr¨ªan los estadios y las megafon¨ªas.
Pero a¨²n antes de San Pedro, ya en el siglo XIV -en el que no imaginamos grandes aglomeraciones como las de hoy en d¨ªa-, se reconoc¨ªa c¨®mo el efecto de contagio y de sinergia de las muchedumbres propiciaba la unanimidad y la sumisi¨®n ante el sonido de una ¨²nica voz: "Cuando los hombres son muchos ayuntados, ligeramente son de enga?ar". No trato aqu¨ª de insinuar, con respecto a Juan Pablo II, ninguna clase de "enga?o" en un sentido l¨®gico, ni cosa intencionada por su parte -aunque el abuso del medio acabase por infiltrar en sus decires alg¨²n sesgo torticero-; el fraude se perpetraba en el orden afectivo: sus apariciones, m¨¢s que sus palabras, fueron incoando y aceptando cada vez m¨¢s poder sugestivo para despertar en las masas, en la comunidad cristiana, un sentimiento de protecci¨®n que no era m¨¢s que un placebo, una nana, una canci¨®n de cuna. Afuera, mientras tanto,la tempestad no iba a amainar un punto; ni un ¨¢rbol, ni una rama, ni una hoja, dejar¨ªa de azotar el horizonte como un l¨¢tigo del viento.
Ejerci¨® un protagonismo exclusivo y omn¨ªmodo, concentrando sobre su figura -m¨¢s que sobre su persona- toda la participaci¨®n empat¨¦tica de los creyentes. Por eso fueron especialmente los viajes, en los que se le abr¨ªan de par en par las grandes explanadas, los estadios, las megafon¨ªas, lo que parec¨ªa preferir. De su corte, los fue apartando a todos con los brazos, a una y otra parte, como quien se abre sitio, hasta quedarse ¨¦l solo con la escena, con el espacio todo para s¨ª, al igual que un novillero enrabietado, que manda a toda la cuadrilla al callej¨®n (una cuadrilla que por cierto, en este caso, se compon¨ªa de cardenales y arzobispos). Tra¨ªa ya dotes de vanidad y de histrionismo, para dejarse arrebatar por la espectacularidad y la megafon¨ªa. De ah¨ª tal vez que a despecho de la incuestionable sinceridad de su af¨¢n por dinfundir la Fe, no quiso detenerse a ponderar la confianza que pudiera merecerle la desmesurada potencia de los "medios", y no se resisti¨® a la tentaci¨®n de reencarnarse en su representaci¨®n medi¨¢tica, para acabar transfigur¨¢ndose en su propia alegor¨ªa publicitaria.
Pero no todo fue deformaci¨®n funcional debida al medio; alguna vez tambi¨¦n reacomod¨® los contenidos seg¨²n la condici¨®n del auditorio. As¨ª fue en el estadio deportivo de la ciudad de Puebla -que pude ver por la pantalla "en vivo y en directo" y coment¨¦ en su d¨ªa-, ante un p¨²blico de obreros expresamente convocado por ¨¦l mismo. All¨ª levant¨® de pronto una gran voz y dijo: "El trabajo ?no es una maldisi¨®oon!", y aqu¨ª tras una breve pausa enf¨¢ticamente suspensiva, elev¨® todav¨ªa una octava m¨¢s el diapas¨®n: "?Es una b¨¦eendisi¨®oon!". Huelga decir que el clamor del auditorio, dada la predisposici¨®n incondicional de un pueblo tan cat¨®lico como el mejicano, fue atronador. Y, sin embargo, Juan Pablo II, pensando solamente en el halago -un parad¨®jico y aun fraudulento halago, tal como se ver¨¢-, hab¨ªa arrojado su renovaci¨®n de la maldici¨®n genes¨ªaca sin consideraci¨®n alguna hacia la condici¨®n del auditorio al que se dirig¨ªa: un auditorio para el que la idea de "trabajo" no se opone al "ocio", sino al "paro". Dejando aparte la tradici¨®n de los Estados cristianos por reprimir "la ociosidad" -con leyes nunca severas y s¨®lo raras veces ef¨ªmeramente eficaces-, la apolog¨ªa positiva del "tabajo" en s¨ª mismo y por s¨ª mismo surgi¨® con el capitalismo y su necesidad de mano de obra, y fue enseguida recogida sin rechistar por el marxismo; la exaltaci¨®n del trabajo -sin determinaci¨®n de contenido- como virtud moral se desarroll¨® como la m¨¢s perversa pedagog¨ªa para obreros. Y as¨ª Juan Pablo II se sumaba a la indecente ideolog¨ªa laboralista -y al fin productivista- del capitalismo y el marxismo, de tal suerte que mientras los obreros de Puebla lo aclamaban estruendosamente con su inocente gratitud hacia un papa que les hab¨ªa hecho el honor de recibirlos, los que con m¨¢s conocimiento y m¨¢s de coraz¨®n se lo deb¨ªan de estar agradeciendo, desde el silencio de sus grandes despachos, eran los empresarios mejicanos, que ve¨ªan c¨®mo el papa se tomaba el cuidado de mantenerles bien domesticado el ej¨¦rcito de reserva, ya fuese en situaci¨®n de empleo, ya fuese en la de paro.
En su visita a Santiago de Chile, en tiempos, tadav¨ªa, de Pinochet -seg¨²n cuenta Ariel Dorfman-, tambi¨¦n hizo una gran convocatoria para un auditorio espec¨ªfico; esta vez fueron los j¨®venes y adolescentes. En un momento de la alocuci¨®n, el papa, elevando el nivel de decibelios, les hizo tres preguntas. La primera: "?Renunciais a los demonios de la avaricia?", era perfectamente vana, porque ¨¦l ten¨ªa que saber sobradamente que aquellos j¨®venes y adolescentes estaban todav¨ªa tan alejados, por la edad, de la tentaci¨®n y aun de la mera posibilidad de enriquecerse, que la avaricia les era cosa totalmente ajena e indiferente. Algo m¨¢s clamoroso fue el s¨ª a la segunda pregunta: "?Renunciais a los demonios de la violencia?", porque con ser, respecto de ellos, casi igualmente ociosa y prescindible, ten¨ªa un sentido m¨¢s cercano y m¨¢s pregnante. Pero Juan Pablo II, anticipando esas dos preguntas tan gratuitas, sin inter¨¦s para ¨¦l ni para el auditorio, por la obligada y previsible obviedad de la respuesta, se hab¨ªa estado preparando mediante la secuencia de dos s¨ªes garantizados, una especie de pendiente o tobog¨¢n que hiciese precipitar, como un automatismo, el que realmente le importaba: "?Renunciais a los demonios del sexo?", pregunt¨®, pero he aqu¨ª que de pronto la escopeta le hizo chapi; sorprendentemente, los muchachos tuvieron la rapidez de reflejos suficiente para no dejarse coger desprevenidos por la innoble trampa que les hab¨ªa tendido el papa, y en lugar del tercer s¨ª, que ven¨ªa ya rondando cuesta abajo acelerado por la inercia de los dos primeros, contestaron, "sin la menor vacilaci¨®n" -dice Ariel Dorfman-, "?Nooo!". Esto fue en abril de 1987, en el Estadio Nacional de Santiago, donde hab¨ªa juntado un auditorio de cien mil muchachos.
En los ultimos a?os de su vida, las apariciones p¨²blicas de Juan Pablo II se fueron pareciendo cada vez a la pr¨¢ctica lit¨²rgica que conocemos como "exposici¨®n del Sant¨ªsimo": una forma consagrada se met¨ªa en un expositor, detr¨¢s de un cristalito, para que quedase a la vista de los fieles, en el altar mayor, en donde recib¨ªa su adoraci¨®n. El expositor, o sea "la custodia", era una mayor o menor aureola circular, elaborada con labores de fina orfebrer¨ªa y m¨¢s o menos valiosas gemas engastadas, que remataba en rayos de oro como imitando el sol, de tal modo que un ignorante del asunto no habr¨ªa sabido decir si lo que hac¨ªan los fieles que all¨ª permanec¨ªa arrobados, de rodillas, merec¨ªa llamarse "adoraci¨®n del Sant¨ªsimo" o contemplaci¨®n de la custodia. Las custodias, que son seguramente las piezas m¨¢s valisosas de la joyer¨ªa lit¨²rgica -algunas especialmente famosas por su lujo, su arte y su tama?o, como la de Toledo-, podr¨ªan tambi¨¦n incluirse entre los "medios", por su capacidad de subsumir el "mensaje" -en este caso, la hostia consagrada- y erigirse ellas mismas en el mensaje principal. Las apariciones de Juan Pablo II, tanto por su actitud como por la de los fieles, se fueron concentrando en el car¨¢cter de pura "exposici¨®n" (en el sentido especial arriba dicho); la presencia del emisor prevalec¨ªa sobre lo emitido, lo anulaba, lo hac¨ªa indiferente. La emisi¨®n consist¨ªa ya toda ella en la sola aparici¨®n del emisor: ¨¦l, su presencia visible -en la que era esencial su incofundible y excluyente vestidura blanca- se hizo objeto de culto.
Las muchedumbres cristianas -y algunas no cristianas- que acud¨ªan a Roma no iban ya en busca de Dios, de Jesucristo o de la Fe; iban tan s¨®lo a rendir culto a Juan Pablo II. Sin conexi¨®n alguna, por puro azar, su pontificado ha venido a coincidir con la importaci¨®n y mercantilizaci¨®n en Europa del ¨²ltimo subproducto del anti-intelectualismo populista norteamericano: esa especie de canon para la licuefacci¨®n cerebral met¨®dica llamado "inteligencia emocional". Ya digo que la coincidencia con el pontificado es sin duda totalmente fortuita, pero, aun as¨ª, podr¨ªa haber coadyuvado a la creciente labilidad y ductilidad emocional de las masas que se dejaban seducir y conmover, sin prevenci¨®n ni resistencia alguna, ante el obscenso exhibicionismo del pont¨ªfice, que, cay¨¦ndose a pedazos, segu¨ªa paseando coram populo, hasta los ¨²ltimos d¨ªas, su sufrimiento.
Acaso lo m¨¢s s¨®rdido y m¨¢s inmoral del cristianismo sea el culto y el cultivo del dolor por el dolor como valioso en s¨ª mismo y por s¨ª mismo, tan vinculado a la impura noci¨®n de "capital moral". El 2 de marzo de este a?o, en este mismo diario, apareci¨® el que hasta hoy ha sido tal vez el mejor chiste de El Roto (y pido excusas por la ausencia del dibujo, que tambi¨¦n importaba): Hab¨ªa uno que dec¨ªa: "Entonces, ?el sufrimiento tambi¨¦n es una inversi¨®n?"; y el otro contestaba: "?Pues claro!".
Rafael S¨¢nchez Ferlosio es escritor.
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