Un momento estelar
Uno de los libros que m¨¢s me han gustado en mi vida es Momentos estelares de la humanidad, de Stefan Zweig. Lo le¨ª de ni?o en la biblioteca de mi abuelo, que estaba llena de libros de Zweig, un autor muy le¨ªdo en la Espa?a de los cuarenta; ahora acaba de reeditarlo El Acantilado. No he vuelto a leerlo, y no s¨®lo por temor a que el libro actual no me parezca tan bueno como el que le¨ª, sino porque no me hace ninguna falta: recuerdo a Lenin viajando hacia San Petersburgo en abril de 1917, en un tren precintado que revolucionar¨¢ el siglo XX; recuerdo el asombro de Vasco N¨²?ez del Balboa al contemplar por vez primera las aguas sin m¨¢cula del Pac¨ªfico, la mano desesperada de H?ndel a punto de arrojar al fuego el manuscrito tembloroso que inspirar¨¢ El Mes¨ªas, la indecisi¨®n del mariscal Grouchy, que, en un solo minuto de cat¨¢strofe, terminar¨¢ para siempre con el imperio de Napole¨®n en el campo de Waterloo, el coraje inveros¨ªmil del capit¨¢n Scott, derrotado por el destino antes de alcanzar el Polo Sur? El libro de Zweig constituye un cat¨¢logo de miniaturas de grandes acontecimientos hist¨®ricos que a su modo cambiaron el mundo. Eso, de ni?o, impresiona mucho; de mayor se aprende que cualquier acontecimiento, por nimio que sea, cambia de hecho la historia, porque ¨¦sta no es sino una largu¨ªsima cadena que no sabe prescindir de ning¨²n eslab¨®n, de forma que incluso la an¨¦cdota en apariencia m¨¢s trivial o disparatada puede ser decisiva para el destino de un pa¨ªs. Por eso siempre he so?ado con escribir una humilde versi¨®n chiflada del libro de Zweig: un cat¨¢logo de ¨ªnfimos acontecimientos chiflados que en su momento no cambiaron nada de nada y que el tiempo o el capricho ti?en de un significado del que tal vez carecen.
Si alg¨²n d¨ªa escribo el libro, en ¨¦l deber¨¢ figurar la an¨¦cdota siguiente. M¨¢s que una an¨¦cdota es un enigma, un enigma que habr¨ªa que resolver con los ¨²tiles del historiador y, cuando ¨¦stos ya no alcancen, con los del novelista. La an¨¦cdota o enigma ocupa apenas una l¨ªnea de un art¨ªculo de Javier Pradera; es, sin duda, una an¨¦cdota hist¨®rica, aunque no la he le¨ªdo ni o¨ªdo en ninguna otra parte. El contexto en que tiene lugar es decisivo. Estamos a mediados de noviembre de 1976. Orientado por el Rey, ideado por Torcuato Fern¨¢ndez Miranda y dirigido por Adolfo Su¨¢rez, est¨¢ a punto de ocurrir un acontecimiento in¨¦dito: el tr¨¢nsito de una dictadura a una democracia sin que medie un quebrantamiento de la ley. Para ello es imprescindible la aprobaci¨®n en las Cortes franquistas de la llamada Ley para la Reforma Pol¨ªtica, un instrumento de ruptura encubierta que deber¨¢ permitir la apertura de un proceso constituyente que conduzca a un sistema democr¨¢tico; es decir: para ello hay que conseguir que las Cortes se autodisuelvan en un haraquiri colectivo. La empresa no parece f¨¢cil; las circunstancias no parecen propicias: hay una crisis econ¨®mica brutal, por todas partes se oye ruido de sables, la ultraderecha pide a gritos el poder para el Ej¨¦rcito, la oposici¨®n democr¨¢tica observa con l¨®gico recelo la operaci¨®n, convencida de que se trata de un subterfugio concebido para que el r¨¦gimen se suceda a s¨ª mismo. Capitaneados por Su¨¢rez, los j¨®venes franquistas que dirigen la reforma est¨¢n, sin embargo, resueltos, y arman una estrategia para enredar a los viejos franquistas y convencerlos de que voten en las Cortes su suicidio pol¨ªtico: encargan a Miguel Primo de Rivera, sobrino del fundador de la Falange, que defienda la ley, desayunan, toman el aperitivo, almuerzan, cenan y salen de copas con todo procurador tibio o renuente, el propio Su¨¢rez se reserva a los m¨¢s recalcitrantes. En fin: "Menos acostarnos con ellos, hicimos de todo", recuerda Rodolfo Mart¨ªn Villa. Y ahora llega el momento estelar, el enigma de la historia; escribe Pradera: "Un grupo de procuradores sindicales fueron enviados a un crucero por el Caribe rumbo a Panam¨¢".
Ah¨ª lo tienen. Y ahora, las preguntas: ?qui¨¦nes eran esos procuradores? ?Qui¨¦nes y cu¨¢ndo los enviaron al crucero? ?Estaban en el Caribe cuando las Cortes aprobaron su eutanasia? ?Fue ¨¦sa la ¨²nica forma de convencerlos de que renunciaran a su empleo y sueldo y a su carrera pol¨ªtica? ?Eran unos franquistas pr¨ªstinos a quienes no hubo otra forma de persuadir de que renunciaran a sus principios? ?Y qui¨¦n los acompa?¨®? ?Volvieron todos? ?Dejaron en alg¨²n momento del viaje de vestir bermudas y camisas floreadas? ?Llevaban un buen disc jockey en el barco? ?Y un buen barman? ?Y un grupo de go-go girls? ?Acaso de cheerleaders? ?Y qu¨¦ habr¨ªa ocurrido si los j¨®venes reformistas no hubieran conseguido embarcarlos en ese crucero? ?Se habr¨ªa aprobado la Ley para la Reforma Pol¨ªtica? ?Se habr¨ªan disuelto las Cortes y, con ellas, el tinglado del franquismo? ?Estar¨ªamos en una democracia? ?Estar¨ªa usted leyendo este art¨ªculo y yo escribi¨¦ndolo? Si yo fuera Stefan Zweig, ya habr¨ªa contestado a esas preguntas; a lo mejor hay alguien que puede contestarlas; a lo mejor ahora mismo ya hay un joven historiador que las est¨¢ contestando. Vaya usted a saber: a lo mejor en esa juerga salvaje por aguas del Tr¨®pico, a miles y miles de kil¨®metros de las Cortes y de Madrid, a a?os luz de todos nosotros, est¨¢ una de las claves secretas de la historia reciente de Espa?a.
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