Un punto ciego y sordo
1Fui a Buenos Aires con la idea de desaparecer unos d¨ªas y acab¨¦ hospitalizado en el Vall d'Hebron en Barcelona. No me han quedado muchas ganas ya de volver a intentar esfumarme en un hotel argentino. Lo curioso es que en Buenos Aires hasta me jact¨¦ de haberme hecho fuerte en mi hotel de la Recoleta y de no haber pisado las calles de la ciudad en ning¨²n momento, salvo en las dos horas que dediqu¨¦ a una intervenci¨®n p¨²blica en la Feria del Libro. Sonri¨® el p¨²blico cuando dije que me hab¨ªa convertido en una sombra y que, como el personaje de uno de mis libros, no me hab¨ªa movido del hotel desde que hab¨ªa llegado a la ciudad. Pero eso en realidad era tan s¨®lo literatura al estilo del viaje alrededor de mi cuarto, ganas de encubrir una ¨ªntima realidad: me fatigaba hasta cuando caminaba por los pasillos de ese hotel.
Y a¨²n no sab¨ªa lo peor: ten¨ªa una insuficiencia renal grave y estaba viajando hacia un estado de coma irreversible. Pero nada de esto sab¨ªa yo entonces y no llegu¨¦ a saberlo hasta d¨ªas despu¨¦s, hasta que regres¨¦ a Barcelona y me comport¨¦ como un son¨¢mbulo en El Prat (un flujo ¨²rico envenenado estaba llegando ya a mi cerebro y era incapaz de advertirlo) y contest¨¦ de esta forma tan extra?a a los que me preguntaron por qu¨¦ llegaba sin maleta:
-Mis l¨¢grimas las dej¨¦ en el m¨¢rmol.
Cuatro d¨ªas enteros agazapado en el interior de ese hotel argentino jugando a esconderme y viendo siempre desde mi ventana (casi a modo de premonici¨®n de lo que iba a pasarme) un ¨²nico y f¨²nebre paisaje: ciertas tumbas del vecino cementerio de la Recoleta, ciertos panteones de algunos pr¨®ceres de la patria argentina. Flores sobre el mausoleo de Eva Per¨®n. Una vista obsesiva, enfermiza, mortal. ?Vaya viaje!
2
Me acuerdo de la vista obsesiva que ten¨ªa W. G. Sebald desde esa ventana de hospital de la que nos habla al inicio de Los anillos de Saturno: "Justo despu¨¦s de que me ingresaran en mi habitaci¨®n del octavo piso del hospital estuve sometido a la idea de que las distancias de Suffolk, que hab¨ªa recorrido el verano pasado, se hab¨ªan contra¨ªdo definitivamente en un ¨²nico punto ciego y sordo. De hecho, desde mi postraci¨®n, no pod¨ªa verse del mundo m¨¢s que un trozo de cielo incoloro en el marco de la ventana".
Sebald cuenta que a lo largo del d¨ªa le asaltaba con frecuencia un deseo de cerciorarse (mediante una mirada desde la ventana del hospital cubierta extra?amente por una red negra) de que la realidad, tal como se tem¨ªa, hab¨ªa desaparecido para siempre. Ese deseo, con la irrupci¨®n del crep¨²sculo, cobraba tal fuerza en Sebald que despu¨¦s de haber conseguido, medio de bruces y medio de costado, deslizarse por el borde de la cama hasta el suelo y alcanzar la pared a gatas, lograba incorporarse pese a los dolores que le produc¨ªa, irgui¨¦ndose con esfuerzo contra el antepecho de la ventana. Como un Gregor Samsa o un escarabajo cualquiera.
En fin. En mi caso, tard¨¦ tres d¨ªas en poder llegar por primera vez al punto ciego y sordo de mi ventana de la d¨¦cima planta y desde all¨ª, incr¨¦dulo, ver la vista -sorprendentemente llena de vida- que se extend¨ªa desde el barrio de Vall d'Hebron hasta el mar. De modo que el mundo sigue ah¨ª, me dije. Me pareci¨® algo asombroso todo aquel hormigueo de gente que pod¨ªa ver desde all¨ª arriba cruzando febrilmente avenidas y calles: la misma enloquecida circulaci¨®n humana que no se alter¨® cuando el joven de La condena de Kafka se arroj¨® desde la ventana de la casa paterna.
Pens¨¦ en lo lejos y en lo cerca al mismo tiempo que quedaban ya mi hotel de la Recoleta, las tumbas y mausoleos con sus flores funerarias, mis d¨ªas peligrosos de desaparecido en ultramar.
3
Recuerdo que en los momentos en que lograba sentirme optimista acababa sospechando que el optimismo era tambi¨¦n una enfermedad.
4
Al cuarto d¨ªa pude empezar a leer algo. Ped¨ª un libro de Sergio Pitol del que recordaba una frase que siempre me hab¨ªa llamado la atenci¨®n: "Adoro los hospitales". No recordaba c¨®mo segu¨ªa el texto tras aquella chocante frase. Descubr¨ª que lo que dec¨ªa ah¨ª Pitol no pod¨ªa coincidir m¨¢s con mi propia experiencia: "Adoro los hospitales. Me devuelven las seguridades de la ni?ez: todos los alimentos est¨¢n junto a la cama a la hora precisa. Basta oprimir un timbre para que se presente una enfermera, ?a veces hasta un m¨¦dico! Me dan una pastilla y el dolor desaparece, me ponen una inyecci¨®n y al momento me duermo, me traen el pato para que orine...".
De noche llegaba lo m¨¢s duro. Mi dolencia se convert¨ªa en un punto m¨¢s sordo y ciego que el de mi ventana a la vida y al mar. Recuerdo que en la ¨²ltima noche me dediqu¨¦ a ahuyentar la angustia -una forma como otra de olvidarme de que estaba en un hospital- explorando la palabra hospitalidad. Y tuve la suerte de que el enfermero guineano del servicio nocturno me descubri¨® pensativo y, buscando apaciguar mi desaz¨®n, acudi¨® en mi ayuda pregunt¨¢ndome en qu¨¦ pensaba. Al decirle que meditaba sobre la palabra hospitalidad, entr¨® en un largo silencio que rompi¨® de pronto para decirme que no olvidara nunca que todo era relativo y que, por ejemplo, los franceses siempre hab¨ªan tenido una gran fama de hospitalarios y, sin embargo, nadie se atrev¨ªa a entrar en sus casas. Me hizo re¨ªr y sent¨ª un cierto bienestar el resto de aquella noche. Pero al amanecer, con las primeras luces rosadas sobre el punto ciego y sordo de mi ventana de Vall d'Hebron, la angustia reapareci¨® con fuerza inusitada y me qued¨¦ esperando un movimiento del aire, aunque fuera s¨®lo uno, un solo movimiento del aire: s¨®lo una prueba de que a¨²n viv¨ªa y esperaba.
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