Calle sin esquinas, mala de guardar
Brooklyn Follies se lee con fruici¨®n. Conforme se avanza va descubri¨¦ndose la urdimbre en la que Paul Auster enhebra de forma magistral las historias aparentemente inconexas y m¨²ltiples. ?sa podr¨ªa ser una buena manera de crecer en la ciudad-territorio, con entramado, con zurcido, conectando entre s¨ª las calles y las vidas.
La seguridad ha estado siempre presente en el pensamiento del hacedor de la urbe. Cuando en el siglo XIX se derribaron las murallas opresivas y la ciudad qued¨® a la intemperie, las ordenanzas de polic¨ªa garantizaban la protecci¨®n junto con el autocontrol relativo producido por el barullo de actividades diversas y los ojos en permanente vigilancia desde tribunas y miradores. A la nueva pauta ortogonal de calles y plazas dom¨¦sticas y cuatro esquinas le sucedi¨® la modernidad de un bosque de bloques paralelepip¨¦dicos con amplios espacios intersticiales en los que, con cierto riesgo, se difuminaban los m¨¢rgenes. La democracia ha devuelto el lustre a los centros hist¨®ricos, pero, parad¨®jicamente, al doblar la esquina se descubren algunas ¨¢reas relegadas a la funci¨®n de receptores de los inmigrantes, que se hacinan en habit¨¢culos degradados y que podr¨ªan acabar convertidas en guetos. Buena parte de los barrios del "boom" inmobiliario se expanden entre grandes avenidas de asfalto y monumentales edificios donde apenas se mira por la ventana y el balc¨®n carece de sentido. M¨¢s all¨¢ aparecen las invariables alineaciones de residencias unifamiliares flanqueando viales que ya no son calles, sino corredores. A¨²n m¨¢s lejos, en la en¨¦sima periferia, en la no ciudad, campan los centros comerciales, paquebotes ap¨¢tridas de la sobremodernidad de la que habla Marc Aug¨¦, donde la seguridad est¨¢ certificada y que no conviene denostar, sino contar con ellos porque, a fin de cuentas, propician el cuerpo a cuerpo, aunque sea epid¨¦rmico. Escalando las laderas proliferan esos cub¨ªculos concebidos para unos temporeros hambrientos de sol que se desplazan del garaje de casa al parking de la playa o del centro comercial. Y, por fin, la novedad m¨¢s segura: el santuario del ocio, cuyos futuros clientes, en Chinch¨®n o en China, sue?an con oasis artificiales y escenograf¨ªas fara¨®nicas al genuino estilo Las Vegas.
Ignorando las advertencias a lo Casandra de los ide¨®logos y los t¨¦cnicos, la realidad se empe?a en imponer este ¨¦xodo desconectado a lo largo y ancho del territorio. Y lo impone, pero crea esos "miedos l¨ªquidos" que, seg¨²n Zygmunt Bauman, atormentan a la mayor¨ªa y suelen ser muy similares y comunes, aunque intentemos combatirlos de manera individual. Los rururbanitas, v¨ªctimas de las temibles bandas globales, manifiestan su impotencia y reclaman soluciones a la Administraci¨®n. Conscientes de que el miedo no se evita con un guardia de seguridad en cada esquina ni con la dom¨®tica, y como desde Esquilache se sabe que las medidas coyunturales no son soluciones definitivas, se a?ora la calle tradicional y recobra actualidad el pensamiento de Plat¨®n: la ciudad nace como respuesta a la incapacidad de cada uno de nosotros para bastarse a s¨ª mismo.
Valga la seguridad como pretexto para repensar estas formas de colonizaci¨®n. Las autov¨ªas, rondas, autopistas, unen los extremos pero fragmentan el territorio dejando huecos, tierra de nadie en la que muchas veces se albergan los excluidos, a los que sin embargo se les exigen deberes c¨ªvicos. El modelo de adosados, de asfalto y glorietas de bolsillo, donde no se oyen voces ni se ven juegos y cuyos habitantes son poco vigilantes porque ingurgitan sus fachadas tras muros de cipr¨¦s, no da m¨¢s de s¨ª. Algo habr¨¢ que hacer con este tipo de urbanizaciones, antes de convertirlas en ep¨ªgonos de las gated communities americanas como un repliegue medieval, que, adem¨¢s de su evidente d¨¦ficit social, han demostrado m¨¢s problemas que virtudes.
Cuando la ciudad se expande, el ancho de las calles y el tama?o de las plazas debe permitir visualizar al de enfrente, que al anciano le d¨¦ tiempo a cruzar el sem¨¢foro y que los bajos est¨¦n ocupados por usos cotidianos, en lugar de concentrar todas las prestaciones comerciales en un gran mall. Y ?c¨®mo no va a generar sensaci¨®n de inseguridad un parque de m¨¢s de dos millones de viviendas vac¨ªas, en lo que llam¨¦ hace a?os la ciudad de las persianas bajas, donde con frecuencia los escasos vecinos se encuentran sin compa?¨ªa en el portal o en el parque?
A esta sociedad hiperm¨®vil e individualista le hace falta una ciudad intencionada, con manejo de las escalas grandes y menudas, un crecimiento en malla topogr¨¢fica y humana y la concertaci¨®n diaria con nuestra presencia en los espacios de la libertad, que es la manera m¨¢s efectiva de propiciar la seguridad. La calle como lugar de la cohabitaci¨®n, la plaza con sus imanes que atraen a los usuarios al sal¨®n de estar p¨²blico, la esquina para la cita o la aventura de los ni?os, el espacio vac¨ªo como terreno despejado y el uso de tipolog¨ªas de vivienda m¨¢s imaginativas. Evitando los extremos lamentosos o economicistas, se requiere un ejercicio de ingenio de los profesionales para la ciudad y tambi¨¦n para la no ciudad, consecuencia por parte de las administraciones que dictan el planeamiento y racionalidad en un sector al que acabar¨¢n por no salirle las cuentas, porque no habr¨¢ compradores para las islas del miedo. Y al lado del urbanismo y la arquitectura, la pol¨ªtica dedicada a propiciar las conexiones vitales mediante el transporte, la continuidad de las calles, el empleo, los equipamientos, la educaci¨®n; m¨¢s atenta a sustentar lo ya hecho que a gestionar los excesos que a¨²n quedan por hacer.
Xerardo Est¨¦vez es arquitecto.
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