D¨ªas de agua en Dogville
Seg¨²n parece, en la parte no costumbrista ni bullanguera de sus estatutos, varias comunidades aut¨®nomas est¨¢n dispuestas a incluir "el derecho a disponer de sus r¨ªos". La locura colectiva nunca es una explicaci¨®n, sino su ausencia, de modo que habr¨¢ que buscar otras razones para entender c¨®mo tambi¨¦n en estos asuntos se ha desatado la delirante carrera por "lo propio". Tambi¨¦n ahora, por supuesto, decorada con apelaciones a la "libertad, la solidaridad, la igualdad". Incluso, a la sostenibilidad. S¨®lo echo a faltar la identidad.
Ahora d¨¦jenme que les hable de una pel¨ªcula. Quienes no se durmieron durante la proyecci¨®n, quiz¨¢ recuerden la historia que Lars von Trier nos contaba en Dogville. Una mujer, el personaje interpretado por Nicole Kidman, perseguida por unos g¨¢nsteres es acogida a cambio de algunos trabajos en un peque?o pueblo de las Monta?as Rocosas. M¨¢s tarde, cuando las gentes de Dogville descubren la importancia de la refugiada para sus perseguidores, sus exigencias se desatan, hasta llegar a las fronteras de la esclavitud. Se convierten en los principales beneficiarios del aumento del precio de la protecci¨®n. Poco a poco, su comportamiento resulta m¨¢s miserable. El de todos. La protagonista no est¨¢ amasada con mejor barro, como lo confirma su venganza final. El enf¨¢tico director, respetuoso con nuestra imbecilidad, se siente obligado a subrayarlo por medio del narrador: "Seguramente ella se hubiera comportado de la misma manera si hubiera vivido en aquellas casas".
Qu¨¦ duda cabe, los habitantes de Dogville no constitu¨ªan un ejemplo de civismo. La tentaci¨®n inevitablemente protestante es atribuir su comportamiento a una naturaleza humana destruida por el pecado. El solemne director no la evita como explicaci¨®n ¨²ltima, pero su diagn¨®stico m¨¢s inmediato parece precipitarse en un sombr¨ªo pesimismo sobre la falta de car¨¢cter. Puede ser. Muchas veces, al escarbar por detr¨¢s de lo que parece miseria moral no encontramos m¨¢s que pobreza de esp¨ªritu, personas que se embarcan en biograf¨ªas demasiado grandes para su capacidad de gesti¨®n. No es un problema sin soluci¨®n. En realidad, la soluci¨®n es trivial. Si se quiere evitar el comportamiento miserable, la prudencia recomienda evitar situaciones que nos vienen demasiado grandes. El problema de Lord Jim no era su cobard¨ªa, sino su profesi¨®n. Si uno no est¨¢ a la altura, no se mete a trapecista. Como siempre, dar un consejo es m¨¢s sencillo que ejecutarlo. Cuesta reconocer en uno mismo la pobreza de esp¨ªritu y no es f¨¢cil resistir la vanidad de muchos retos. Por lo dem¨¢s, ninguna salida es airosa y la excesiva cautela tambi¨¦n tiene su reverso: por evitar los retos se evita la exposici¨®n al mundo y, con ello, la vida se empobrece.
Pero Dogville era un pueblo y los diagn¨®sticos calvinistas ayudan poco a entender a los muchos. En tales casos, de nada sirven las ingenier¨ªas del alma. La vileza colectiva es algo m¨¢s que un amasijo de vilezas. En realidad, bastantes cobard¨ªas compartidas se abastecen de baladronadas privadas. Sietemachos, los jugadores de hockey sobre hielo, en sus manifestaciones p¨²blicas se mostraban contrarios al uso del casco, aunque, con la boca peque?a, reconoc¨ªan su necesidad. Quer¨ªan que les "obligaran" a usarlo, a no tener que ser unos valientes, pero les faltaba valor para decirlo. Son muchos los ejemplos en los que elegimos libremente limitar nuestra libertad. Tambi¨¦n para ser m¨¢s libres. Ulises, temeroso de su flaqueza ante los cantos de las sirenas, orden¨® a su tripulaci¨®n que le atara al m¨¢stil y bajo ninguna circunstancia atendiera a sus ¨®rdenes posteriores de liberarlo. Nuestras constituciones nos impiden votar ciertas cosas que podr¨ªan poner en peligro nuestras libertades. Los habitantes de Dogville, seguramente, no estaban orgullosos de sus vejaciones, y, acaso, en el fondo de sus almas, prefer¨ªan no comportarse como lo hac¨ªan. Cada uno pod¨ªa desear que todos vieran cancelada la posibilidad de decantarse por la parte m¨¢s despreciable de ellos mismos. Pero, pensaban, qu¨¦ puedo yo hacer. Si s¨®lo cambio yo, nada cambiar¨¢ y, adem¨¢s, me tomar¨¢n por imb¨¦cil, no sin razones, porque perder¨¦ mis privilegios con la refugiada. El final de esas historias es conocido: gana el peor de nosotros mismos. Lo contaba impecablemente Gil de Biedma, hablando consigo mismo en un poema: "Y si yo no supiese, hace ya tiempo, que t¨² eres fuerte cuando yo soy d¨¦bil, y que eres d¨¦bil cuando me enfurezco...".
Volvamos a la pol¨ªtica y al derecho a las aguas propias. Una circunstancia resulta llamativa en la reclamaci¨®n de ese singular derecho. Todos dan gritos pero ninguno articula las palabras, ninguno es el primero en precisar su reclamaci¨®n. Cada uno parece estar a la espera de lo que los dem¨¢s hagan, para no quedarse atr¨¢s. Nadie es el primero porque todos quieren ser el ¨²ltimo y poder a?adir, como Groucho, "y dos huevos duros". Pero, como en Dogville, no debemos pensar que estamos ante un inevitable designio de la naturaleza humana. Al igual que los jugadores de hockey, quiz¨¢ preferir¨ªan que "les prohibiesen" hacer lo que no quieren hacer. Preferir¨ªan la pol¨ªtica, lo p¨²blico, aquello que no les obliga a comportamientos heroicos e irrelevantes. Pero, con las reglas del juego que tienen, no les queda otra. Defender el inter¨¦s general, de todos, en el propio Estatuto es un camino seguro al fracaso. Es ¨¦sa la ¨²nica parte no ret¨®rica de la reclamaci¨®n de "un acuerdo entre los partidos de ¨¢mbito nacional". S¨®lo es ¨¦sa, pero es fundamental, es la que relaciona a la pol¨ªtica con la justicia, la que hace que en el debate democr¨¢tico las consideraciones de igualdad y de justicia sustituyan al trapicheo negociador de "si no jugamos a lo que yo quiero, me llevo mi pelota".
?C¨®mo acaban estas cosas? Como casi todo, mal. Les doy un ejemplo para que lo practiquen con los amigos. Subasten un billete de 100 euros, con la siguiente regla de juego: "El billete se lo queda el que m¨¢s ofrece, pero paga el segundo en la puja lo que ha ofrecido". Prueben, prueben. Al principio, todos quieren jugar, ?qui¨¦n no est¨¢ dispuesto a conseguir cien euros a cambio de uno? Claro que, inmediatamente, otro pensar¨¢ lo mismo a cuenta de dos euros. Al rato, el dilema ser¨¢: "Prefiero pagar 23 euros a perder 22". En cierto momento, alguien estar¨¢ ofreciendo 97 euros para no pagar 96 y su reflexi¨®n ya ser¨¢ m¨¢s calamitosa: "C¨®mo me escapo de aqu¨ª sin p¨¦rdidas". Poco m¨¢s tarde estar¨¢n ofreciendo m¨¢s de cien euros y la fiesta llevar¨¢ camino de arruinarse. Le llaman "efecto Macbeth". Ya se pueden imaginar por qu¨¦.
A pesar del cenizo Von Trier, los seres humanos estamos dispuestos a asumir cargas personales por razones justas. No es buenismo antropol¨®gico. Tenemos pruebas emp¨ªricas y razones evolutivas para pensar que no somos unas malas bestias. Pero es tarea de la pol¨ªtica dar cauce a esas disposiciones, dar forma institucional a la voluntad colectiva de establecer reglas que nos hagan m¨¢s sencillo hacer lo que debemos hacer, que no obliguen a nadie a ser un h¨¦roe para ser un ciudadano. Mientras tanto, tristemente, al buen ciudadano se lo tomar¨¢ por un gilipollas.
F¨¦lix Ovejero Lucas es profesor de ?tica y Econom¨ªa de la Universidad de Barcelona.
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