Entrada
No me atrevo a escribir que el f¨²tbol entra en la alineaci¨®n de las cosas importantes de la vida. El amor, la muerte y la justicia forman una delantera demasiado rotunda. Pero no me averg¨¹enza confesar que el f¨²tbol ha sido la cosa secundaria de la vida que m¨¢s tiempo ha jugado en mis ilusiones y en mis tragedias. La realidad suele tener mal genio y, adem¨¢s, provoca lesiones inapelables. Por eso no carece de inter¨¦s contar con un juego que nos permite vivir las cosas decisivas en el campo de los asuntos secundarios. La muerte es llevadera, y se puede resucitar a los tres d¨ªas, cuando la reducimos al pitido final de un ¨¢rbitro. Un campeonato robado supone sin duda una canaller¨ªa, una cat¨¢strofe nuclear, un genocidio, pero los pueblos se recuperan sin que el n¨²mero de v¨ªctimas llegue a ensuciar la conciencia de los l¨ªderes democr¨¢ticos de Occidente. Y el gol m¨¢s bello del mundo, aquel gol que marc¨® nuestra memoria, nunca nos traiciona, ni nos pide el divorcio, ni se hunde en la rutina de la convivencia, por mucho que los a?os consigan oxidar la llave de los sue?os. Las retransmisiones deportivas y la inc¨®moda personalidad de muchos directivos nos ayudan a comprobar que el valor secundario del f¨²tbol comparte un cr¨¦dito indefinido con los retos transcendentes de la existencia. El nacimiento de un hijo, por ejemplo, hipoteca la vida, corta de ra¨ªz la libertad, obliga a estar pendiente de los horarios, de los tel¨¦fonos, de los miedos, y sin embargo uno lo perdona todo, porque nadie puede renunciar a su propia piel. El f¨²tbol es tambi¨¦n de esas pasiones que hacen olvidar sus propios disparates, la simpat¨ªa est¨²pida de los locutores modernos, los tontos a la moda, las pelucas rid¨ªculas de unos aficionados que no saben acercarse con dignidad al amor o a la muerte, el imp¨²dico circo del dinero que todo lo ensucia, menos un pase de gol y buen remate en el ¨²ltimo minuto.
Guardada entre las p¨¢ginas de La isla del tesoro, como uno de mis recuerdos sagrados, conservo la entrada de un partido que jugaron hace m¨¢s de 40 a?os, en el viejo Estadio de los C¨¢rmenes, el Granada Club de F¨²tbol y el Real Madrid. Yo era un ni?o pegado a su padre en una tarde de lluvia, luchando como un n¨¢ufrago entre gabardinas y paraguas para ver lo que suced¨ªa en el campo. En el bolsillo derecho de mi abrigo llevaba el bocadillo que me hab¨ªa hecho mi madre, y en el bolsillo izquierdo la alineaci¨®n de mi equipo, la leyenda de las viejas glorias, el coche descapotable de un ¨ªdolo, la colecci¨®n de cromos, los recreos del colegio, las tardes de radio y la ilusi¨®n de que por una vez el bando de los perdedores tuviese un buen resultado ante los fuertes. Ya he dicho que sufrir derrotas en un campo de f¨²tbol no es comparable a perder una guerra, pero la sensaci¨®n de romper un cerco enemigo no debe ser muy diferente a la emoci¨®n infantil de ganarle, en la Granada provinciana de los a?os 60, al Real Madrid. Recuerdo que nuestro delantero se qued¨® solo delante de la porter¨ªa del Madrid, que todas las gabardinas y los paraguas del mundo se pusieron de pie, que mi padre no tuvo tiempo de cogerme en brazos, y que mi vida se parece mucho desde entonces a la voluntad de llegar hasta el final de las jugadas, pero sinti¨¦ndome m¨¢s bien solo entre la multitud, con los ojos cerrados, a la espera de enterarme por el grito de los dem¨¢s de si era gol o se trataba solamente de una ocasi¨®n perdida. No tardar¨ªa mucho tiempo en descubrir que en aquel partido lluvioso entre el Granada y el Real Madrid, yo iba con la lluvia. Ser¨ªa mi destino. Por eso he bajado a un infierno de primera con el Granada Club de F¨²tbol, y he perseguido durante siglos los resultados de la Segunda, la Segunda B y la Tercera Divisi¨®n. Por eso, ma?ana domingo, buscar¨¦ mi entrada fetiche entre las p¨¢ginas de La isla del tesoro, la guardar¨¦ junto a la entrada nueva, y me ir¨¦ con mi hija y con toda mi ciudad al Estadio de los C¨¢rmenes. Nos jugamos un ascenso de categor¨ªa en el terreno secundario de la felicidad. Los hijos nos cambian la vida, pero heredan nuestros fantasmas.
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