Carnaval de fuego entre coral
Patrick Leigh Fermor (Londres, 1915) escribe de mundos desaparecidos. Su extraordinariamente bella prosa es un destilado ambarino, refinado y de poso melanc¨®lico, de cosas y gentes que ya no existen. Se le considera -para su disgusto- un escritor de viajes. En todo caso, esos viajes tan hermosos y eruditos, llenos de im¨¢genes rom¨¢nticas y nombres evocadores, son en buena parte viajes a un pasado irrecuperable, a momentos desvanecidos de la historia. Su obra magna es la trilog¨ªa inacabada compuesta hasta el momento por El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua (ambas en Pen¨ªnsula), cr¨®nica de un periplo juvenil a pie desde Holanda a Estambul, siguiendo los cursos del Rhin y el Danubio, realizado por el autor en los a?os treinta, entre c¨ªngaros y h¨²sares, bajo la sombra de las cig¨¹e?as y de los nubarrones de guerra. Leigh Fermor no puso ese viaje sobre el papel hasta medio siglo despu¨¦s, cuando la Europa que recorri¨® con esp¨ªritu de lansquenete e impulso de Grand Tour, no era ya m¨¢s que un recuerdo.
Los violines de Saint-Jacques (1956), su ¨²nica novela, comparte desde la ficci¨®n el tono y los temas de sus otras obras, incluida la p¨¢tina elegante y nost¨¢lgica. Nace de un viaje al Caribe en 1947 que dio lugar tambi¨¦n a una cr¨®nica de ese periplo, The traveler tree (1950), su primer libro, del que existe una vieja edici¨®n en castellano -Viaje a trav¨¦s de las Antillas (Labor, 1952)-. En ese trayecto antillano, Leigh Fermor dej¨® atr¨¢s durante una ¨¦poca la Europa devastada por la Segunda Guerra Mundial, un conflicto en el que ¨¦l mismo hab¨ªa tenido una intervenci¨®n pintoresca y heroica, byroniana en suma: luch¨® al lado de la guerrilla cretense contra el invasor nazi y secuestr¨® en una audaz operaci¨®n al general que mandaba las fuerzas de ocupaci¨®n alemanas en la isla.
En el Caribe, Leigh Fermor no
dej¨® de seguir interes¨¢ndose por las mismas cosas que le fascinaban en los Pa¨ªses Bajos, Alemania, Rumania o su querida patria de adopci¨®n, Grecia: la arquitectura, el arte, el paisaje, la cultura, los idiomas y, sobre todo, la historia, en la que el escritor nada con la elegante soltura de un trit¨®n entre las ruinas de una ciudad sumergida. S¨®lo Leigh Fermor pod¨ªa encontrar (como hace en Viaje a trav¨¦s de las Antillas) el rastro de los Pale¨®logos, la ¨²ltima dinast¨ªa imperial de Bizancio, en las Barbados, y comparar las aguas de una isla coralina caribe?a con las del Cuerno de Oro que un d¨ªa reflejaron el desvanecido palacio de Blachernae, mansi¨®n de los nacidos entre p¨²rpuras ("porfirog¨¦nitos", se apresurar¨ªa a puntualizar ¨¦l).
De mimbres refinados y orna-
mentados est¨¢n tejidos los libros de viajes de Leigh Fermor y tambi¨¦n Los violines de Saint-Jacques. Es ¨¦sta una novela corta, una nouvelle, en la que pese a su brevedad el autor tiene tiempo de crear -y hacer desaparecer luego- todo un entra?able mundo, el de la imaginaria isla caribe?a de Saint-Jacques des Alis¨¦s, a la que dota primorosamente, en un m¨¢gico juego digno de Pr¨®spero, de una geograf¨ªa, una historia y unos habitantes, e incluso de una leyenda p¨®stuma.
El relato est¨¢ escrito desde la memoria de Berthe, la ¨²nica superviviente de esa Atl¨¢ntida antillana hundida una animada noche de carnaval de principios del siglo XX tras la erupci¨®n de su monte Pel¨¦e particular, el volc¨¢n Salpetri¨¨re, una cat¨¢strofe en la que resuenan los destinos de Thera y Pompeya.
Desde muchos a?os adelante en el tiempo, en otra isla lejana, en la griega Mitilene, un hombre que es el propio autor escucha a Berthe revivir la historia de Saint- Jacques y sus ¨²ltimos d¨ªas. En la descripci¨®n de ese microcosmos antillano fant¨¢stico, en el que es totalmente libre para fabular, Leigh Fermor despliega su barroca orfebrer¨ªa de la palabra (las v¨ªboras fer de lance son "trigonoc¨¦falos"), su capacidad para conjurar im¨¢genes sorprendentes (el sol se extingue en el crep¨²sculo como "el funeral de un ave F¨¦nix") y su pasi¨®n de ling¨¹ista por los nombres.
En Saint-Jacques, la refinada aristocracia criolla de origen franc¨¦s viste a sus mangostas -tan ¨²tiles para mantener a raya a las serpientes- con traje de marinerito, los varones disponen durante los bailes de una estancia especial para cambiarse los blancos cuellos almidonados y uno puede tropezar en la calle con un armadillo. La vida se desarrolla a ritmo tropical, entre hibiscos y zarig¨¹eyas, empapada de una felicidad que no sabe que lo es. Las desavenencias entre el alcalde de la capital Plessis, el culto y distinguido conde Raul-Ag¨¦nor-Marie-Ga?tan de Serindan de la Charce-Fontenay -que les silba Lucia di Lammemoor a sus iguanas ("les encanta Donizetti", dice)- y el nuevo gobernador centran las peque?as inquietudes de la isla. En el terreno del coraz¨®n, la protagonista/narradora, Berthe, siente una atracci¨®n inconfesa por la jovencita Jos¨¦phine, hija del conde, que a su vez est¨¢ enamorada del hijo del gobernador. La propia Berthe es objeto del amor vehemente de Sosth¨¨ne, hermano de Jos¨¦phine y a la saz¨®n oficial de h¨²sares tras su paso por Saint Cyr -en un libro de Patrick Leigh Fermor no pod¨ªa faltar un h¨²sar, ni siquiera en las Antillas-.
Toda esa filigrana de sentimien-
tos llegar¨¢ a su cl¨ªmax el martes de carnaval durante el baile en Beaus¨¦jour, la hacienda de los Serindan, una fiesta en la que Leigh Fermor echa el resto: cornucopias labradas en piedra de coral, invitados con nombres como los La Flour d'Aiguasemares de Sans Piti¨¦, las hijas del conde vestidas de gala, "vivaces y brillantes como colibr¨ªes", un capit¨¢n explorador y are¨®stata, prostitutas mulatas -poules de luxe o matadores- como la Belle Doudou, que bailan como posesas, leprosos que se cuelan ataviados con domin¨®s negros y hasta un loro, Triboulet, que lanza sin cesar el grito de guerra de la caballer¨ªa francesa "Montjoy-Sant D¨¦nis!".
Seguramente indignado por no haber sido invitado a tan efervescente ocasi¨®n, el Salpetri¨¨re decide estallar en un Mardi Gras de azufre. Leigh Fermor destruye su peque?a joya antillana bajo una nevada de ceniza mortal, borrando de un plumazo estirpes, haciendas, carruajes, clavic¨¦mbalos, heliconias y romances. "?Qu¨¦ insignificantes fueron las rivalidades, las pasiones, los placeres y las vanaglorias de la peque?a y anacr¨®nica comunidad de Saint-Jacques!", exclamar¨¢ Berthe desde la lejan¨ªa, con un vaso de ouzo en la mano. El mundo de Leigh Fermor se ha disuelto en el mar, pero quedan los violines, sonando desde las profundidades, para recordar que s¨®lo cuando algo se pierde es posible el delicioso ejercicio de la nostalgia.
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