Padres
Todos tenemos padre. Aunque algunos no lo conozcan o hubieran preferido no hacerlo. Hombre, hay quienes tienen varios -evidentemente, no todos biol¨®gicos-, pero en nuestros tiempos era m¨¢s raro y generalmente ten¨ªa que ver con la viudez. Porque uno pertenece a los tiempos en que los matrimonios eran para toda la vida. O as¨ª se empe?aban en llevarlo a t¨¦rmino los implicados, aunque se odiasen. Eran otros tiempos. Raros, a decir verdad. La imponencia de la figura paterna casaba mal con aquellas consejas sobre abejas y florecillas con que nuestros hipot¨¦ticos educadores pretend¨ªan introducirnos en los misterios de la vida. No s¨¦ c¨®mo no resultamos traumados poniendo una abeja en el lugar de nuestro padre o tom¨¢ndole directamente por el insecto en cuesti¨®n para menoscabo de su autoridad y, supongo, de su autoestima. ?Cu¨¢ntos padres no habr¨¢n llorado en secreto al verse tratados de tal suerte! Por no mencionar la implicaci¨®n que la torpe f¨¢bula de nuestros educadores implicaba, ?o no van las abejas de flor en flor? Se preguntar¨¢n a qu¨¦ vienen estas l¨ªneas. Sencillamente a que algunos estamos en una edad de estar qued¨¢ndonos sin padre. Y no porque hayamos decidido aplicar tard¨ªamente la sugerencia de Freud de matarle, sino por eso que los m¨¢s dados a simplificar las cuestiones llaman ley de vida.
Y ah¨ª es donde pinchamos en hueso, habida cuenta de que tendemos a pensar que un padre es para toda la vida. Para toda la vida nuestra, evidentemente. Y un buen d¨ªa nos encontramos con que el cuento se desvanece. Comienza con una gran nube fisiol¨®gica. Algo empieza a irles mal por dentro y sobreviene una tormenta de fluidos que coloca a padre e hijo ante el pudor. Es raro que eso se d¨¦ antes, por ejemplo cuando uno est¨¢ m¨¢s cerca de la edad de jugar con cromos, y sobreviene con tal violencia que uno se ve confrontado con sus propios tab¨²es y ha de poner a dura prueba su piedad filial para vencer la repugnancia de ciertos procesos naturales. No todo lo natural es bello como se aplican a repetirnos cuatro majaderos. Pero entonces se produce un acceso de esencialidad. Es como si hubiera que superar la prueba de lo org¨¢nico para tocar la verdadera calidad de las relaciones paterno-filiales. Que arrojan un saldo nuevo: aparece en el rostro del padre una gravedad desconocida. Sabe que su fin est¨¢ cerca y trata de transmit¨ªrselo a sus hijos. Puede que sienta miedo o dolor pero, imbuido de su papel hasta el final, intentar¨¢ por todos los medios ocultarlos. Lo que no podr¨¢ ocultar es el mensaje de que el tiempo se acaba, ?no se est¨¢ acabando para ¨¦l? Y entonces el hijo reacciona como cuando ten¨ªa cuatro a?os, con una pataleta. Porque percibe, todav¨ªa un poco oscuramente, que su tiempo tambi¨¦n se est¨¢ acabando y que una vez que su padre desaparezca nadie se interpondr¨¢ entre ¨¦l y la muerte: ser¨¢ el siguiente.
La muerte, qu¨¦ palabra. Est¨¢ todo el rato presente en la habitaci¨®n del hospital y acechando detr¨¢s de cada gesto m¨¦dico destinado a aplazarla. Est¨¢ presente, lo he dicho, en la mirada grave del padre, pero cuanto m¨¢s presente est¨¢ menos se menciona. Nada m¨¢s banal que las conversaciones de los hospitales. Sobre todo porque uno nunca ha hablado mucho con su padre, y aunque percibe que le queda poco para recuperar el tiempo perdido, se ve impulsado por al fuerza de las cosas a ver si le apetece una galleta o si le gust¨® el partido de ayer. El padre, que se da cuenta de todo ello -los padres no son tontos aunque est¨¦n viejos- calla para evitar a su hijo el mal trago de tanto silencio pasado y se presta voluntarioso al juego del est¨ªrame un poco la s¨¢bana o de la cena estaba buena aunque no ten¨ªa apetito. Y as¨ª, de la misma manera que cae gota a gota el suero de la bolsa a la estropeada maquinaria del padre, as¨ª va cayendo sobre el hijo el paternalismo del padre en estado puro. Porque ni siquiera en esos instantes puede dejarse vencer por el ego¨ªsmo y, a cambio, prefiere evitarle al hijo el conocimiento de esa realidad ¨²ltima de la vida. Aunque forme parte ya de su mirar.
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