De identidades
"En las tardes de invierno calent¨¢bamos fuertemente la calefacci¨®n y la habitaci¨®n permanec¨ªa caliente... Cuando llegaba la primavera, todo empezaba a ir mucho mejor. Mi padre iba a recoger forraje con los chicos y yo me quedaba orde?ando las vacas" (Anna Wimschneider, Leche de oto?o, memorias de una campesina, Barcelona 1990). Anna habla sobre su vida en los veinte del pasado siglo en una aldea b¨¢vara, y de la dura vida del campesino. Aunque no lo era tanto: cantos en la Noche de Reyes, tardes de domingo, noches de pesca provistos de redes y pinchapeces, la espectacular fiesta de la trilla y dem¨¢s. Hab¨ªa tiempo para el disfrute, desde luego. Incluso corri¨® el rumor unos a?os antes, o cuando menos yo lo he o¨ªdo, de que cierta aldeana escondi¨® a un pr¨®fugo polaco bajo sus cuatro faldas -verdaderas faldas; nada de enaguas- puestas una sobre otra; un polaco bajito y bigotudo con quien se cas¨®.
Por su parte, un tal Franz Tunda, residente en Berl¨ªn por aquel tiempo, dec¨ªa de ella: "Esta ciudad est¨¢ fuera de Alemania, fuera de Europa. Es capital de s¨ª misma. No se nutre del campo. No recibe nada de la tierra sobre la que est¨¢ construida, sino que la convierte en asfalto, tejas y muros. Sus casas dan sombra a la llanura, sus f¨¢bricas dan pan... Es la esencia de una ciudad. El campo le debe su existencia, y, como prueba de gratitud, se deja absorber por ella" (Joseph Roth, Fuga sin fin, publicado en 1956). Mismo tiempo, mismo pa¨ªs; dos espacios sociales radicalmente dispares. Tunda pensaba que, de todas las ciudades que hab¨ªa visto, Berl¨ªn era la ¨²nica que de la falta de tiempo, las prisas, la anomia y otras consideraciones, hab¨ªa sabido hacer humanitarismo (instituciones preventivas, ben¨¦ficas). Aunque no por "coraz¨®n", dec¨ªa, sino por la pura necesidad de un orden capaz de administrar el gran monstruo.
La misma ciudad de su infancia que evoca Walter Benjamin (Infancia en Berl¨ªn hacia 1900, publicado en 1950), recordada de un modo m¨¢s provinciano. La banda militar "que atemperaba la corriente de personas que se empujaban entre las cafeter¨ªas del zool¨®gico a lo largo de la avenida del mentidero... Para los berlineses no hab¨ªa mas alta escuela para el flirt que ¨¦sta, rodeada de los arenales de los ?us y cebras, por los ¨¢rboles desnudos y las grietas donde anidaban los alimoches y los c¨®ndores, por las cercas hediondas de los lobos y por los nidales de los pel¨ªcanos y de las garzas. Las voces y los gritos de los animales se mezclaban con el ruido de los bombos y platillos. ?ste era el ambiente en el que, por vez primera, la mirada del muchacho trataba de acercarse e importunar a alguna de las transe¨²ntes, en tanto que se afanaba por hablar con el compa?ero". Un mentir¨®n donde se reun¨ªa buena parte del Berl¨ªn joven y conocido.
Al personaje de G¨¹nter Grass de 1920 (Mi siglo, Madrid 1999) le preocupaba por su parte el ferrocarril. "?Qu¨¦ ser¨ªa del Reich sin el ferrocarril! Por fin lo tenemos. Estaba ya como exigencia clara en la por lo dem¨¢s dudosa Constituci¨®n: 'Es tarea del Reich...'. Y precisamente esos se?ores camaradas, a los que la Patria les importa un pito, se han empe?ado en ello. Lo que en otro tiempo no pudo lograr el canciller Bismarck, lo que no le fue dado a Su Majestad, lo que en la guerra nos costo caro,... , esa situaci¨®n penosa, se?ores, que posiblemente nos cost¨® la victoria, la han eliminado ahora los socialdem¨®cratas". Una median¨ªa ultra frente a la distinci¨®n de Hans Canstorp (Thomas Mann, La monta?a m¨¢gica, publicado en 1924), que estaba habituado a ver "a los negociantes con impermeable amarillo, como el que ¨¦l llevaba, acudiendo a mediod¨ªa a la bolsa, donde se jugaba fuerte, (...) y donde (...) alguno repart¨ªa invitaciones (...) para un gran banquete" en su activa ciudad hanse¨¢tica. Por su parte, uno de los autores suizos m¨¢s interesantes y enigm¨¢ticos en alem¨¢n, Robert Walser, escribi¨® tres ir¨®nicas novelas sobre la vida desapasionada de Berl¨ªn, para, desde 1930, pasar veintis¨¦is a?os ingresado en un manicomio de Herisau como enfermo-sabio.
Todos los anteriores son casos germanos (ya aparece la identidad), el colectivo que invent¨® el Estado identitario (conocido como Estado-naci¨®n o m¨¢s bien ¨¦tnico; hubo tambi¨¦n en su tiempo, lo saben, estados teocr¨¢ticos, etc.). ?Encuentran entre ellos alg¨²n tipo de identidad com¨²n? Personalmente, me cuesta. ?Descubren, sin embargo, semejanzas con muchos de nosotros, de condiciones humanas variadas? Estar¨ªa por asegurarlo. Un duende recorre Espa?a, el duende identitario (lo espa?ol, lo vasco, lo andaluz, lo catal¨¢n). Habr¨ªa que comenzar a ponerle sordina. Dice Caro Baroja: "lo que (...) quieren los hombres formando grupos son peque?as sinecuras (...) que, en el fondo, (...) son derechos colectivos que, con frecuencia, van contra los mismos derechos individuales". Tal vez.
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