A m¨ª, doctor, no me lo diga
Yo tengo p¨¢nico al m¨¦dico. Soy hipocondriaca, lo confieso, pero de las que no van. Porque hay dos clases de enfermos de este mal mental que tenemos todos: los que est¨¢n todo el d¨ªa en el consultorio, y los que no lo pisan. Yo soy de los segundos. Y lo digo para que se sepa desde el principio por d¨®nde voy.
La hipocondr¨ªa es, efectivamente, un mal mental, y yo creo que un mal social. No hay ninguna cadena de televisi¨®n sin su serie de hospitales y m¨¦dicos, y hacen bien porque los apoyan las audiencias. Que son pasiones, y que crecen cuando las protagonizan m¨¦dicos cachas y groseros, pero con su enorme coraz¨®n y su espectacular ojo cl¨ªnico, en clave de humor, como Becker, o de drama y rebeld¨ªa, como House. El hospital -Central, General, nacional o internacional- es el espacio de las grandes verdades -la vida, la muerte-, del dolor irrecusable y de la salvaci¨®n. Gracias a la tele, todo el mundo sabe c¨®mo son por dentro. Y nos interesa, claro que nos interesa, porque el hospital est¨¢ en nuestro horizonte vital. Omnipresente, vayamos o no vayamos, y esper¨¢ndonos al final como el cementerio de los elefantes espera en el fondo de su memoria gen¨¦tica.
Justo esta fatalidad de los hospitales es lo que los convierte en un terreno privilegiado de la aventura. Y no s¨®lo por lo de la gran aventura de la ciencia, que tambi¨¦n, sino sobre todo por lo de la gran aventura de la supervivencia. De "nuestra" supervivencia. En el hospital viviremos peligrosamente, ya lo creo. Ah¨ª se dan los h¨¦roes y los villanos, los errores y los milagros, como antes en la selva, en la mar oc¨¦ana, en las tierras ignotas. Que ya s¨®lo quedan para los reality. Y todo el mundo sabe que los realities est¨¢n controlados. Son, en realidad, escenograf¨ªas, ficci¨®n, como las novelas de Salgari.
No es que yo tenga nada contra la ficci¨®n, al contrario. Soy ferviente partidaria, y tiendo a escudri?arla escondida en la supuesta realidad, con la sensaci¨®n de que todas las palabras, todos los discursos, tienen su parte de ficci¨®n. ?Y las palabras m¨¦dicas? Nunca han estado tan al alcance de todos triglic¨¦ridos y transaminasas, carcinomas e ictus, cardiopat¨ªas y vascularizaciones, en fin. Que nadie tiene reuma, ni est¨¢ mal del pecho, ni le dan ataques al coraz¨®n, ni le da un pronto. Las palabras m¨¦dicas, antes refugiadas en un lenguaje especializado -o sea, sagrado-, se extienden ahora democr¨¢ticamente al com¨²n de los mortales. Gracias a las series, pero tambi¨¦n gracias a los programas divulgativos que tienen todos los medios, se nos ha vuelto propio y pr¨®ximo un nuevo sentido del cuerpo, que va m¨¢s all¨¢, me temo, de ese tradicional "contenedor" del sujeto. El cuerpo, esta m¨¢quina falible, tiene el derecho y el deber de la salud. Un ejercicio bastante agotador, el de la obligaci¨®n de estar sano.
Lo peor de las palabras m¨¦dicas no es su sonido: los triglic¨¦ridos, por ejemplo, podr¨ªan ser una especie de mariposas rojas de Senegal, y el enfisema, un plato t¨ªpico de Atenas. Pero no. La enfermedad, cuando "se descubre", es decir, cuando se nombra, tiende a sustituir la totalidad de quien la padece. Lo invade. Se convierte en su personalidad, en su yo. Por as¨ª decir, en su ¨²nico tema de conversaci¨®n, como si lo pactaran ¨¦l y su entorno, cada vez m¨¢s reducido. Porque la enfermedad es vergonzosa, supone un fallo en el deber de la salud, y una culpa. Algo habr¨¢ hecho. Algo habr¨¦ hecho.
Hay que decir que nos van orientando: fumar, beber, drogas, exceso de trabajo, sedentarismo, alimentaci¨®n... Descubrir la enfermedad, adem¨¢s, presupone que estaba ya antes, s¨®lo que no hab¨ªa "debutado", no hab¨ªa "dado la cara". Deb¨ªa estar ensayando, mientras el yo hablaba de cualquier cosa... Lo peor de las palabras m¨¦dicas es que, cuando de verdad valen, es cuando las dicen "ellos". Los facultativos. Entonces, y m¨¢s cuanto m¨¢s sepamos de ellas, vuelven a cargarse de su sentido religioso. Entonces son la voz de la sabidur¨ªa y el escalofr¨ªo del destino, cuando nos cuentan lo fr¨¢gil de nuestro modo de vida, y hasta de nuestra vida.
Y ya se sabe tanto. A veces tengo la impresi¨®n de que vamos al m¨¦dico m¨¢s que a que nos cure, a que nos diga qu¨¦ tenemos. Porque ahora lo dicen, con pelos y se?ales, para que dejes todo arreglado, para que no te llames a enga?o, para que te arrepientas. La diferencia entre un mortal y un condenado a muerte es que el segundo sabe de antemano cu¨¢ndo y c¨®mo. Esa certeza que me parece incompatible con la vida, y que puso blanco el cabello de Mar¨ªa Antonieta la v¨ªspera de su ¨²ltimo viaje en carreta.
Yo no. Ir¨¦ al m¨¦dico, lo prometo, por aquello de la medicina preventiva, y por si en mis sospechas de hipocondriaca, llego a tiempo. Pero que no me lo digan, aunque lo pregunte. No, doctor, a m¨ª no me lo diga. C¨²remelo, si se puede, y si no nos resignaremos, pero d¨¦jeme en mi ignorancia.
Rosa Pereda es periodista y escritora.
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