A la sombra de los cedros
No hay lugar m¨¢s adecuado para leer el apasionante ensayo de Amin Maalouf sobre las "identidades homicidas" (Les Identit¨¦s meurtri¨¨res) que el remozado Caf¨¦ d'Orient, desde cuyas terrazas se divisa el interminable Paseo Mar¨ªtimo de Beirut, con sus flamantes rascacielos, los r¨ªos de autom¨®viles que lo recorren y la variopinta muchedumbre de sus veredas donde se codean mujeres veladas de pies a cabeza y bellas muchachas con los cabellos al viento que muestran vientres, brazos, muslos, espaldas, con la desenvoltura de las parisinas o neoyorquinas. Y probablemente en ning¨²n otro pa¨ªs se hubiera podido escribir con m¨¢s conocimiento de causa que en el L¨ªbano contra la tenaz obstinaci¨®n, de sanguinarias consecuencias para la humanidad, de definir a los individuos por sus se?as de identidad colectivas, como lo hace en este libro breve, de p¨¢ginas candentes, Amin Maalouf.
?Qu¨¦ cosa es ¨¦l? ?Un liban¨¦s, por haber nacido en una aldea monta?osa de ese pa¨ªs, donde su familia habita hace siglos, y por tener el ¨¢rabe como lengua materna? ?Un franc¨¦s, por escribir en esta lengua y vivir desde hace treinta a?os en Francia? Cuando se lo preguntan, y, sobre todo, cuando le insisten en que confiese si, en el fondo de su alma, se siente m¨¢s franc¨¦s que liban¨¦s, o a la inversa, a Amin Maalouf lo sobrecoge la angustia porque comprueba lo extendida que est¨¢ la costumbre, mejor dicho el prejuicio, de imponer a los seres humanos una identidad un¨ªvoca, para entenderlos mejor. Porque ¨¦l sabe -y con qu¨¦ luminosa claridad lo explica- que esta manera de clasificar a hombres y mujeres es la mejor manera de desconocerlos, nada m¨¢s y nada menos que enfundarles un r¨ªgido uniforme de penados, una apariencia mentirosa, y de abolir en ellos toda esa compleja y rica madeja de singularidades, afinidades y diferencias, que verdaderamente definen una personalidad individual.
?l es liban¨¦s y franc¨¦s, responde, y a?ade que no ve en esta doble condici¨®n la menor incompatibilidad. Y se apresura a a?adir que no s¨®lo es ese h¨ªbrido franco-liban¨¦s, sino tambi¨¦n un europeo, un mediterr¨¢neo, un medio oriental, y muchas otras cosas m¨¢s tan inseparables de su ser como la nacionalidad. Por ejemplo, greco-cat¨®lico o melikita, por haber nacido en el seno de esa variante cristiana que constituye una de las minor¨ªas religiosas libanesas. La lista de colectivos de los que tambi¨¦n forma parte o con los que se siente af¨ªn Amin Maalouf podr¨ªa prolongarse a lo largo de muchas p¨¢ginas, si se trata de establecer con verdadero rigor y precisi¨®n su "identidad". El esfuerzo, por lo dem¨¢s, dar¨ªa resultados s¨®lo provisionales. Porque, en muchos casos, ya que el ser humano evoluciona y cambia en muchos ¨®rdenes de vida -de convicciones, de costumbres, de creencias, de simpat¨ªas, de fobias-, aquella identidad ha ido y seguir¨¢ transform¨¢ndose a lo largo de su vida como ocurre con la inmensa mayor¨ªa de las personas, incluidas aquellas que lo niegan y proclaman que su "esencia" es su raza, su religi¨®n, su lengua o su naci¨®n.
Las identidades personales existen, desde luego, pero las colectivas, no. Existieron, y aun de manera relativa, en los albores de la humanidad, cuando, en raz¨®n de su precariedad en un mundo lleno de misterio y peligro para ¨¦l, el ser humano casi no exist¨ªa como individuo, era apenas una parte de la tribu, gracias a la cual sobreviv¨ªa. Pero, desde que comienza el progreso, la desanimalizaci¨®n de lo humano, y el individuo se va desgajando de la tribu, diferenciando de los dem¨¢s, y afirmando su singularidad en m¨²ltiples ¨¢mbitos, las identidades colectivas dejan de ser realidades y se vuelven ficciones. O, en todo caso, pasan a constituir una generalizaci¨®n tan vasta, una abstracci¨®n tan extrema de lo que significa formar parte de una comunidad, que ellas cercenan y excluyen, siempre, mucho m¨¢s de lo que expresan y contienen.
Y para saberlo nada mejor que visitar el L¨ªbano, este pa¨ªs tan peque?o y profundo, por el que hay estratos de todas las civilizaciones -fenicios, griegos, romanos, visigodos, ¨¢rabes, otomanos-, uno de los m¨¢s diversos del planeta, de apenas cuatro millones de habitantes (en la di¨¢spora hay cuatro o cinco m¨¢s) y que parece una versi¨®n en formato menor del mundo entero. Debeser el ¨²nico en el mundo donde hay diecisiete confesiones religiosas reconocidas legalmente.
Uno puede ser liban¨¦s y vivir en el siglo XXI, como viven sus profesionales graduados en sus universidades modern¨ªsimas, sus comerciantes y banqueros, que hablan tres o cuatro idiomas y tienen v¨ªnculos e intercambios con los lugares m¨¢s modernos y avanzados del planeta, o no haber salido todav¨ªa del mundo m¨¢gico-religioso primitivo, permanecer en una edad media mental de fanatismo religioso y oscurantismo moral. Y eso no hace del L¨ªbano dos pa¨ªses distintos, sino uno solo, desgarrado (pero podr¨ªa decirse tambi¨¦n enriquecido) por la cantidad de variantes culturales, religiosas, psicol¨®gicas y ling¨¹¨ªsticas que coexisten, y a veces se entrematan, en su seno.
A mediados de los setenta conoc¨ª en Cannes a Georges Sch¨¦had¨¦, poeta y dramaturgo liban¨¦s de lengua francesa. Ambos form¨¢bamos parte del Jurado del Festival de Cine, y lo que para algunos de nosotros era un placer -ver cuatro o cinco pel¨ªculas al d¨ªa-, para ¨¦l era un suplicio, pues, nos confes¨® un d¨ªa a sus colegas de ocasi¨®n, hasta entonces s¨®lo acostumbraba a entrar en un cine una o dos veces al a?o a lo m¨¢s. Esa sobrealimentaci¨®n de pel¨ªculas le produc¨ªa mareos y pesadillas. Era un anciano muy fino, que, comentando la guerra civil que comenzaba a ensangrentar a su pa¨ªs en aquellos meses, dijo un d¨ªa: "Yo cre¨ªa conocer a mi pa¨ªs. He vivido en ¨¦l toda la vida. Y, ahora, de pronto, ya no lo conozco m¨¢s: gentes que viv¨ªan juntas, y se mezclaban y lo compart¨ªan todo, de la noche a la ma?ana han pasado a odiarse y a infligirse las crueldades m¨¢s bestiales, convertidas en enemigos irreconciliables". Yo mismo me repetir¨ªa algo semejante, en los a?os ochenta, sobre el Per¨² cuando el ba?o de sangre que desencaden¨® Sendero Luminoso. Creo que Sch¨¦had¨¦ ya no alcanz¨® a regresar al L¨ªbano. Tuvo que exiliarse en Francia, donde muri¨®.
Esas identidades homicidas de las que abomina con tanta lucidez Amin Maalouf produjeron en su pa¨ªs una guerra civil que, en los ocho o nueve a?os que dur¨®, caus¨® cerca de doscientos mil muertos, incontables heridos, y destroz¨® literalmente a Beirut. Aunque el esfuerzo de reconstrucci¨®n ha sido formidable -el centro de la ciudad ha sido rehecho y por doquier surgen nuevos edificios y viviendas, algunos dise?ados por los m¨¢s prestigiosos arquitectos contempor¨¢neos-, un paseo por cualquiera de los barrios de la ciudad muestra las fachadas y los techos desportillados o agujereados por las balas y los obuses fratricidas. Con muy buen criterio, frente al bello edificio art d¨¦co del Museo Nacional, restaurado de manera impecable, se ha conservado una mansi¨®n de varios pisos que debi¨® ser una bella joya barroca, tal como la guerra la dej¨®. Hecha pedazos, desventrada, agujereada, con colguijos de tapices y rejas retorcidas, techos chamuscados y aleros convertidos en nidos por los p¨¢jaros, su contraste feroz con la pulcritud y lozan¨ªa urbana que la rodea est¨¢ all¨ª para recordar lo delgada que es la pel¨ªcula de la civilizaci¨®n, c¨®mo apenas cualquier exceso o descuido la quiebra, irrumpe a plena luz la barbarie que bajo ella anidaba.
Aquella guerra civil de los a?os setenta y ochenta fue s¨®lo el ¨²ltimo episodio de una larga secuencia de violencias generadas por las identidades homicidas. No s¨®lo cristianos y musulmanes se han desangrado en conflictos sectarios. Tambi¨¦n en el seno de cada uno de esos grandes colectivos ha habido reyertas, asesinatos, secuestros y, a veces, verdaderas org¨ªas de sangre, con largos intervalos de perfecta convivencia y, se dir¨ªa, de amistad y solidaridad entre los hermanos enemigos. En la Mukhtara, su palacio milyunanochesco de las monta?as de Beiteddine, en el sur del L¨ªbano, el l¨ªder druso Walid Jumblatt tiene todo un pabell¨®n dedicado a la memoria de sus parientes y correligionarios m¨¢s pr¨®ximos asesinados por sus enemigos. Impresionante y estremecedora galer¨ªa. Su padre, Kamal Jumblatt (a ra¨ªz del crimen, atribuido a los cristianos, cerca de trescientos maronitas fueron exterminados por seguidores del dirigente druso), su t¨ªa, t¨ªos, primos, guardaespaldas, el ch¨®fer que conduc¨ªa el d¨ªa que un coche minado estall¨® al paso del suyo. Fue la m¨¢s grave, pero no la ¨²nica tentativa para asesinarlo de la que se ha librado. Pocos d¨ªas antes de ser asesinado, el ex presidente Hariri dijo a Walid Jumblatt: "Ser¨¢s t¨² o ser¨¦ yo. Pero a uno de los dos nos matar¨¢n muy pronto". Ambos hab¨ªan discrepado en el pasado, pero en ese momento coincid¨ªan en pedir en los t¨¦rminos m¨¢s en¨¦rgicos que los sirios desocuparan el territorio liban¨¦s.
Vivir rondado por la muerte no ha privado del humor al l¨ªder de la minor¨ªa drusa, curioso personaje en el que parecen confundirse un se?or feudal, un intelectual decadente y cosmopolita, un profeta y un metrosexual. Casado con Norah, una mujer bell¨ªsima y una anfitriona que recibe a sus invitados como las emperatrices de las leyendas, vive en aquel palacio-fortaleza protegido por decenas de milicianos armados, tiene una biblioteca de sue?o en cuatro o cinco idiomas, y su extra?o hobby ha sido coleccionar los m¨¢s horrendos esperpentos de la pintura realista socialista sovi¨¦tica: Lenin arengando a los camaradas del Comit¨¦ Central, Stalin sonriendo paternalmente a las masas, el mariscal Yukov montado en lo alto de un brioso caballo blanco, etc¨¦tera. A lo largo de la entretenida conversaci¨®n que mantuvimos me fue imposible averiguar si aquellos cuadros estaban all¨ª por una exquisitez de iron¨ªa posmoderna -un homenaje al kitch involuntario- o porque de veras le gustaban.
Un misterio m¨¢s, entre los muchos que esconde este contradictorio pa¨ªs, el que sin duda m¨¢s lejos ha ido en el camino de la modernidad en todo el Medio Oriente, y uno de los m¨¢s bellos y estimulantes que me ha tocado conocer. Pero, tambi¨¦n, al mismo tiempo, inexplicablemente fiel al atavismo de la tribu, es decir, miedoso de ese mundo sin fronteras del que en cierto modo fue adelantado en la historia, y de los riesgos que entra?a para el ser humano emanciparse de las identidades colectivas a fin de elegir libremente su propia identidad.
? Mario Vargas Llosa, 2006. ? Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El Pa¨ªs, SL, 2006.
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