El circo
El poeta Alexandre Roman¨¨s, en su libro Paroles perdues, hace un trazo fugaz y puntual de su otra vida, que es la de due?o y director de un circo: "Adelante, la ruta. Atr¨¢s, las mujeres y los ni?os. Alrededor, la implacabilidad del mundo". Leyendo a este poeta gitano, que acaba de ser editado por la prestigiosa Gallimard, puede verse con toda transparencia que el mundo para ¨¦l es, si no un sitio hostil, s¨ª una fuerza de la que es preciso defenderse, y para conseguirlo opta por el aislamiento que le procura la poes¨ªa y la protecci¨®n que le brinda su propio circo: una peque?a carpa roja donde trabaja con su familia, defendi¨¦ndose de esa "implacabilidad del mundo". El circo de Alexande Roman¨¨s, que propiamente se llama Roman¨¨s Cirque Tsigane, esta instalado estos d¨ªas en Barcelona, en la plaza de Joan Coromines, junto al Centro de Cultura Contempor¨¢nea, y su libro de poes¨ªa se vende al final del espect¨¢culo, como parte del modesto merchandising que llevan en la caravana: adem¨¢s de los ejemplares de Paroles perdues, cuenta con una historia del pueblo errante de los gitanos, escrita por ¨¦l mismo; un CD de la banda sonora del espect¨¢culo, en el que ¨¦l canta, y un p¨®ster donde se anuncia el circo. Todo esto lo ofrece el poeta con ofertas socarronas, dichas a caballo entre el franc¨¦s y el castellano: "Este libro, editado por Gallimard, cuesta normalmente 200 euros, pero para vosotros los catalanes tenemos un precio especial, 10 euros". Despu¨¦s de o¨ªr esta oferta irresistible fue cuando compr¨¦ mi ejemplar.
Este circo tiene una carpa peque?a, como dije, y lo primero que ve el que llega a la plaza de Joan Coromines con sus entradas en la mano, es a los artistas sesteando a la sombra de su caravana, una desenfadada troupe que, m¨¢s que lista para las proezas que har¨¢ unos minutos despu¨¦s, parece una familia en su jard¨ªn liquidada por un domingo de barbacoa. Adentro la cosa se vuelve m¨¢s desconcertante pues la carpa, adem¨¢s de peque?a, es sumamente calurosa, y todo el combate que se presenta a ese centigradaje infernal son tres o cuatro bocas de aire acondicionado que lanzan un tufillo insuficiente. El asistente que sigue con sus entradas (y con sus hijos como era mi caso) en la mano, pasa del desconcierto al asombro cuando descubre que la pista del circo son dos alfombras regulares, que vieron sus mejores tiempos en el sal¨®n de una casa, que hacen juego con las cortinas, de otra casa, que son el tel¨®n por donde entran y salen los artistas. Este escenario dom¨¦stico cobra vida cuando aparecen los integrantes del circo, que son esa misma familia que parec¨ªa liquidada por la barbacoa y que ahora se sienta en unas sillas frente al p¨²blico mientras un cuarteto de m¨²sicos toca animadas piezas balc¨¢nicas. A esas alturas ya queda claro que los artistas son familia y que los que ocupan las sillas son padres, hijos, hermanos y primos del poeta Roman¨¨s, y que todos a su vez son nietos o tataranietos del tatarabuelo del poeta, un gitano con sus hijos y sus tres mujeres que, a principios del siglo pasado, iba de pueblo en pueblo haciendo bailar a un oso. "?Y por qu¨¦ si es un circo sin animales huele a le¨®n?", pregunt¨® mi hijo, que ya empezaba a mosquearse por el calor, la ausencia de fieras, y ese espect¨¢culo raro que durante unos minutos fue el de una familia sentada en la pista, contemplando a las 20 familias que ocup¨¢bamos la tribuna, y viceversa. Despu¨¦s de la primera pieza balc¨¢nica la familia Roman¨¨s, que en realidad se apellida Bouglione, comienza el circo; cada uno va abandonando por turnos su silla y va ejecutando su especialidad, se trata de un espect¨¢culo matriarcal en el que las mujeres act¨²an, mientras los hombres se ocupan de rudezas como jalar cuerdas y poleas, o sostener a las trapecistas cuando se necesita. Los n¨²meros son todos cl¨¢sicos: hay malabaristas, equilibristas y trapecistas que ejecutan sus actos con una naturalidad y un desparpajo propios, otra vez, de quien act¨²a un domingo por la tarde para sus hermanos y sus primos. Las mujeres de la familia, adem¨¢s de su indiscutible talento circense, son bell¨ªsimas; hay un n¨²mero exc¨¦ntrico en el que una trapecista con las medias negras, y tambi¨¦n el esp¨ªritu, de Edith Piaff, se pone a hacer piruetas lentas mientras un papagayo blanco le va escalando el cuerpo, de los pies a la cabeza, y cada vez que pasa por la boca le da un beso en los labios; o quiz¨¢, de acuerdo con la versi¨®n hiperrealista de mis hijos, le quita el cacahuete que la trapecista trae entre los dientes.
Este circo est¨¢ en los ant¨ªpodas de, por ejemplo, el Cirque du Soleil o el de los Ringling Brothers, porque aqu¨ª los n¨²meros fallan, el malabarista pierde una pelota o la equilibrista el paso, o el papagayo el cacahuete, pero, curiosamente, estas imperfecciones hacen que se aprecien mucho mejor las proezas. Mientras que los circos modernos buscan la perfecci¨®n y la coreograf¨ªa impecable, en esta carpa gitana se cocinan otros valores: el del espect¨¢culo original, que consiste en divertir a la gente con los medios que se tienen a la mano, y, de manera paralela, la importancia del clan familiar, ese valor antiguo y en desuso que en este circo se nos muestra en toda su magnitud, y con toda su trascendencia.
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