La bendici¨®n de la buganvilla
Cuando se despierta, escucha cantar a los p¨¢jaros. En ese instante no sabe d¨®nde est¨¢, y, sin embargo, est¨¢ bien, con esa sensaci¨®n gr¨¢vida, placentera, que afloja todos los m¨²sculos despu¨¦s de un sue?o profundo. Ha dormido como una piedra, como un tronco, como uno de esos serruchos silenciosos que cortan le?a sin esfuerzo ni prop¨®sito en las pel¨ªculas de dibujos animados. Lo primero que recuerda fue que la noche anterior, al meterse en la cama, le dol¨ªan mucho los pies. Cuando se levanta, ni siquiera los siente al final de las piernas.
En ese momento, Valentina ya ha recobrado la conciencia del tiempo, y la del espacio. Est¨¢ de vacaciones, claro. Por eso anoche se sumergi¨® en el sue?o como en una ba?era de l¨ªquido amni¨®tico, por eso cantan los p¨¢jaros, por eso no le duele nada al despertarse. Sale del dormitorio a oscuras, movi¨¦ndose con cautela por un territorio desconocido, el descansillo, la escalera, el recibidor que comunica con la cocina. Este a?o, su marido se ha empe?ado en alquilar una casita encalada, al borde del mar, como la que llevan toda la vida deseando comprar y seguramente nunca comprar¨¢n. Al principio, ella se neg¨®. El alquiler le parec¨ªa un disparate, Pepe hab¨ªa elegido la casa por Internet; no conoc¨ªan aquel pueblo, ni aquella urbanizaci¨®n, ni la zona, ni sus playas. Pero en la foto hab¨ªa un patio, y en el patio una buganvilla, verde y rosa, esplendorosa y salvaje, recubriendo el muro del fondo como una infecci¨®n de color, un estallido de vida, de alegr¨ªa. ?sta, dijo su marido al verla, ¨¦sta es la que vamos a alquilar. Y Valentina sigui¨® neg¨¢ndose, porque la casa estaba muy lejos, porque eran muchas horas de viaje, porque no pod¨ªan saber a cu¨¢ntos kil¨®metros estaba de la playa, porque no se fiaba de la agencia, ni de las fotos, ni de nada. ?sta, insisti¨® ¨¦l, la de la buganvilla, y la mir¨®. ?sta, Valen, vamos a alquilar ¨¦sta. Y ella vio en sus ojos una ilusi¨®n casi infantil, tan luminosa, tan entera, que no supo seguir neg¨¢ndose.
Ver¨¢s, se hab¨ªa ido diciendo a s¨ª misma por el camino, ya ver¨¢s? Las casas alquiladas siempre le hab¨ªan dado mucha pena. La idea de dormir en la cama de otros, usar los muebles de otros, cocinar en los cacharros y comer en los platos de otros, le inspiraba una tristeza s¨²bita y misteriosa, la tristeza de los objetos, que es la m¨¢s gris¨¢cea, la m¨¢s destemplada de las tristezas. Y sin embargo, se puso en marcha a s¨ª misma igual que si hubiera encontrado en su costado una ruedecita para darse cuerda. As¨ª empez¨® la gran paliza: limpiar la casa; dejarlo todo recogido, listo para la vuelta; seleccionar los alimentos de la nevera, consumir a toda prisa lo que no se pod¨ªa transportar, empaquetar lo dem¨¢s en el menor espacio posible, y lavar, y planchar, y ordenar, y hacer maletas; escoger con cuidado unos pocos medicamentos imprescindibles; sacar del trastero toallas y sombrillas, apartar algunos electrodom¨¦sticos, calcular el volumen del equipaje, desecharlos, y si no hay tostador, que no haya, y si no hay cafetera, me compro una, ?y qu¨¦ hago luego con otra cafetera?, bueno, ya veremos? As¨ª hasta el ¨²ltimo momento, ayer por la ma?ana, cuando ayud¨® a Pepe a cargar el coche, y de entrada no cab¨ªa ni la mitad del equipaje, y al final cupo, vaya que si cupo, aunque todos, excepto el conductor, tuvieron que viajar m¨¢s de seiscientos kil¨®metros con bultos sobre las rodillas y debajo de los pies. Todo a ciento veinte, por lo del carn¨¦ por puntos, y la mayor parte del tiempo sin aire acondicionado, porque el coche est¨¢ viejecillo, y lo abarrotaron tanto que, con el aire puesto, no tiraba en las cuestas. As¨ª hasta despu¨¦s del ¨²ltimo momento, ayer, de madrugada, cuando termin¨® de acomodar sus propiedades en una casa ajena que, la verdad, estaba mucho mejor equipada, m¨¢s confortable de lo que ella calculaba. Pero a las dos de la madrugada, cuando termin¨®, no tuvo mucho tiempo de pensar en eso, ni en nada.
Ahora acaba de hacer caf¨¦, porque s¨ª hay cafetera, y no ha hecho tostadas porque no hay pan, pero s¨ª tostador. Por eso no las echa de menos. Coge dos magdalenas de las que se ha tra¨ªdo de Madrid, abre la puerta del patio y la buganvilla asalta sus ojos como una bendici¨®n vegetal, una imagen amorosa y bals¨¢mica. Los p¨¢jaros cantan. Las palmeras se agitan con pereza bajo la brisa. Son las nueve y media de la ma?ana y no se escucha nada. Un mundo reci¨¦n nacido le da la bienvenida, y Valentina lo estrena con una sonrisa, pensando que quiz¨¢ todo ha valido la pena.
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