Las colinas de Ngong
Yo ten¨ªa una granja en ?frica, al pie de las colinas de Ngong", ¨¦ste es el comienzo de uno de los libros m¨¢s hermosos que existen. Y no s¨¦ por qu¨¦, pero siempre que vuelvo a leerlo, me acuerdo de la granja que tuvo mi padre, en el coraz¨®n de la comarca de Tierra de Campos. Era un paisaje presidido por el aire, de colores vivos y secos, en que la luz ondulaba sobre las cosas con la viva densidad del agua. Aunque lo mejor fueran sus noches. No he vuelto a ver cielos as¨ª. Las estrellas eran infinitas, y semejaban un polvo luminoso suspendido sobre el mundo, como un hechizo. Nuestra granja estaba en la vega del r¨ªo Sequillo, en una zona de regad¨ªo, donde hab¨ªa peque?as huertas, y cultivos de remolacha, alfalfa y ma¨ªz. Era una granja av¨ªcola, orientada sobre todo a la producci¨®n de huevos.
Corr¨ªan los a?os sesenta, y fue la ¨¦poca del desarrollo econ¨®mico y de la llamada a la modernizaci¨®n de las explotaciones. La gallina aut¨®ctona no pasaba de dos o tres huevos a la semana, y la idea de mi padre era seleccionar a las m¨¢s aptas para dedicarlas a la reproducci¨®n. Para ello, todas las gallinas llevaban en el ala o la pata una placa con un n¨²mero, que permit¨ªa identificar a las mejores. Se las separaba entonces de sus compa?eras y se las llevaba al gallinero, en que las esperaban los gallos que deb¨ªan fecundarlas. Este gallinero estaba dividido en peque?as salas, cada una a cargo de un gallo. Era la ¨¦poca de los pantalones cortos y m¨¢s de una vez salimos de all¨ª con las piernas ensangrentadas, pues los gallos marcan ferozmente su territorio y nos atacaban a picotazo limpio cuando nos ve¨ªan entrar. Los gallos montaban a sus hembras con fingida indiferencia, y los huevos fecundados se llevaban a la incubadora. Empezaba entonces lo m¨¢s bonito del proceso, pues 21 d¨ªas despu¨¦s, al calor regular de las l¨¢mparas, aquellos huevos empezaban a romperse y al momento los pollitos nid¨ªfugos andaban corriendo y picoteando todo lo que se encontraban. Se separaban entonces las hembras de los machos y se criaban aqu¨¦llas hasta que crec¨ªan y se transformaban a su vez en ponedoras. La granja era ocupada entonces por una generaci¨®n nueva, y mi padre estaba convencido de que la repetici¨®n del proceso dar¨ªa lugar a una gallina distinta capaz de acercarse a la cifra ut¨®pica de un huevo diario. El razonamiento era impecable, pero los resultados no lo fueron tanto. Pues no estaba claro que las hijas de aquellas esforzadas hembras heredaran la abnegaci¨®n y el ¨ªmpetu ponedor de sus madres. Y mi padre empez¨® a desesperarse, pues el mantenimiento de la granja era muy caro, y hubo unos a?os en que los precios de los huevos cayeron por los suelos. Adem¨¢s, aquel mundo, como todos, estaba lleno de aprovechados, y mi padre, un ser b¨¢sicamente confiado, era una presa f¨¢cil. Acud¨ªan a la granja como enjambres. Le enga?aban con el peso del pienso y de las c¨¢scaras de pi?¨®n que se utilizaban para calentar los criaderos, y le enga?aban con el precio de los huevos.
La situaci¨®n empezaba a ser preocupante cuando irrumpieron en el mercado unas gallinas h¨ªbridas que ven¨ªan de Am¨¦rica y que pon¨ªan huevos sin parar. Los gallineros de mi padre eran limpios, amplios y hermosos, y hasta ten¨ªan un parque, rodeado de tela met¨¢lica, al que las gallinas, que viv¨ªan como aut¨¦nticas marquesas, pod¨ªan salir durante el d¨ªa a airearse y rebuscar en la tierra. Pero la llegada de aquellas criaturas desangeladas e hist¨¦ricas, aut¨¦nticas proletarias de la puesta, acab¨® con la idea rom¨¢ntica de que cuanto mejor era el trato que se daba a las de su especie su producci¨®n era mayor. Un gallinero como los de mi padre, que a lo sumo hab¨ªa albergado a 500 gallinas de las suyas, pod¨ªa contener en jaulas amontonadas a 5.000 de aquella nueva raza de h¨ªbridos. S¨®lo una mente diab¨®lica pod¨ªa haber concebido un ser as¨ª, que aun en las m¨¢s humillantes condiciones era capaz de batir todas las marcas imaginables.
Aquello acab¨® con el sue?o av¨ªcola de mi padre, que se neg¨® a seguir unos m¨¦todos de producci¨®n que iban contra sus principios, y cerr¨® los gallineros. La granja sin embargo estaba m¨¢s hermosa que nunca, pues hab¨ªan crecido los ¨¢rboles que hab¨ªa plantado en aquel terreno yermo. Hizo una piscina, que se llenaba con agua del canal, y, a su alrededor, plant¨® sauces, acacias y todo tipo de ¨¢rboles frutales. Dise?¨® ¨¦l mismo un peque?o porche, y se pasaba las horas muertas en ¨¦l. Nunca se ba?¨®, pero le gustaba sentarse all¨ª y vernos ba?arnos a mi madre y a nosotros. La granja se hizo famosa en los pueblos de los alrededores, y convocaba, alrededor de la piscina, a numerosos veraneantes. Por las tardes hac¨ªamos guateques, y bail¨¢bamos el twist y aquellas preciosas baladas francesas e italianas que entonces estaban de moda. Y, mientras nosotros crec¨ªamos, mi padre se fue haciendo mayor. Cuando ten¨ªa la granja iba todas las tardes al pueblo para vigilarla; pero, como necesitaba dinero, termin¨® por venderla. Creo que esa venta fue uno de los hechos m¨¢s dolorosos de su vida.
Vendi¨® la granja, y dej¨® de viajar al pueblo. Entonces se aisl¨® todav¨ªa m¨¢s, y apenas se mov¨ªa de casa, en que se pasaba los d¨ªas sentado en su sill¨®n de orejas, cada vez m¨¢s ensimismado y silencioso, pidi¨¦ndonos que nos ocup¨¢ramos de nuestra madre, a la que siempre pens¨® que no hab¨ªa sabido hacer feliz, a pesar de haber sido el gran amor de su vida. Y un triste d¨ªa, se muri¨®. Muri¨® ¨¦l, pero su granja sigui¨® viva en nuestro pensamiento. Han pasado los a?os y, cuando voy al mercado, todav¨ªa hoy me sorprendo ante los escaparates de las poller¨ªas, contemplando los huevos. No hay perfecci¨®n mayor. Representan el misterio de la vida, y han sido adorados por todas las culturas. Los egipcios los pon¨ªan junto a las momias, significando la esperanza del renacimiento, y, cuando los veo alineados en sus cartones, no puedo evitar acordarme de mi padre llev¨¢ndoles en sus manos, como si guardaran una vida secreta cuyo desarrollo pod¨ªa estimular la nuestra. ?Qu¨¦ mundo aquel, tan pobre, peque?o y lleno de locura! A veces, cuando pienso en esos a?os, y recuerdo a mi padre yendo y viniendo a los gallineros, me pregunto si su vida tuvo que ser as¨ª, si no se merec¨ªa otra cosa. Era dulce, elegante, ten¨ªa el poder de transformar todo lo que hac¨ªa en algo especial, como esos reyes del Mahabarata que dialogan con p¨¢jaros de oro y fuentes que cantan. De haber tenido su propio reino, habr¨ªa sido justo y amado por todos. Sus discursos habr¨ªan consolado a su pueblo, y habr¨ªa mandado construir para ¨¦l jardines y f¨¢bricas hermosas, pues nunca acept¨® la idea de que un edificio, se dedicara a lo que se dedicara, tuviera que ser sucio y feo. De hecho, su granja siempre pareci¨® un juguete. Una casa de mu?ecas.
Pero, ahora que lo pienso, no es cierto que no llegara a reinar. Lo hizo en aquel mundo peque?o, y nosotros fuimos sus s¨²bditos. Ten¨ªa algo de lo que los dem¨¢s no sab¨ªan nada, y de ¨¦l aprendimos que es preferible la generosidad al ahorro, la abnegaci¨®n al ego¨ªsmo, el deseo de ser y saber al deseo de poder. Es extra?a la muerte, nos arrebata lo que amamos, pero no su recuerdo. Y todav¨ªa hoy creo verle en aquel sill¨®n de orejas, del que no se movi¨® los ¨²ltimos a?os de su vida, pensando en qu¨¦ ten¨ªa que hacer para sacar adelante su granja. Y me parece que escribir novelas no es tan diferente a ocuparse de cosas as¨ª. Tener una granja al pie de las colinas de Ngong. Y entonces su fracaso me parece m¨¢s hermoso que todos los ¨¦xitos; y me ayuda a entender el fracaso de mis propios proyectos insensatos.
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